Septiembre, 2022
Nació en Sevilla en 1974, y, desde 1998, ejerce de escritor: novelas, guiones de cómic, un par de obras de teatro, una novela juvenil y un poco de periodismo. En este 2022, Isaac Rosa ha publicado «Lugar seguro», una novela picaresca del siglo XXI sobre un vendedor de búnkeres low-cost que cree haber encontrado el negocio de su vida. Con ella, el escritor español logró el Premio Biblioteca Breve 2022, convocado por Seix Barral. No es para menos: la novela refleja desde la ironía y la controversia el momento de incertidumbre de la sociedad actual. Azahara Palomeque ha conversado con él.
Azahara Palomeque
Isaac Rosa es uno de los narradores más brillantes del panorama literario español, y una de esas plumas incisivas que, le pese a quien le pese, profundiza desde la ficción en cuestiones clave para entender la política contemporánea, tales como la memoria, la desigualdad social o la crisis de la vivienda. En su haber cuenta con premios tan prestigiosos como el Rómulo Gallegos o el Biblioteca Breve, que ganó recientemente por Lugar seguro (Seix Barral, 2022), su más reciente novela, una fábula que aborda la crisis climática a partir de la voz de un vendedor de búnkers. ¿Búnkers? ¿En plena guerra de Ucrania? Una casi tiene la tentación de atribuirle cierto carácter profético. “¡Pero yo no lo sabía cuando la escribí!” —exclama Isaac. Aclarado este punto, conversamos largo y tendido sobre este nuevo producto de su imaginación, la encrucijada medioambiental en que nos encontramos, y los futuros posibles que nos aguardan.
—La novela está escrita en segunda persona, una voz poco utilizada en literatura. Parece que quisieras interpelar al lector con ese “tú” constante. ¿Por qué este registro?
—Es cierto que no es un recurso muy común, pero yo ya he usado la segunda persona otras veces. Me gusta por la capacidad que tiene para interpelar directamente al lector, como tú dices. La utilicé parcialmente en la primera novela que escribí, Lamalamemoria (1999), que luego rehice en ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! (2007), y ahí funcionaba regular, pero luego en La habitación oscura mejoró. Ahí había una segunda persona que hablaba en nombre del grupo y se dirigía directamente al lector. En Lugar seguro, la segunda persona no se dirige al lector, sino al padre, porque quería que la novela tuviera esa forma de monólogo enfurecido, contado desde el resentimiento, que habla al padre en un tono de reproche, de acusación, siguiendo el modelo clásico de la Carta al padre de Kafka.
—Hay un patrón que se repite en los personajes y es el hacer negocio a base de facilitar, para los pobres, servicios parecidos a los que tienen los ricos, pero de peor calidad: búnkers chapuceros o, en el caso del abuelo, sonrisas perfectas a bajo coste. Esto está relacionado con la reflexión que hace Segismundo sobre el “deseo”: siempre queremos más, ir a Nueva York, por ejemplo. ¿Dónde está el equilibrio entre desear más y mejor y la emergencia climática?
—Tanto el negocio del padre como el del protagonista se basan en la versión low cost de productos que en principio eran muy exclusivos, como ha ocurrido con la ropa, con los vuelos baratos, etc. Porque al final en todo ese consumo lo fundamental es el elemento aspiracional: no sólo es que queramos tener una boca sana, sino que queremos tener una boca como los famosos que sonríen con los dientes perfectos y blancos; y no queremos viajar por conocer lugares, sino porque los ricos lo hacen, igual que querríamos un búnker, aunque sea un sucedáneo. Eso sitúa en el centro el deseo, que seguramente es uno de los grandes límites y problemas que vamos a tener si queremos enfrentar la emergencia climática, como dice el protagonista, quien tiene muchos momentos de lucidez.
