Septiembre, 2022
El triunfo de Giorgia Meloni en las elecciones italianas ha vuelto a provocar debates sobre el carácter de las extremas derechas contemporáneas. Un siglo después, y por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el partido más votado en Italia hunde sus raíces en el posfascismo y ha recuperado un lema que popularizó “Il Duce”: “Dios, patria y familia”. En apenas una década, Giorgia Meloni, la gran vencedora del los comicios que ha celebrado Italia, ha conseguido llevar a su partido, Hermanos de Italia, desde la marginalidad al centro político e, inexorablemente, al palacio Chigi, sede del Ejecutivo. Su indiscutible victoria, que pasa del 4,4 % de los votos en 2018 al 26,2 % en 2022, supone la definitiva normalización de los partidos neofascistas en el corazón de Europa. Y no es cualquier país: es la tercera economía de la Unión Europea. En los artículos que reproducimos aquí, Alba Sidera apunta: “Sólo desde una posición de privilegio se puede quitar importancia al fascismo que envuelve a Giorgia Meloni y a su partido, minimizarlo, considerarlo no relevante”. Por otra parte, Ignacio Sánchez-Cuenca va un poco más allá: cuesta imaginar cómo conseguirán los partidos devolver cierto orden a la política europea. Con la intermediación en crisis, ¿qué principio político podría estabilizar las democracias?
Meloni y la normalización del fascismo
Alba Sidera
“Estoy haciendo un gran esfuerzo para parecer moderada, pero a veces me enciendo”, se le escapó un día a Giorgia Meloni durante la campaña. Lo dijo sonriendo y se refería al éxito que tuvo un vídeo de un mitin electoral en el que se la ve gritando con mucha pasión. Delante de un público entregado y lleno de militantes fascistas —algunos con camisetas de la SS nazis—, e incluso personajes vinculados al terrorismo nero de los años de plomo, Meloni dijo que quería ganar porque su sueño es este: “Que podáis dejar de disimular, de ir con la cabeza agachada como habéis tenido que ir durante tanto tiempo, fingiendo que no pensáis lo que pensáis o os expulsarían del trabajo!”. Meloni sintetizó, así, uno de los objetivos que ha perseguido toda la vida: normalizar el fascismo, que no diese miedo, que fuese socialmente aceptado. Y le ha salido de maravilla. Tanto, que se está poniendo de moda, entre los que pretenden explicar un triunfo que no vieron venir, asegurar que la cuestión no va de fascismo.
Sólo desde una posición de privilegio se puede quitar importancia al fascismo que envuelve a Meloni y a su partido, minimizarlo, considerarlo no relevante. Sólo quien no ha percibido nunca de cerca el peligro que supone, en la práctica, la normalización de esta ideología criminal, puede subestimarla.
Que la cosa va de fascismo es la propia Meloni quien se encarga —y se encargará— de recordárnoslo. Su primera aparición delante los medios la noche que ganó las elecciones fue hacia las dos y media de la madrugada. Con esa mezcla de euforia y contención de quien por dentro grita pero tiene que aparentar estar lista para presidir un país, Meloni dedicó la victoria a los que la habían precedido, abierto el camino, los que ya no están y habrían merecido vivir este momento en el que se les hace justicia, se les restablece el honor. Se refería a los camerati fascistas. Meloni viene de la militancia fascista castiza, muy marcada por códigos de honor, protocolos y jerarquías. No le importó que todos los focos estuvieran fijándose en ella; era una cuestión de honor —fascista—. Ese momento fue la culminación del proceso de normalización del fascismo que se inició ya hace unos años.
Meloni habla claro para quien quiera escuchar algo más que los videos electorales dirigidos a la prensa extranjera en los que contaba que era moderada. En todos los mítines de campaña repitió que su objetivo era acabar con “la hegemonía cultural y social de la izquierda”. Es decir, mover el sentido común siempre más hacia la derecha, que ser fascista no penalice, que sea una ideología socialmente aceptada. Considerarla solo folklore de cuatro chalados es el primer paso.
Todo lo que Meloni no es
Meloni y su partido no son una cara nueva que aporte aire fresco al panorama italiano, como han dicho algunos medios. ¿Cómo va a ser Meloni una novedad, si es una exministra de Berlusconi que está en política desde los 16 años? Los posfascistas han estado en todos los gobiernos de Berlusconi, gobiernan, desde hace décadas, en regiones del norte e, incluso, gobernaron la capital de Italia no hace mucho. Y, por supuesto, Fratelli d’Italia no es ningún partido antiestablishment. Es antisocial, antiderechos fundamentales. Sus políticas económicas no van contra el establishment, sino que lo favorecen, van contra las clases populares, van a empeorar sus condiciones materiales y sus derechos civiles y sociales. Porque, como buenos reaccionarios, no defienden la libertad, sino que quieren coartarla.
