Abril, 2024
Como Peter Pan. O mejor, como Campanita: así, pequeña, delgadita, tan ligera que vuelas. Niña por siempre, o mejor: hada para siempre. De pequeñas, las tres éramos iguales y teníamos los mismos modelos a seguir: Blanca Nieves, la Bella Durmiente, Cenicienta. Las tres soñábamos con un príncipe encantador que nos hiciera conocer el amor eterno. Las tres queríamos vestidos largos y hampones, de telas vaporosas. Luego pasaron los años y algunas cosas cambiaron: yo soñaba con ser Campanita, Bety quería ser Mulán y Claudia se reía, diciéndonos inmaduras. Seguíamos siendo amigas porque cuando cumplimos doce ya estaba claro que no podíamos tener los mismos objetivos: era imposible que llegáramos a las mismas metas.
Claudia empezó a ser bellísima desde antes de su primera menstruación, un cuerpo sinuoso que hacía voltear a los hombres de todas las edades, sin importarles que trajera todavía el uniforme de la primaria o que la bruja de su madre la llevara del brazo con una jeta de “si te le acercas a mi niña te mato”. Bety, en cambio, seguía siendo plana a los catorce, las caderas igual de estrechas que los hombros, nada de chichi, nada de nada. Y ni siquiera era mona, porque medía como dos metros y estaba toda sin chiste. Si Claudia era una Rapunzel inaccesible gracias al mal genio de su mamá, Bety era como la torre de Rapunzel, o la Bella Durmiente muy al principio de su sueño de cien años: o sea, simplemente no contaba. A mí me iba peor: seguía siendo pecosa y de pelo rizado, seguía teniendo los ojos claros y la boca muy roja; pero había dejado de ser Ricitos de Oro para convertirme en una especie de duende: chaparrita, tirando a gorda, nomás me faltaban las orejas puntiagudas y el sombrero de copa para ser el leprechaun de Lucky Charms. O pelos en los pies para ser un hobbit. Los chavos se me acercaban a mí para mandarle cartitas a Claudia y ni siquiera me miraban. Bety al menos les daba miedo por grandota, pero yo me estaba convirtiendo en la típica gordita buena onda que tiene que hacerle a la alcahueta de su amiga guapa. Por eso es que le dejamos a Claudia los cuentos de hadas y el rol de princesa y Bety y yo empezamos a derivar para otros lados: a los quince, Claudia tuvo la fiesta más padre de todo el barrio, con un vestido como de la Bella y la Bestia y todos los chavos del rumbo ofreciéndose para ser chambelanes; Bety decidió que no quería fiesta y pidió que mejor le compraran un bocho todo maltratado y ruidoso, en el que se veía vaciadísima y que todavía no podía usar porque hasta los 16 le iban a dar su permiso de conducir; y yo me fui de viaje a Ixtapa Zihuatanejo nada más con mis primas y sus amigos.
Así conocí a Roberto, un amigo de mi prima Jimena que me llevaba casi cinco años, pero que de repente, cuando estaba muy borracho, me miraba casi como los pretendientes de Claudia la miraban a ella. Todo el viaje nos la pasamos en algo parecido a un coqueteo cuando él no estaba sobrio: me rozaba la mano con un dedo, me guiñaba el ojo, me sacaba a bailar y me agarraba de la cintura, pero no había pasado de ahí, a lo mejor porque yo no le gustaba tanto o porque de veras era muy mala para eso de la seducción. La última noche en Ixtapa nos pusimos una peda bárbara en una disco y de ahí nos fuimos al hotel. Yo me iba a meter a dormir al cuarto que compartía con mis primas pero cuando lo abrí me encontré con que las dos camas estaban ocupadas: en una de ellas estaba Jimena con un canadiense que acababa de conocer y en la otra estaba Rocío con su novia, Paty. Cada una estaba en lo suyo y la verdad es que ni me asustó ni me cachondeó, pero no había espacio para dormir ahí y con tanto gemido y jadeo menos iba a poder, así que me quedé sentada en el pasillo hasta que Roberto salió del cuarto que compartía con tres amigos. Me dijo que los amigos ya se habían dormido pero que él iba a buscar chelas a un oxxo. Ah, pues te acompaño, le dije, y le conté que en realidad no tenía donde pasar la noche, por lo menos en lo que mis primas terminaban sus asuntos. Me propuso que él se encargaría de entretenerme mientras y acepté, así que luego de comprar las cervezas nos fuimos a la playa e hicimos el amor. Bueno, no: a lo mejor me violó, no sé muy bien, porque aunque al principio me gustaron los besos, cuando se bajó las bermudas me dio algo de miedo y le dije que mejor no siguiera, pero nada más se rió. Me dijo que era mi regalo de quince años y que me estaba haciendo un favor, que ya vería. Cogimos rápido, urgido y sin mucho chiste porque los dos estábamos muy borrachos y la arena es muy incómoda aunque en las películas parezca que es muy romántico. Otra cosa chistosa es que no me dolió, al menos no como yo creía que me iba a doler después de las descripciones que me había hecho Claudia de su primera vez. Para mí era más la molestia de tener que tensar tanto los músculos, de abrir tanto las piernas, de tener que moverme para que los granitos de arena no se me metieran en las orejas. Pero la verdad es que no duró tanto, tampoco. Cuando Roberto acabó, se salió de mí y me pellizcó la mejilla, me abrazó y nos dormimos. Cuando desperté estaba amaneciendo. Se veía padrísimo el mar con los primeros rayos del sol y sentí ganas de llorar. En eso despertó Roberto y me sonrió. Si estuvieras flaca serías bien bonita, más que tus primas, me dijo. Parecerías princesa de cuento, agregó y se rió. Creo que fue un piropo, pero yo sentí ganas de pegarle o de meterme al mar y ya no salir. Era mi primera vez y ni siquiera conseguí un “me gustas” o al menos “me caes bien, dame tu teléfono”. Para colmo me había restregado en la cara lo que yo ya sabía, que mis sueños de niña estaban en la basura. Lo peor es que Roberto tenía razón, lo supe en ese momento y tomé la decisión: iba a bajar de peso y nunca iba a volver a dejar que un fulano me usara.
