Marzo, 2023
Calificado en sus inicios como el enfant terrible de las letras japonesas —por su crítica implacable de la sociedad de su país—, Kenzaburo Oé ha muerto en Tokio a los 88 años. Aunque el escritor japonés falleció el viernes 3 de marzo, ha sido hasta el pasado lunes 13 de marzo cuando su editorial nipona, Kodansha, lo ha informado al mundo literario y cultural. Nacido en 1935, Kenzaburo Oé fue el símbolo y el portavoz de su generación y uno de los grandes escritores japoneses de nuestro tiempo. Fue, de hecho, galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1994 por obras poderosas y dramáticas como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura o Una cuestión personal. Oé describía su literatura como “realismo grotesco” y se decía deudor de la cultura hispanohablante y de las letras francesas. Víctor Roura aquí lo recuerda…
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Fallecido a los 88 años de edad, el pasado 3 de marzo de 2023, Kenzaburo Oé fue el segundo japonés (nacido en Osehigashi el 31 de enero de 1935) en haber obtenido el Nobel de Literatura en 1994 luego de que Yasunari Kawabata (1899-1972) lo consiguiera, en esa especialidad, en 1968.
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La primera novela del japonés Kenzaburo Oé: Arrancad las semillas, fusilad a los niños, publicada en 1958, fue incorporada hacia 1999, con el número 422, a la colección “Panorama de Narrativa” de la editorial barcelonesa Anagrama. Traducida del japonés por Miguel Wandenbergh, el libro del Nobel es la historia desgarradora de una infamia en los tiempos de la muerte: “Igual que un prolongado diluvio —cuenta Oé—, la guerra descargaba su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles, había penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de sus sentimientos”.
Era la época “en que los adultos enloquecidos se rebelaban en las calles, se daba la paradoja de que había verdadera obsesión por encerrar a quienes todavía tenían la piel suave, o apenas les despuntaba un poco de vello en la entrepierna, porque habían cometido alguna fechoría sin importancia o, simplemente, se consideraba que mostraban ‘tendencias asociales’. Los bombardeos se intensificaron, y al hacerse evidente que se acercaba el fin, se pidió a los familiares de los internos que pasaran por el reformatorio a recogerlos, pero la mayoría de ellos no quiso saber nada de sus molestos y perversos parientes. Así, pues, los responsables de la institución, obsesionados por cumplir con su deber hasta el final y no dejar escapar a sus presas, planearon la evacuación en masa de los chicos que no habían sido reclamados”.
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El protagonista y narrador en primera persona de esta inconcebible historia de maldad, uno de los adolescentes enjaulados, sintió “una gran alegría” al ver llegar a su padre (“que era quien me había denunciado”) acompañado de su hermano, pero dicho entusiasmo se diluyó con prontitud porque el señor, “al no haber encontrado refugio adecuado para su hijo menor, se le había ocurrido aprovechar la evacuación para incluirlo en ella”.
A los dos hermanos el futuro les deparaba un negro destino.
“Teníamos unas ganas terribles de perder de vista aquellas alambradas de espino, de un insólito color naranja, que nos aprisionaban —dice el mayor de los niños—, pero no tardamos en darnos cuenta de que fuera de ellas seguíamos estando presos. Era como si avanzáramos por un corredor que uniera dos prisiones”.
Los adolescentes son enviados a un remoto pueblo de montaña, cuyo alcalde cree que hay que suprimir a los revoltosos desde la semilla, que es decir la evaporación total, eliminar el mínimo rastro de la persona que fue. Tras tres semanas de camino, los chicos llegan al lugar indicado: “Los campesinos se fueron congregando poco a poco a nuestro alrededor; tenían la cara sucia y la ropa deshilachada, y empuñaban sus armas con decisión. Nos miraban con aprensión, a causa, sin duda, de nuestro aspecto miserable. Estábamos hambrientos, sucios, recelosos y asustados”.
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Oé exhibe con crudeza la insensibilidad oriental. No hay ningún asomo de piedad. Acaso los únicos que muestran un cierto sentimiento de humanidad son precisamente los adolescentes pero, tal como ya lo había dejado asentado el británico William Golding (Nobel 1983) cuatro años antes, en 1954, con su libro El señor de las moscas, también los niños, como los adultos, son crueles cuando se bastan a sí mismos, cuando sólo ellos conforman la sociedad donde viven.
Oé cronica la miseria humana: “¡Si os cogemos robando, provocando incendios o alborotando, os mataremos a palos! —advierte el alcalde a la hora de recibir a los niños—. ¡Recordad que para nosotros sólo sois parásitos! ¡Y, encima, tenemos que daros de comer! ¡Recordad que no sois más que parásitos y que no os necesitamos para nada, desgraciados!”
A los muchachos los ponen a enterrar cadáveres de animales (“un montículo de cuerpos muertos que se pudrían lentamente”), con lo que su evacuación no es sino la extensión de su castigo penal: las autoridades, no conformes con su guerra personal, hacen también la guerra a los niños de su país.
“El asombro nos tenía paralizados —cuenta el protagonista—. El montón de cadáveres desprendía un hedor casi líquido que impregnaba no sólo nuestras narices, sino todos los poros de la piel de nuestras caras”.
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Pero viene la epidemia y los habitantes de la aldea abandonan sus casas, abandonando a su suerte asimismo a los 15 chicos del reformatorio, que no saben qué hacer ante su encierro involuntario (porque los campesinos han puesto vigías con sus escopetas en las fronteras de su pueblo para que no escapara ningún niño), rodeados del olor de la muerte, odiándose a sí mismos. Ante su insalvable soledad no tuvieron otro remedio que entrar a las casas para buscar comida. “Mi hermano y yo —narra el protagonista— seguimos escudriñando casas porque no teníamos nada mejor que hacer. No obstante, aquella tarea, despreciable y que, en el fondo, nos dejaba mal sabor de boca, cada vez nos atraía menos. Las casuchas eran pobres, y lo que encontrábamos en ellas por fuerza había de ser mísero”.
Los muchachos iban de un lado a otro sin saber qué hacer, “con un espíritu de holgazanería y apatía” que hacía sentir mal a todos, de modo que por cualquier cosilla se irritaban al grado de desearse la muerte.
Uno que otro asunto los reanimaba, como las apariciones de un coreano (de un pueblo vecino también abandonado), de un soldado desertor y de una niña (el primer amor del protagonista, un amor tan intangible y violento, tan tierno e inverosímil como sólo puede asomarse en la narrativa iracunda de Oé) que no quiere separarse ni un minuto de su madre muerta.
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Sin embargo, los campesinos regresan casi una semana después (ya en ese lapso habían sucedido varias pequeñas infamias, como la huida misma del hermano menor a causa de la incomprensión y el aturdimiento de la mayoría de los chicos, aterrorizados por el posible brote epidémico en sus cuerpos) y llegan para vengarse, luego de ver sus casas saqueadas, de lo que ellos consideran un ultraje imperdonable.
Su rencor es inaudito.
Y Oé se encarga de describir en el décimo y último capítulo, “con una prosa horriblemente perfecta” —tal como dijera el crítico literario de Publishers Weekly—, la infame tortura a la que son sometidos los niños enjuiciados.
Y hubiésemos preferido no haber llegado nunca al final de esa angustiante lectura…