Fratelli d’Italia no es sólo un partido con un pasado fascista, sino con un presente fascista. Está manifiestamente lleno de fascistas, y de los que nunca han tenido que disimular. En Italia, gracias al proceso de blanqueo que inició Berlusconi y que ha tenido por cómplices a los medios de comunicación, no escandaliza demasiado mostrar abiertamente que uno es fascista. No es inusual que dirigentes y militantes de Fratelli d’Italia hagan el saludo nazi-fascista en público o que alaben a Mussolini. También de la Liga de Salvini, claro, e incluso del partido de Berlusconi. El magnate ha llegado a decir en un acto de homenaje a supervivientes del Holocausto, que fueron deportados a campos de exterminio nazis por el regimen fascista, que Mussolini hizo muchas cosas buenas.
Un partido lleno de fascistas
Francesco Acquaroli es el presidente de la región de Las Marcas desde septiembre de 2020. Pocos meses antes, había participado con todos los dirigentes regionales en una cena que el partido organizó en honor a la Marcha sobre Roma, el inicio del fascismo, que en octubre cumple 100 años. La escenografía del acto incluía fasci littori [símbolos fascistas] y la silueta del Duce, se vieron brazos alzados y se corearon lemas mussolinianos. La noticia, que publicó el periodista Paolo Berizzi en La Repubblica, se hizo viral. Todos los votantes de Acquaroli sabían que acababa de homenajear a Mussolini, y, aun así, lo eligieron presidente.
El fascismo no es una realidad abstracta, una coreografía de “nostálgicos”, sino que tiene efectos en la vida cotidiana de la gente. En la región de Las Marcas, gobernada por Fd’I, es prácticamente imposible abortar y han aumentado de forma alarmante las agresiones a migrantes y a personas del colectivo LGTBI.
Toda Italia ha visto las fotos de Gianni Alemanno haciendo el saludo nazi y posando delante de una enorme bandera con la cruz celta. No sólo fue ministro de Berlusconi, sino alcalde de Roma, desde 2008 hasta 2013. Recuerdo el día que ganó las elecciones: la ciudad se llenó de escuadrones de jóvenes fascistas patrullando en formación paramilitar y gritando vivas al Duce y a Alemanno. Llenó el Ayuntamiento de cargos a dedo de fascistas, incluso con pasado violento y vínculos con la mafia y la criminalidad. Es un hombre que nunca se quita del cuello una cadena con una cruz celta, que llegó a mostrar en televisión.
Uno de los asesores más influyentes de Meloni es Galeazzo Bignami, un boloñés de su quinta al que le gusta vestirse de nazi y que, al igual que ella, entró a militar en el fascismo cuando era muy joven. A los 14 años, debutó en el Fronte della Gioventù, los cachorros del Movimento Sociale Italiano (MSI), el partido del cual su padre era un cuadro dirigente. Meloni llama a esas juventudes su “comunidad”. Bignami siguió los pasos políticos del padre. Fue regidor en Bolonia por el partido de Berlusconi, y obtuvo muy buenos resultados en los barrios más rojos de la ciudad, como La Bolognina, donde superó a los candidatos de la izquierda. De allí, saltó a la región.
En 2016, cuando era jefe del grupo parlamentario de Forza Italia de la región de la Emilia-Romaña, salieron a la luz unas fotos en las que posaba sonriente entre dos banderas: una era una esvástica gigante, la otra era la bandera de la República de Saló, el régimen colaboracionista con la Alemania nazi. En otra, posaba con cara de orgullo vestido con una camisa negra, corbata negra, diversos gadgets fascistas y una cinta con la esvástica en el brazo. “Lo hacíamos para divertirnos”, dijo. Y no pasó nada. Ha sido elegido de nuevo en el parlamento italiano. Y lo ha celebrado recordando la dedicatoria que hizo Meloni de la victoria a los camerati que ya no están, hablando de la “llama del amor patrio”, refiriéndose al símbolo del fascismo que Fd’I tiene como logo. Hay infinidad de ejemplos de políticos claramente fascistas en Fd’I. Uno es Caio Giulio Cesare Mussolini, bisnieto del Duce. Su campaña electoral consistió en carteles y camisetas de color negro con el lema escrito “Mussolini is back” y el logo de Fd’I. ¿Cómo no va a ser una cuestión de fascismo?