Al principio me costó trabajo. Pero pensaba en Roberto diciéndome lo de que flaca sería bonita y eso me daba fuerzas. En la casa, adrede me paraba tarde para no desayunar: le decía a mi mamá que en la escuela comería algo, o me llevaba un plátano dizque para el camino, y luego se lo regalaba al primer indigente que me encontraba en el camino al metro. En la escuela, si Claudia y Bety querían ir a los puestos de antojitos, les decía que mi mamá me estaba llevando con un nutriólogo y que tenía prohibido comer entre comidas. A ninguna le pareció extraño. Al contrario, me felicitaron mucho y me echaban porras, sobre todo Claudia. Saliendo de clases les decía que tenía que irme a comer a casa y me despedía rápido de ellas para irme a caminar a un parque que estaba a medio camino entre mi casa y la escuela, pero fuera de la ruta que las tres acostumbrábamos. En el parque daba vueltas como loca, a paso vivo, nomás para matar el tiempo y quemar calorías a la vez. Luego me iba a la casa y le decía a mi mamá que habíamos estado en la biblioteca o en casa de Claudia y que había comido con ellas. En la tarde, después de hacer lo que tuviera de tarea, me iba al gimnasio que estaba cruzando la avenida y hacía una hora de cardio. Mi mamá me pagaba la inscripción y las mensualidades porque le daba gusto que por fin me estuviera ocupando de mi apariencia. En la noche, después del gimnasio, cenaba con mi mamá: me comía una manzana o un plato de lechuga con limón y sal, unas jícamas o algo así. Si quería darme algo más pesado le decía que luego del ejercicio se me quitaba el hambre y ella no insistía.
Un día mi papá me detuvo cuando iba yo camino al gimnasio. A ver, ven para acá, me ordenó. Obedecí temiendo lo peor: ya había bajado como diez kilos pero me faltaban otros quince para llegar a mi meta. Qué sorpresa me llevé: me dijo que estaba súper orgulloso de mi constancia y que me veía muy bonita. ¿Más que mis primas Jimena y Rocío?, le pregunté. Él se carcajeó. Pues claro que más que esas. La Rocío parece güey y Jimena es bien piruja. Tú eres una princesa, me dijo. Nunca había sonado tan orgulloso de mí.
Un par de días después, Claudia y Bety me jalaron al final de clases y me dijeron que ya le parara, que ya estaba muy por debajo de mi peso ideal. Estoy segura de que fue la envidia cuando se dieron cuenta de que los chavos volteaban a verme más que a ellas. Les dije que estaban locas, que no quería seguir siendo su amiga. Ya no éramos las tres princesas, ahora yo era Cenicienta y ellas las malditas hermanastras, les grité, y me fui corriendo. Fui a casa de Jimena y le pedí que me diera el teléfono de Roberto. Necesitaba verlo, que me dijera que ahora sí le gustaba.
Le hablé y le dije que quería un revolcón sin compromisos. No era cierto, pero pensé que sería más fácil que accediera que si le decía cualquier otra cosa. Aceptó luego luego. Nos encontramos en una estación de metro al día siguiente, abajo del reloj. Cuando me vio se quedó de a seis, con la bocota abierta. Estás guapísima, me muero por verte encuerada, me dijo. Sonreí: yo por fin era una princesa pero él no era un príncipe encantador. Los príncipes no existen.
Dicen que me veo de catorce años y tengo casi veinte. El cabello se me cae a mechones pero uso una peluca que envidiaría Rapunzel. Hace unos meses dejé de tener la regla y no es que esté embarazada: busqué en internet y parece que es perfectamente normal cuando se come tan poco. Ahora sí soy como Campanita, me digo: así, pequeña, delgadita, tan ligera que vuelas. Niña por siempre, o mejor: hada para siempre, me repito en lo que me quedo dormida, esperando que al fin llegue el día en que no vuelva a despertar.