Septiembre, 2025
Convertido ya en un icono, casi una leyenda, la obra de Rodrigo Eduardo González Guzmán sigue muy presente y vigente, aun cuando han pasado cuatro décadas de que partió de este plano existencial. Y es que, bajo el musical nombre de Rockdrigo González, dejó un puñado de geniales canciones que han traspasado el tiempo y el espacio. Su música —cruda, directa y profundamente ligada con la realidad de la vida urbana— no sólo fue un importante cimiento para una nueva forma de rock mexicano, también conectó de inmediato (y sigue conectando) con un público ávido de autenticidad. Músico, compositor y cantante, Rockdrigo González fue un representante genuino de lo indie y la contracultura, cofundador además del Movimiento Rupestre. Ahora que se cumplen cuatro décadas de su partida —Rockdrigo nació en diciembre de 1950 en Tampico, Tamaulipas, y murió prematuramente a los 34 años de edad en el entonces Distrito Federal, en el fatídico sismo de 1985—, Víctor Roura aquí lo recuerda.
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Las rebeldías poperas ahora son cronometradas. Quizá por eso el tamaulipeco Rockdrigo González (1950-1985) siga siendo hoy, aún, el icono del rock mexicano: enjundioso, cuestionador, talentoso, contracultural, ilustrado, de firmes principios.
Pese a su corta, inconclusa, carrera musical (falleció a los 34 años de edad en la Ciudad de México a causa del terremoto del 19 de septiembre de 1985 que hizo colapsar el edificio donde vivía en la colonia Juárez) lo sitúa como una figura señera en el rock nacional, acaso por lo que dejó de hacer, que se intuía grandioso, de acuerdo a la escasa huella que nos dejó.
Poco antes de su muerte tuvimos un largo diálogo. Aquí, un breve fragmento.
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Botellas de cerveza vacías sobre la mesa. Tres guitarras dispersas a lo largo de la sala. Pocos discos. Grass, Jung, Toynbee, Koestler, Cocteau, Sabines, Huxley, Miller, Fromm, los libros ya no caben en el pequeño mueble. De fondo, un casete de Dire Straits.
—El principal problema que tuve fue la falta de relaciones. No conocía absolutamente a nadie. No sabía dónde estaban los núcleos artísticos, quiénes se encargaban de hacer ondas creativas diferentes. Porque yo traía unas canciones bien aceleradas, bien locochonas. Y empecé a trabajar en la calle. Así, de plano. Combinaba canciones mías con algunas de Serrat. Por todos lados. A talonearle por las calles.
Venía de Tampico, su ciudad natal. Ahí había integrado varios grupos entre los que se cuentan Siglo XXI, Los Hongos y Los Géminis. Comenzó a tocar alrededor de los 15 años, al mediar los sesenta. Y al traspasar el lustro la década de los setenta decidió radicar en la Ciudad de México.
—Me iba bien por las calles —prosigue Rodrigo Eduardo González Guzmán, Rockdrigo González—. Era un buen talón el que te tenías que aventar, por supuesto. Pero si haces las cosas bien, la gente sabe responder. Yo podía vivir de la lana que sacaba. Porque uno aprende sus trucos. Me acuerdo que cuando los burócratas salían a comer, rápidamente yo recorría los restoranes de la colonia Cuauhtémoc y me aventaba las rolas en chinga para no darle chance a ninguno de que terminara su comida. De esa forma juntaba una buena lana… Sí, dos, tres veces me atraparon. En Chapultepec la tira me agarró dos veces. Antes me situaba ahí. Ponía un letrero al lado mío que decía: “Para sostener mis estudios” (estaba haciendo mis estudios autodidactas de música y poesía, ya sabes). Y ahí me ponía. Y de repente llegaban los de la camioneta y a correr. Pero me cae que nunca me agandallaron, hasta eso. Nomás nos sacaban de onda. Una vez me agarraron unos batos de la tira y vieron que traía el morral lleno de luca. Me dijeron algo como que si este güey sacaba tanta lana era porque debía ser bueno. “A ver, échate una rola”, me dijo uno de ellos. Y yo me aventé mis rolas adentro del carro. No, uta, qué a toda madre, que así comenzó Mike Laure y qué buena onda, me empezaron a decir. Y me soltaron y hasta me llevaron al mismo lugar donde me habían recogido. Tuve suerte.