“El deseo aquí es crucial. ¿Cómo vamos a asumir que el futuro que algunos deseamos pasa por ciertas renuncias a formas de vida insostenibles, a cierto consumo, a ciertos hábitos? Y, ¿cómo hacer para que esa renuncia no sea vista en términos de pérdida? ¿Cómo lo narramos para que se perciba como ganancia? Porque las renuncias también pueden implicar ganancias: trabajar menos, que llevemos vidas menos ansiosas y menos obsesionadas con la productividad y el rendimiento, más disfrutables, más felices, en definitiva. Lo que ocurre es que eso es muy difícil, ya que choca con un sistema cultural bastante sólido, pero, sobre todo, porque… ¿quiénes somos los que vamos a renunciar? ¿Los de siempre? Mientras tanto, ciertos sectores de la población no sólo no se privan de nada, sino que llevan más allá su consumo; por ejemplo, asumimos que no es buena idea que todos viajemos a Nueva York, pero algunos directamente viajan al espacio. Así que, claro, es una de las cuestiones más difíciles de resolver, y hay que abordarla, es urgente”.
—En los agradecimientos dices explícitamente que no querías escribir una ficción distópica. De hecho, la novela articula muy bien “otro modelo” de sociedad, que es la que practican los botijeros, viviendo en ecomunas. ¿Por qué rechazas la ficción distópica?
—Es cierto; escribí Lugar seguro desde una considerable fatiga distópica. Hay un cansancio ante la sobreproducción cultural de distopías; es que parece que no existe la posibilidad de mirar al futuro sin que sea apocalíptico, en la literatura, en el cine… Yo me proponía escribir un futuro que tuviera cierto elemento antidistópico, un futuro en el que no estamos mejor, tampoco peor, pero en el que se abre una posibilidad de transformación social. La novela, sin embargo, tiene un narrador distópico: Segismundo nos está contando su visión del mundo, muy negativa, pero también lo que hacen aquéllos que quieren cambiar las cosas. A mí lo que me interesaba es dejar al lector decidir hasta qué punto creer al narrador y “comprarle el búnker”, lo cual ha hecho que me encuentre con lectores que leen la novela de manera literal, muy distópica, y otros que la leen a la contra y ven una novela “botijera”; entre esos dos extremos se mueve la mayoría de mis lectores. De todas formas, yo quería ver hacia dónde va el futuro, cómo nos enfrentamos a la emergencia climática, que otra vez hemos aparcado, primero con la pandemia y luego con la guerra [de Ucrania]. Y quería pensar en una posibilidad de transformación hecha con lo existente, no con ninguna fantasía política (como una revolución), sino desde lo que se está pensando ya, los proyectos que se están poniendo en marcha, ciertas formas de vida que ya existen. En algunos momentos de la novela puede parecer que se da cierta ingenuidad en los botijeros, pero, si te das cuenta, están hablando de asuntos que ya están encima de la mesa: la soberanía alimentaria y el tema energético.
—Sí que hay un punto distópico en cuanto que el “ascensor social”, con el que está obsesionado el protagonista, no funciona. ¡¿Por qué te cargas el ascensor social?!
—¡No, yo no me lo cargo! Sólo pongo el cártel en la puerta que dice “Averiado” [risas]. Hay que asumir que el ascensor social, que pudo funcionar durante un tiempo, en la posguerra europea y, en España, desde el final del franquismo y la Transición y que, con todas sus limitaciones, permitió que muchos hijos de clase trabajadora pudiéramos ir a la universidad, pues, de pronto, no funciona. Lo que vemos hoy es cada vez más dificultades para esa movilidad social, junto a un aumento de la desigualdad. Y, sin embargo, el ascensor sigue estando ahí como un espejismo, una ilusión que sostiene el discurso de la meritocracia, de la cultura del esfuerzo, pero obviamente ese discurso en el que hemos sido educados varias generaciones no se corresponde con la realidad. Nos han contado que, aunque procedas de un origen humilde, si te esfuerzas acabarás consiguiendo un buen trabajo, mejor sueldo, etc., y lo que vemos es que, sobre todo la gente más joven, incluso estudiando y acumulando títulos, luego acaba en el paro o, si trabajan, lo hacen en precario y los pueden despedir, y además no pueden construir un proyecto de vida. Eso nos señala una avería social, ahí hay algo que se ha roto. Ese ascensor se ha parado y algunos, directamente, se han caído por el hueco.
