Abril, 2023
No existe prueba alguna de que la historia del prefecto Yan Ho, tal como nos fue legada por la tradición milenaria, perteneciera al cuerpo de minuciosas y entretenidas crónicas contenidas en los Anales de primavera y otoño —libro erróneamente atribuido a Confucio—, ni que su paradójica fábula hubiera sido extraída del canon de los Cinco clásicos como lo afirma el eminente sinólogo alemán Reiner Schleichert en su extenso estudio sobre la filosofía china del periodo final de la dinastía Zhou. Lo más probable es que la fuente de dicha leyenda se hallara en alguna de las páginas perdidas del Libro del maestro Guan o Guanzi, o bien en la cuarta sección, hoy desaparecida, del Libro del señor Shang, dedicado a exponer la estricta doctrina legalista del filósofo Shang Yang de la mano de anécdotas y leyendas de otros pensadores y personajes de comienzos del imperio Qin, cuyo triunfo marcó el final de esa era maldita de confrontaciones y guerra civil conocida como la etapa de los reinos combatientes.
Esta última hipótesis es la más factible, sobre todo porque el estilo jurídico del breve periodo en el que gobernó el prefecto Ho en una ciudad fronteriza del reino de Yan tiene la marca indeleble de la filosofía legalista, caracterizada por la redacción de normas rigurosas y la aplicación de severos castigos, incluso para los delitos más veniales. Se sabe, además, que, en su juventud, Yang Ho fue alumno del connotado pensador Han Feizi, y que viajó al reino de Han para instruirse con el gran maestro poco antes de que éste fuera convocado por Qin Shi Huang (futuro emperador de China) al reino de Qin, lo que dio paso a una anécdota desafortunada que recuerda de lejos a la del desencuentro entre Platón y el tirano de Siracusa.
De Han Feizi, Yan Ho interiorizó algunos dogmas inamovibles que lo acompañaron a lo largo de su vida: la sólida creencia en la maldad natural de los seres humanos, la fidelidad irrestricta a las leyes positivas, el amor a la sobriedad y el desprecio a las florituras y adornos innecesarios en el gobierno de los hombres. De familia noble de origen cortesano, Yan Ho fue nombrado asesor real en la prefectura de Shanggu con apenas veinte años, justo después de completar su formación con el maestro Feizi. Su inquebrantable disciplina, su amor por las verdades simples y directas, su irrebatible fidelidad a la autoridad, su carácter rígido y severo a la hora de aplicar la ley, sus consejos sabios e inflexibles le ganaron pronto la fama de incorruptible, lo cual se tradujo en muchos adeptos a su causa, pero también en numerosos enemigos. A los pocos años de participar en el gobierno de Shanggu, había quienes afirmaban no haberlo visto sonreír ni siquiera una ocasión en la vida. Su seriedad inexpresiva, casi mística, lo hizo acreedor del sobrenombre por el que sería reconocido a partir de entonces: el solemne señor Yan Ho.
A la muerte del prefecto de Shanggu, ya en la época de la Dinastía Qin, a los funcionarios, nobles y aristócratas de la región no se les ocurrió ningún otro nombre para sustituirlo que el del solemne señor Yan Ho. Contaba apenas con veintiocho años, pero su circunspección era tan mítica como la del anciano más ritualista y reservado, y su rostro era poseedor de una expresión tan hierática que era imposible saber a primera vista si se disponía a saludar o a condenar a muerte a su interlocutor. Según narra en una de sus parcas anécdotas —tan acordes a su estilo— el filósofo Shen Buhai, la primera decisión que tomó el intendente Yan Ho fue un ejemplo de lo que sería su implacable régimen a partir de ese instante: a la pregunta de qué hacer con el recién atrapado delincuente apodado el “Tigre de Juyang”, el intendente Ho, quien se encontraba degustando una suculenta sopa de gamba roja, apenas si levantó la cabeza para contestar: “que se le encierre en la jaula del tigre. Así se sabrá que ningún tigre es más poderoso que el tigre del Estado”.
Los primeros años que siguieron al comienzo de la prefectura de Yan Ho sólo pueden ser considerados como de paz absoluta y orden inalterable. Sus reformas al cuerpo de leyes, sus castigos despiadados (muy cercanos a la ley del talión) y la vigilancia extrema y minuciosa de lo que sucedía en la región a su mando hicieron, en pocos meses, de Shanggu una región modelo en todo el reino de Yan. Los robos desaparecieron, la violencia entre vecinos y comerciantes quedó en el pasado, ningún asesinato perturbó la paz social en ese periodo. Había quien no se atrevía siquiera a tocar una pertenencia ajena por miedo a ser considerado como posible ladrón. La filosofía legalista mostró en Shanggu toda la fuerza de sus postulados básicos: el orden social se impone a través del miedo, y el miedo se logra a través de un cuerpo coherente de leyes y una aplicación irrestricta y severa de los castigos. Yan Ho había triunfado.
