«Anora»: un anticuento de hadas con sabor a vodka
Enero, 2025
El interés de Sean Baker por las vidas de las trabajadoras sexuales comenzó con su drama de 2012 Starlet. A ésta le han seguido las sobresalientes y llamativas Tangerine (2015), The Florida Project (2017), Red Rocket (2021) y, ahora, Anora. Ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2024, en ella el director estadounidense vuelve a retratar y exponer las costuras del sueño americano, al reinventar (y reventar) la típica historia de Cenicienta. Como señala Alberto Lima en esta nueva entrega de ‘La Mirada Invisible’: “Con originalísimo guión propio escrito por el cinerrealizador, su octavo largometraje es una arrolladora cinta mutante que va de una ágil comedia jacarandosa y juvenil para bascular hacia un gélido drama estepario”.
Anora, película estadounidense de Sean Baker,
con Mikey Madison, Mark Eydelshteyn,
Aleksey Serebryakov, Yura Borisov, Vache Tovmasyan,
Karren Karagulian, Darya Ekamasova. (2024, 139 min).
Para comenzar a dilucidar Anora —la más reciente cinta del estadounidense Sean Baker— podemos enumerar algunos lugares comunes y decir que los rusos son de armas tomar y no se andan por las ramas; o también que todo era demasiado bueno para ser verdad; e, incluso, que la tuvo, era suya y la dejó ir. Sin embargo, el esplendor y originalidad de un filme como Anora radica más allá de cualquier lugar común, el cual, de hecho, lo reinventa y revienta a partir de la típica historia de cenicienta.
Nueva York, época actual: la guapa teibolera de 25 años y de ascendencia rusa Ani —hipocorístico de Anora— (Mikey Madison) trabaja afanosamente en el bar toples HeadQuarters hasta que cierta noche es requerida para atender a un cliente que solicita una chica que hable ruso. El cliente resulta ser el joven millonario ruso Ivan (Mark Eydelshteyn), quien es un bueno para nada que se dedica a despilfarrar la fortuna familiar en fiestas, drogas, mujeres, viajes y todo el desmadre que le venga en gana. Así, tras el primer baile-encuentro en un cuarto privado, Anora comenzará a brindar servicios sexuales en el domicilio del rusito a petición de éste, situación que poco a poco hará que el vínculo se estreche —como pasar juntos una fiesta alocada de fin de año—, al punto de llevarla de juerga a la ciudad de Las Vegas durante una semana entera en plan de novios, por la nada despreciable suma de 15 mil dólares, en un auténtico viaje VIP todo pagado con amigos incluidos igual de desenfrenados que él, y en donde, en un arranque propio de la inmadurez de Ivan, éste le proponga a Anora casarse allí mismo en la ciudad del pecado, para que al cabo de un día de feliz matrimonio de harto sexo y videojuegos, la pareja vea amenazada pronto la relación ante la cólera montada desde Rusia sin amor por los padres del joven ocioso: Galina Stepanovna (Darya Ekamasova) y Nikolai Zakharov (Alexey Serebryakov), y deban enviar a sus emisarios dispuestos en Nueva York, encabezados por el niñero de Ivan, el sufrido Toros (Karren Karagulian), el armenio borracho Garnik (Vache Tovmasyan) y el duro lacónico Igor (Yura Borisov), quienes intentarán controlar infructuosamente la situación, en tanto aterricen los furiosos padres en suelo estadounidense.
Con originalísimo guión propio escrito por el cinerrealizador, su octavo largometraje es una arrolladora cinta mutante que va de una ágil comedia jacarandosa y juvenil para bascular hacia un gélido drama estepario, gracias primordialmente a una edición solvente y elíptica hecha por el propio Sean Baker, cuyo ritmo vertiginoso dicta la pauta de esos caracteres jóvenes entregados al hedonismo más opulento que se pueda ejercer hoy en día, el cual descansa en una fotografía jubilosa e impecable de Drew Daniels, que desde la misma secuencia de los créditos iniciales define el derrotero visual del filme, con ese majestuoso track lateral en ralentí dentro del table dance, donde vemos a las chicas todas en toples y alineadas haciendo sus lap dances bajo esa densa luz azul que encubre los más diversos rostros de clientes anónimos, fantasmales.
La calidez de la cinta por supuesto está determinada por el vibrante personaje de Anora, convincente en la buenas y en las malas debido al talento natural de Mikey Madison —la misma chica gritona que conocimos en Había una vez en Hollywood (Tarantino, 2019), como parte de la pandilla asesina de la familia Manson—, aquí gritando también a todo pulmón durante la divertida secuencia cuando pelea contra los esbirros de los magnates rusos que intentan someterla. Pero además de su belleza y su tosca manera de mascar chicle, permanece siempre digna ejerciendo su trabajo como cualquiera otra, así la vemos descendiendo con elegancia del tubo mientras hace una rutina de pole dance, bromeando sobre un posible embarazo luego de tantos acostones con Ivan que dificultaría aún más la posible anulación del matrimonio, o totalmente sola en un magnífico plano general ante un ventanal mientras el invierno cae en Nueva York.
En el filme de Baker no hay lugar para historias rosas tipo Mujer bonita (Marshall, 1990), ni mucho menos para todas aquellas Rosas Salvajes, Marimares, Mariáslasdelbarrio, Colorinas y demás runfla de suertudas cenicientas telenoveleras, porque aquí, aun cuando existan momentos jocosos —como ese desternillante montaje paralelo con Taros pariendo chayotes en pleno bautizo, donde él es el padrino mientras con una mano carga al niño y con la otra consulta el celular para enterarse que, efectivamente, la boda del escuincle inmaduro de Ivan es auténtica—, persiste un juego con los sentimientos en la película, en donde desde un principio, tanto su dulce protagonista como el espectador, creen que las historias de cenicientas sí son posibles, pero lo cierto es que el peso de la realidad —como, a diferencia del cine, la televisión y ahora el streaming ha sucedido y seguirá sucediendo en el devenir de la humanidad— terminará por imponerse. De allí la no gratuidad de contraer matrimonio en la ciudad más artificial del mundo como lo es Las Vegas —ya prefigurada en Adiós a Las Vegas (Figgis, 1995)—, para demostrar que allá todo es espejismo. Y de allí también la dolorosísima secuencia final del intento fallido de cópula con el lerdo Igor, que en realidad es un deseo de liberación en el interior de un coche ordinario como símbolo nefasto del despertar del sueño fallido de reina por un día, mientras afuera se escucha la lenta caída de la nieve, indiferente.