Última pantalla: la normalización institucional
Tengo la impresión de que Meloni no ha despertado miedo entre las élites políticas y económicas durante la campaña. Incluso antes de empezar, ya repetía lo mucho que le gustaban la OTAN y Estados Unidos —la patrocina el ala más radical del Partido Republicano—, lo mucho que apoyaría a Ucrania y que no tenía intención de variar la línea económica del gobierno Draghi. Con quien Meloni sí tuvo problemas fue con las facciones más extremas del partido, que la calificaron de “vendida” porque los primeros días de campaña se filtró que metería a tecnócratas en su gobierno.
En realidad se daba por descontado, ya que Fd’I es un partido sin cuadros dirigentes suficientemente formados para ocupar cargos de tanta responsabilidad. Aparte de una decena, que son los mismos desde hace décadas, y que ya fueron ministros de Berlusconi, la formación está llena de personajes con poco autocontrol, muchos con pasado ligado a los años de plomo. Como ha hecho desde sus inicios, se espera que Fd’I pacte con la élite económica puestos de poder en el ejecutivo. No es casual que el presidente de Confindustria, la patronal de grandes industriales, asistiera como invitado a la última fiesta del partido.
Después del primer blanqueamiento de Meloni que le ha permitido ganar, ahora asistiremos al segundo blanqueamiento, el que le permitirá gobernar. Steve Bannon ya dijo en 2018, en la fiesta de Fd’I, cuánto le gustaba Meloni por su capacidad de parecer menos peligrosa de lo que es, y mostró su convencimiento de que sería “elegida porque aporta una cara racional” a la internacional reaccionaria. Y así, poco a poco, blanqueando a sus herederos, las sociedades occidentales van perdiendo el miedo a la ideología que, en el siglo pasado, por consenso social, se definió como el mal absoluto. El fascismo está siempre al lado del poder. Por esto habrá que combatirlo desde abajo que es hacia donde, como siempre, va a disparar.
Alba Sidera: periodista especializada en la extrema derecha y el análisis político. Vive en Roma desde el 2008, donde trabaja como corresponsal. Autora del libro Feixisme Persistent.
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Italia, ¿a la vanguardia de Europa?
Ignacio Sánchez-Cuenca
Hay dos formas de interpretar los resultados de las elecciones italianas. La primera, que creo que va a ser la más frecuentada estos días, se centra en la distribución del voto: ascenso de la extrema derecha, debilidad de la izquierda, pérdida de la Liga, baja participación, etcétera. La segunda analiza la victoria de la extrema derecha como parte de una tendencia de más largo plazo que se remonta al final de la Guerra Fría. Al final, como se verá, ambas interpretaciones acaban confluyendo, aunque aquí me voy a ocupar sobre todo de la segunda, de la trayectoria política de Italia en los últimos treinta años.
La tesis que quiero exponer es muy sencilla: Italia constituye el ejemplo más acabado, más extremo y más temprano de un proceso general que se está viviendo en muchos países europeos con grados variables de intensidad. Dicho proceso consiste en la disolución progresiva del papel intermediador que desempeñan los partidos políticos entre la sociedad civil y el Estado. Cuando los partidos no logran organizar la competición política, la democracia se desordena y entra en fase de turbulencias.
En Italia la crisis de los partidos se produjo antes que en ningún otro lugar de Europa. Los escándalos de corrupción que salieron a la luz en 1992 (Tangentopoli) hicieron saltar por los aires al actor central de la política italiana, la Democracia Cristiana (DC), así como a los partidos que orbitaban en torno a la misma. El partido de la oposición permanente, el PCI, no pudo aprovechar la crisis de la DC para convertirse en la alternativa. Había sufrido un desgaste progresivo desde la década de los años setenta (como casi todos los demás partidos comunistas occidentales) y la caída del bloque soviético terminó con cualquier expectativa de recuperación: se refundó como Partido Democrático de la Izquierda, sin ser capaz de consolidar una nueva cultura de izquierdas en la sociedad italiana. La DC y el PCI eran los dos grandes intermediadores políticos de la república italiana. Al fallar ambos, por motivos distintos, el sistema de partidos colapsó y se creó un gran vacío.