—El personaje de Yuliana es fundamental. Ella, a través de los cuidados, es capaz de desmontar la supuesta maldad del viejo Segismón y, al final, es quien mejor lo conoce. Al mismo tiempo, es una inmigrante explotada, sexualizada… No parece que el mundo la esté tratando muy bien. ¿Por qué incluir un personaje como ella?
—Es el personaje que tiene que ver con los cuidados y con otra forma de estar en el mundo. Pero hay que recordar que es el punto de vista de Segismundo, quien nos cuenta una versión de Yuliana muy angelical. Más allá de eso, lo que me interesaba de Yuliana no es lo que ve Segismundo, esa mujer entregada, bondadosa…, sino esa Yuliana que se ha unido a un grupo de apoyo mutuo, que se está acercando a otras ideas y está buscando otras formas de organizar socialmente los cuidados.
—En la novela hay una reflexión sobre el rol de las políticas públicas: los botijeros reciben subvenciones; es decir, no se trata sólo de la acción individual, sino de que hay gobiernos que apoyan otros modos de vida más sostenibles mediante, por ejemplo, la “renta básica rural”. ¿Crees que esto puede acabar ocurriendo?
—Dentro del ejercicio de imaginación política que es la novela yo quería situarme en ese momento inicial en el que podemos adoptar otro camino. ¿Cómo sería ese momento, pasar a otro nivel, más allá de lo que ya se está haciendo entre los grupos de activistas, etc.? Ahí pensé en la posibilidad de meter un elemento que está sobre la mesa, la renta básica, pero esta vez la rural, ya que necesitaba algo que pusiera en marcha el cambio. La renta básica universal no era verosímil, pero sí la rural, porque ya existe el debate de la España vaciada, cómo recuperar el campo… Y sería factible tener un gobierno progresista que aprobara esta renta rural, con ayudas europeas, y que esto lo iniciase todo y consiguiese, además, un efecto inesperado: que cada vez más gente decidiera irse al pueblo o al campo atraídos por este dinero y, allí, se replanteasen de repente las cosas y eso diera lugar a las primeras ecomunidades.
—Hay un tema importante y es la nostalgia. Está presente, por ejemplo, en el viejo Segismón, quien acaba volviendo al lugar donde estaba su antigua casa. ¿Qué rol juega la nostalgia, un elemento clave en la política actual?
—Recelo de ese discurso. Yo creo que, ahora mismo, las dos grandes fuerzas que tiran de nosotros son la nostalgia hacia el pasado y la mirada distópica hacia el futuro. Parece que sólo sabemos mirar al futuro con miedo, y mirar al pasado desde esa búsqueda de lo perdido. Yo desconfío de los dos por igual. Obviamente, son dos expresiones legítimas del malestar presente, de esa incapacidad o renuncia a cambiar las cosas hoy. Pero mirar al pasado, además idealizándolo, es un espejismo, porque, si fuera posible recuperarlo, nos conduciría otra vez al presente; y, sobre todo, porque ese pasado, desde el momento en que estamos en una emergencia climática, no sería sostenible. Creo que hay un impulso nostálgico que tiene mucho de repliegue, de reaccionario, de renuncia a transformar el presente. Lo cual no quiere decir que haya que barrer el pasado; se puede aprender mucho de él, de sus luchas, pero no podemos traerlas sin más al presente como si no hubiera cambiado nada.
—Has escrito novelas como El vano ayer, fabulosa, sobre las torturas durante el franquismo, una novela gráfica sobre desahucios, etc. Y ahora esta fábula climática. ¿Te consideras un “escritor comprometido”? ¿Qué tipo de responsabilidad social tiene un escritor en cuanto voz pública? ¿Desvirtúa el compromiso la credibilidad de las historias?