Para celebrar los tres años de su mandato, los pobladores de Shanggu, agradecidos por el orden y la paz conseguidos en el gobierno del solemne señor Yan Ho, organizaron un festival en su honor en el que, a lo largo de tres días, se representarían obras didácticas, se leería poesía y habría bailes y fuegos artificiales para honrar al salvador de aquella región. El prefecto Yan Ho aprobó la organización del evento y asistió a las celebraciones con la misma seriedad y parsimonia que lo caracterizaba. Ninguna sonrisa recorrió su rostro en el transcurso de los festejos. Presenció las obras didácticas organizadas por escolares y maestros; escuchó con atención las poesías que se habían escrito en su honor; contempló los bailes que varones y mujeres ejecutaron con maestría, vestidos con suntuosos y coloridos atuendos; observó inamovible el majestuoso espectáculo de los fuegos artificiales. Al finalizar el periodo de la celebración, se levantó de su palco real, hizo una reverencia al público que le aplaudía y se retiró sin decir palabra alguna.
Lo que siguió a la fiesta popular en su honor marcó el destino de aquel singular personaje. Aterrorizado por la alegría y desenfado mostrados por el pueblo en el carnaval, el solemne señor Yan Ho tomó una resolución definitiva. “El pueblo no debe amar a su gobernante”, les dijo a sus funcionarios más cercanos en una reunión urgente a la que los convocó al poco tiempo. “El pueblo debe temerlo y someterse a él. La poesía y el arte deben ser extirpados de estas tierras”. Al día siguiente, para sorpresa de los pobladores, se colocó un edicto en la puerta del palacio de la prefectura que no dejaba lugar a dudas: la poesía y el arte acababan de ser prohibidos en la ciudad de Shanggu.
Al comienzo, nadie tomó seriamente el edicto. Los poetas siguieron escribiendo sus poemas en bellos papiros de arroz y los cantores cantando sus versos melódicos en los mercados y sitios concurridos. Incluso se representaron obras ambulantes en las plazas. A pesar de conocer de sobra el implacable carácter de su jefe, los funcionarios de la prefectura prefirieron hacerse de la vista gorda ante tales incumplimientos, en gran medida porque no comprendían el mal que podrían acarrear a la ciudad el arte y la poesía, pero también porque a su jefe se le había olvidado establecer un castigo determinado para quien desobedeciera la norma. ¿Cuál debía ser la sanción por componer o cantar poesía?
Una tarde que paseaba en su carruaje por las calles centrales de Shanggu, Yan Ho observó y oyó directamente, en la plaza del mercado, el canto de un juglar —acompañado por las sutiles notas del guqin— que reproducía los tristes versos de la Orquídea solitaria. Yan Ho mandó al cochero detener de inmediato la marcha del carruaje y ordenó a sus guardas sujetar al cantante, desnudarlo y propinarle veinticinco azotes en esa misma plaza, en presencia de los pobladores allí reunidos, como escarmiento por haber incumplido las órdenes de la prefectura. El edicto habría de acatarse a como diera lugar.
De regreso a sus aposentos, Yan Ho comprendió que para lograr su objetivo tendría que recurrir a medios más drásticos, ya que, de otra manera, aquellas costumbres tan arraigadas en el pueblo no habrían de desaparecer fácilmente. Fue así que, en un acto inédito, el prefecto Yan Ho mandó a encerrar en las cárceles locales a todos los poetas y artistas reconocidos de Shanggu, para enviarlos, posteriormente, a cumplir trabajos forzados en la presa imperial a orillas del río Huang He, como ejemplo de la firmeza y seriedad del edicto. Todos aquéllos que opusieron resistencia, fueron ejecutados al instante.
No satisfecho con esa decisión de crueldad manifiesta, el solemne señor Yan Ho ordenó una inspección minuciosa en las oficinas de los funcionarios y burócratas de la prefectura con la finalidad de encontrar pergaminos y rollos en los que se escondieran poemas u obras literarias prohibidas. A los que se descubrió en flagrante violación del edicto, se les condenó al infame suplicio de la gota. Acto seguido, y para evitar que el pueblo fuera perjudicado por tan perniciosa influencia, mandó ejecutar a los cantores y poetas populares en el sitio exacto donde se les encontrara ejerciendo la execrable profesión. Nadie se sorprendió cuando, para finalizar esa serie de acciones punitivas de brutalidad inaudita, organizó una pira gigantesca en la plaza central de la ciudad, donde ardieron inclementemente papiros, tablillas, hojas de palma, sedas, superficies de hueso, pergaminos y rollos, antiguos y modernos, que contenían el menor signo de poesía.