Fue entonces cuando surgió un líder antiestablishment que anticipó muchos de los fenómenos que los países avanzados han vivido luego, en los últimos quince años. Silvio Berlusconi fue el primer antipolítico de éxito: un empresario con gran poder mediático que se lanza a la política prometiendo repetir su éxito empresarial desde las instituciones del Estado y que denuncia sin contemplaciones la podredumbre e ineficacia de la clase política tradicional. En las elecciones de 1994 quedó en primera posición, con un 21 % del voto. Desde entonces hasta 2011, la política italiana estuvo dominada por Berlusconi y su partido Forza Italia (si bien no estuvo en el poder todo ese tiempo, gobernó entre 1994 y 1995, entre 2001 y 2006 y entre 2008 y 2011).
En 2011, en medio de una situación crítica (crisis de la deuda, riesgo de intervención de la Troika), maniobras parlamentarias forzaron la dimisión de Berlusconi, dando paso a un primer gobierno tecnocrático encabezado por Mario Monti, un economista ortodoxo favorable a las políticas de austeridad. En 2013, Monti se presentó a las elecciones, ya, por tanto, como un político, y tan sólo obtuvo un 9,1% del voto.
La experiencia tecnocrática fue un breve paréntesis. Con el electorado huérfano de intermediadores creíbles, apareció una nueva formación, más antipolítica aún que Berlusconi, liderada por el cómico italiano Beppe Grillo, el Movimiento 5 Estrellas. Recogía la frustración política de una parte importante de la sociedad italiana mediante un mensaje muy sencillo (encarnado en el vaffanculo dirigido a la clase política) y un programa confuso que resultaba muy difícil encajar en la escala izquierda / derecha y que se pretendía “post-ideológico”. Asombrosamente, venció en las elecciones de 2018.
Tras los bandazos tácticos del 5 Estrellas, se consumó un segundo gobierno tecnocrático, con Mario Draghi al frente. Como el primero, ha tenido una duración limitada. Cae cuando los partidos de la extrema derecha se sienten fuertes y deciden retirarle su apoyo. La última peripecia de esta especie de huida hacia lo desconocido ha sido la primera victoria de la extrema derecha en las elecciones del 25 de septiembre.
A estas alturas, tras casi treinta años de desorden, parece advertirse un patrón dentro del caos. Se repite una secuencia que se puede resumir de forma muy esquemática: crisis de los partidos tradicionales — gobierno antiestablishment (Berlusconi) — gobierno tecnocrático (Monti) — gobierno antiestablishment (Conte) — gobierno tecnocrático (Draghi). El hecho de que el ciclo se recorra dos veces seguidas indica que los italianos no han encontrado aún un principio estabilizador de la competencia política y, por tanto, la política sigue quemando etapas a toda velocidad en dirección desconocida.
La última peripecia del desorden que comenzó en 1994 ha sido la victoria del partido de Giorgia Meloni, Hermanos de Italia, que además de extrema derecha se puede considerar también anti-establishment. Es muy probable que el nuevo gobierno de la extrema derecha no consiga detener la rotación enloquecida de la gran peonza en que se ha convertido la política italiana y que avanza sin rumbo hacia un terreno desconocido.
Si se suman los votos de los partidos que se han construido a partir de la denuncia de la clase política italiana (Forza Italia, la Liga, el Movimiento 5 Estrellas), tenemos un 32% del voto. Si consideramos que Hermanos de Italia participa también de la impugnación de los políticos tradicionales, entonces sube al 58,3 %. Este es el mejor recordatorio de que la política italiana continúa en fase caótica.
En cierto sentido, el sistema político italiano se parece cada vez más al de aquellos países latinoamericanos en los que no se ha conseguido construir un sistema estable de partidos (como Perú o Ecuador) o donde los partidos tradicionales han retrocedido ante nuevas fuerzas políticas (como Chile o Colombia). Si Italia supone una especie de vanguardia política en Europa, no está de más considerar como hipótesis de trabajo que la política europea vaya aproximándose cada vez más al estado fluido de las democracias latinoamericanas. No es sólo Italia. En Francia el sistema de partidos tradicional de la V República ha quedado totalmente triturado. En Irlanda ha ganado las elecciones el Sinn Fein, derrotando a los dos partidos tradicionales. En España, aunque los dos partidos tradicionales sobreviven, no han recuperado la fuerza que tuvieron en sus años de predominio. Y así sucesivamente.
Por supuesto, no hay nada inexorable en este proceso, que se podría detener o incluso revertir. Pero, en estos momentos, cuesta imaginar cómo las fuerzas políticas conseguirán devolver cierto orden a la política europea. Con la intermediación política en crisis, ¿qué principio político podría estabilizar las democracias?