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Al llegar al entonces Distrito Federal, Rockdrigo González se puso a trabajar en algunos ensayos de folk rock latinoamericano. Incluso llegó a construir una suite, que intituló “Yo no juego”, misma que presentó en la Sala Manuel M. Ponce allá por los años 1976 o 1977. Ahí en Bellas Artes estuvo acompañado de Jesús Luis Benítez (escritor de La Onda, conocido como El Booker, fallecido un lustro antes que Rockdrigo, el 3 de marzo de 1980 a la edad de 30 años), trabajaban juntos.
—Desde muy chavo, en Tampico, comenzó a interesarme la poesía —dice Rockdrigo—. Ahora prácticamente ya no la escribo. Lo que hago hoy en día son rolas…
—La cual es una labor distanciada de la poesía…
—Pienso que sí. A menos que estés muy tronecas de máis y sepas manejar toda la semántica y todas las cadencias de la música y de la literatura. Usar a la perfección la sintaxis.
—Ahora hay muchos músicos interesados en mejorar sus letras…
—Por un lado es muy bueno. Pero, por otro, se halla la conocida “inercia del espíritu de la época”. Lo bueno, en efecto, es que sí ya hay un núcleo más intelectualizado y más sensibilizado hacia las nuevas formas culturales. Por ello podemos vivir de nuestra música…
—¿Qué papel desempeñaría el rocanrolero?
—Para mí, recuperar la humanidad de la gente, su sensibilidad, su percepción, el amor. Recuperar todo lo que está bien madreado en esta sociedad. La capacidad de percibir bien las cosas…
Dire Straits termina con su pieza “Communiqué”. Se acaba la música de fondo.
—Ahora puedo hablarte de mis influencias musicales mediatas —sugiere Rockdrigo—. Elton John me influyó en el concepto de la melodía. Mi hermano Manuel me enseñó dos tres arpegios, él es ingeniero, pero toca la guitarra en sus ratos libres. No puedo negar la influencia de Bob Dylan, ni de Donovan, ni de Neil Young. De esos tres batos, principalmente. Y de los Beatles. Ellos me apantallaron con tanta pinche creatividad.
—Dylan o Young tenían compromisos no sólo con su música sino con la sociedad. ¿Cuál es el compromiso del roquero mexicano?
—Por lo general sólo tienen uno: con su ego. De satisfacer la imagen que tienen por el solo hecho de ser rocanroleros. Yo los he escuchado. Por eso a veces no sé de qué se trata la onda. La nuestra es totalmente una ideología campechana. Yo creo que en parte la culpa la tiene el hecho de que el rocanrol no sea de nuestras raíces. Si no sabes de dónde proviene el rock, cómo vas a saber su significado. Lo único atractivo del asunto es la imagen que se forma el rocanrolero. Son músicos porque no saben hacer otra cosa y tienen que ganarse la vida. O de plano son necios y quieren vivir en la vagancia de la creatividad. Por lo general yo encuentro un vacío muy cabrón de ideología rocanrolera ante el personal.
—¿El músico, como artista, debe vender o sólo exponer sus piezas?
—Las dos cosas. Debe difundirlas para poder venderlas. Pero el asunto principal es ver qué es lo que estás vendiendo como músico. Es una cuestión extraña. Y va a seguir dándose. ¿Qué es más importante: el arte por el arte o el arte por el espectáculo? Para mí el primero, porque reúne todo. El otro arte es un arte mediatizado, incompleto, enajenado. Para vender tu música tienes que cumplir todos los cometidos. No sólo divertir a la gente por divertir, sino provocarle emociones. Y, por otro lado, enviarle un mensaje cognoscitivo, decirle algo al espíritu. No sólo mandar mensajes a la materia. Porque la diversión del espíritu también cuenta mucho…

4
San, san, san rock and blues
Por salir de noche tuve una visión:
un santo se apareció. Dijo: “Muchachón,
Dios te ha encomendado a ti tocar rocanrol”.