Al cabo de unos cuantos meses, bajo la estricta supervisión de los guardianes de la prefectura, la provincia de Shanggu había quedado libre de poesía y poetas, lo cual agradó en sumo grado al solemne señor Yan Ho, quien sólo pensaba en el engrandecimiento del Estado. Sin embargo, a pesar de su éxito rotundo, una duda comenzó a corroerlo por dentro. ¿En realidad se había eliminado por completo la poesía de la provincia o sucedía simplemente que ese lenguaje seductor y mendaz se había disimulado bajo otras formas más serias y correctas? La duda le fue inspirada por uno de sus funcionarios más fieles, quien un día leyó un informe sobre la situación fiscal de la ciudad, en el cual estaba redactada la siguiente frase: “De los impuestos recolectados en el barrio Sichuan, un tercio proviene de la familia Xin Pen, flor generosa y alegre de nuestra provincia”. Espantado por la aparición de esa imagen poética a la mitad de un informe oficial, el prefecto Yan Ho decidió formar una comisión especial que definiera con precisión las pautas y normas a las que debería atenerse el lenguaje burocrático, fuera de las cuales cualquier transgresión sería considerada como poesía.
Los trabajos de la comisión reguladora rindieron frutos muy pronto, y en el plazo de medio año no había funcionario en toda la ciudad de Shanggu que no redactara las notas oficiales en un lenguaje claro, simple y sucinto, sin la más remota galantería. No obstante, aunque cada una de sus resoluciones había rendido los frutos deseados, había algo en la mente del prefecto Yan Ho que lo seguía intranquilizando y le robaba sus horas de sueño. En cada reunión de la corte, en cada comida oficial, en cada presentación de un edicto, se desplegaban frente a él una serie de ritos, gestos y movimientos que lo espantaban por su visible amaneramiento, su artificiosidad y complejidad innecesaria, justo lo que le parecía más detestable de la poesía y del arte. Lo mismo ocurría en las inevitables fiestas tradicionales del pueblo, llenas de luces, figuras y representaciones exageradas y llamativas. Para quitarse el mal sabor de boca y erradicar definitivamente el mínimo rastro de extravagancia en su querida ciudad, decidió prohibir todos los gestos y ritos superfluos declarándolos “poesía en acto”.
Al cabo de un año, la ciudad de Shanggu podía considerarse la única región en todo el extenso imperio de Qin que había eliminado por completo la poesía y el arte en todas sus expresiones y manifestaciones. Para constatar que no quedaba el menor rastro de poesía en la ciudad, Yan Ho la recorrió de incógnito hasta quedar plenamente satisfecho y convencido. De regreso a la prefectura, convocó a los funcionarios a una sobria y austera sesión en la que declaró el triunfo absoluto de su acción antipoética. “La presente administración ha logrado imponer la férrea ley del Estado”, sentenció finalmente. Para su mala fortuna, se encontraban en el acto los integrantes de la comisión del lenguaje, los cuales, en una sesión secreta que se celebró dos días después, llegaron a la conclusión de que el solemne señor Yan Ho había introducido una metáfora innecesaria al final de su informe oficial, por lo que debía ser ejecutado al instante.
Tras la ejecución de Yan Ho, el nuevo prefecto, Goyang, declaró que la política de su antecesor había sido excesivamente rigurosa y ridícula, por lo que abrogó al instante las leyes promulgadas durante su administración. En pocos días, la poesía, en todas sus formas, había conquistado de nuevo el corazón de la ciudad de Shanggu y la insensata prohibición quedó simplemente en el olvido.
La única versión existente de la fábula del solemne señor Yan Ho, tal como la conocemos hoy en día, fue escrita por un poeta anónimo de finales de la dinastía Han, el cual, irónicamente, decidió legárnosla en la forma de una bella elegía.
Muy buena fábula. Cómo ya se ha visto en otras publicaciones del autor, una excelente reflexión sobre el lenguaje y la poesía, sobre todo reflexión de la presencia casi estructural de la poesía en el existencia humana y la imposibilidad de deslindarse.
Felicidades a Carlos Herrera.