—No deja de ser una etiqueta. Es una forma de limitarte como escritor y de menospreciarte, que suele ir acompañada de juicios muy negativos: “Moralizante”, “didáctico”, que existe un intento de adoctrinar, etc. Es una manera de transmitir que tu novela es menos, pero yo esas etiquetas me las sacudo de encima. Lo de “escritor comprometido” me parece un lugar común, un concepto vacío: ¿comprometido con qué? Por otra parte, en la noción de compromiso ligada a la cultura hay algo que a mí no me gusta, y es esa idea de que uno se compromete porque elige comprometerse, como podría no hacerlo. Yo prefiero la idea de responsabilidad, de que uno cuando escribe (o cuando construye un puente u opera en un quirófano) ha de ser consecuente con sus actos. Por desgracia, en el mundo artístico y literario, la irresponsabilidad está bastante más prestigiada; si uno dice que es irresponsable se interpreta que es alguien que va por libre, un espíritu transgresor. Bueno, pues yo enuncio desde la responsabilidad; creo que lo que uno escribe tiene consecuencias, sobre los demás, sobre la comunidad a la que te diriges, y yo las asumo.
—“¿Qué puede pasar? La pregunta para la que tengo un argumentario de varios folios memorizado y ensayado”, dice Segismundo respecto a la crisis climática. ¿Qué puede pasar, Isaac?
—Para responder a tu pregunta tenemos ya ciertos elementos; no estamos especulando en el vacío. Sobre eso hay muchos estudios, predicciones científicas…, que nos van mostrando posibles futuros dependiendo de lo que hagamos. También hay gente que está imaginando y pensando esos futuros. Hasta cierto punto, todos estamos sumidos en esa inercia distópica que nos dice que vamos a los escenarios más negativos, pero… Me estoy acordando del libro de Peter Frase, Cuatro futuros, donde acaba diciendo que, entre cuatro futuros posibles, lo más probable es una combinación de varios. Al final, ese libro, los informes sobre cambio climático, los ejercicios de imaginación política más libres… en lo que coinciden es en asegurar que ninguno de esos futuros está escrito, sino que dependen de nuestras acciones. Es decir, no hay ningún fatalismo, nada es inevitable. Por supuesto, no quiero que esto se interprete como ingenuidad positiva, coaching, o Mr. Wonderfulismo; está claro que se nos está estrechando el terreno de juego, pero mucho de lo que pase está en nuestras manos, depende de nuestra capacidad de acción.
“¿Sabes? Recuerdo cuando al historiador Josep Fontana, en los peores momentos de la crisis financiera, en mitad de los recortes, cuando estábamos terminando el ciclo de movilizaciones (marchas, huelgas, mareas) y creíamos que sólo podría haber más recortes y desigualdad, le preguntaron: ‘¿Qué va a quedar del estado del bienestar, de los derechos sociales, de la democracia?’. Y él, desde el optimismo de la razón, respondió que de todo eso quedaría lo que no estuviéramos dispuestos a defender. Así que el futuro será en buena medida lo que estemos dispuestos a defender, a resistir, a cambiar… con limitaciones, pero está en nuestras manos. Somos nosotros los que asumimos muchas veces que las cosas irán a peor, y eso tiene que ver con la responsabilidad que comentábamos antes, con la escritura. Si todos los productos culturales presentan distopías, la imaginación a futuros se vuelve distópica; el problema no es ya sólo de los creadores, sino que la sociedad en conjunto renuncia toda posibilidad de cambio. No podemos asumir que no queda tiempo, porque entonces nos acabaremos volviendo aceleracionistas y diciendo “¡que llegue el colapso cuanto antes!”, y luego empezaremos a construir desde cero, pero no, porque mientras tanto se va a quedar mucha gente por el camino. Pero si intentamos cambiar las cosas ya, mientras lo hacemos mejora la vida de la gente”.
[Entrevista publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.]
Pueden leer un fragmento de la novela Lugar seguro, de Isaac Rosa, aquí.