Fui a decirle a mi papá de este milagro.
Sóplame un ojo, me dijo, y empezó a gritar:
“¡Si sigues quemando así, te mando a la militar!”
Nadie me quiso creer que a un santo yo pude ver.
Y el mandato divino
fue toda la vida tocar rocanrol.
Qué sufrimiento, sí,
todo el tiempo en el reventón.
Qué penitencia, sí,
andar todo el día en el rol.
Es una manda que toque yo rocanrol.
Tú habías de comprender lo religioso que soy,
porque era un santo, un santo, un santo rocanrolero.
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Rockdrigo González

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Cuando alguien muere, sobre todo si es un artista que no se doblegó ante la embestida de un sistema cultural autoritario, de manera inesperada le salen los amigos por cualquier intempestivo rincón.
Resulta que todos lo conocían, con todos combebía, a todos les contaba un secreto, todos sabían algo que los restantes ignoraban.
Con Parménides García Saldaña (fallecido a los 38 años de edad), por ejemplo, ocurrió una cosa curiosa: en vida la mayoría lo esquivaba, mas ya desaparecido se empezó a convertir en una especie de icono de la cultura del rock aunque nadie supiera desmenuzar con certeza las causas de tal apreciación. La propia Elena Poniatowska lo trata de contar, inútilmente, en su libro ¡Ay vida, no me mereces! En realidad, autor de una obra menor, pero cuantioso en sus peripecias vivenciales, Parménides acabó su vida plagado de soledad, extraviado en sus diatribas intelectuales, pirado en sus reyertas imaginarias. Pero, ya muerto —justamente en otro 19 de septiembre, tres años exactos antes del terremoto de 1985—, le surgieron divinas amistades, las mismas que en vida preferían pasarse en la otra acera para soslayar su incómoda presencia.
Algo similar sucedió con Rockdrigo González, muerto en el infausto sismo de hace ya cuatro décadas. Cuánto trabajo le costaba al compositor tampiqueño conseguir una tocada (eran impensables entonces los conciertos: recuérdese que la prohibición roquera en México —instalada por el presidente Luis Echeverría Álvarez un día después del Festival de Avándaro en septiembre de 1971— no fue anulada sino hasta 1991, al mediar el salinato), administrar por lo tanto su azarosa vida, ordenar sus sueños, concretar su música. Nadie grabó sus canciones: el propio Rockdrigo hizo sólo un casete (Hurbanistorias es su título), que vendía —y vendía bien, ya que después de oírlo en vivo nadie podía dejar de seducirse por su canto— en sus recitales, ni nadie tampoco lo invitaba a la televisión (de ahí que todos sus discos, editados por Pentagrama, sean póstumos). Pero, eso sí, después de aquella fatídica mañana del 19 de septiembre de 1985 cómo, ¡caray!, le surgieron los amigos: una jauría intempestiva se asomó en su rededor para aullar de tristeza por su irreparable partida.
Increíble, mas cierto: lo que había hecho en casi dos décadas Alejandro Lora, del 68 al 85, Rockdrigo lo hizo en tres años. Quiero decir que si Lora es el ocasionalmente inspirado Juan Gabriel del rock mexicano, Rockdrigo (¡por fin un roquero lector de poesía, novelas, cuentos e incluso teorías psicológicas, filosóficas y políticas!) era —¡no, aún es!— el apabullante José Alfredo de esa inconclusa propuesta roquera que nos legó el sismo del 85 —hace justo cuatro décadas—, que sólo vino, por desgracia, a confirmar la invisibilidad del guitarrista Rockdrigo, único —por su ingenio verbal, por su audacia vocal, por su acústica detallada, por su búsqueda melódica— en el paisaje yerto de eso que un día denominamos rock mexicano, convertido ahora en pop versatilizado y convenientemente maquillado.