El fragmento impertinente
(Cuento que da título al volumen El fragmento impertinente, recién coeditado por Paraíso Perdido/Typotaller.)
—Ése es el comportamiento de una puta —le había dicho descruzando la pierna, con aires de amenaza.
Pero se quedó atado a su lugar, porque ella abrió los ojos en un estupor desconocido para él. Gardenia ardió durante varios minutos, mientras corría sofocada en el camellón de los tabachines, rociando con su llamarada la roja aureola de mayo de sus ramas. Gritó al cielo, con los brazos en alto.
A pesar del conjuro, algo se había vuelto a quebrar.
Ya no podía negarlo, había perdido la inocencia. Conocía la sensación circulando en sus venas, como experta catadora de su propio vino.
Reparar la fractura original había sido la empresa de su vida. Aunque la creía imposible, sólo una fe absurda o, mejor aún, la aceptación de que no había ninguna otra opción que asumir esa fe, la obligó a continuar. Parecía que había triunfado. Al final del túnel, salió con los trozos del cristal reunidos en una sola alma iridiscente. Aunque las junturas permanecían visibles como en las radiografías de los huesos que han soldado, se había conseguido la rehabilitación de las funciones; en suma, Gardenia había logrado lo que creía imposible.
Conocía bien cómo sobrevivir con los pedazos rotos, separándolos en compartimentos, para que no supieran uno del otro, para que no se extrañaran, para que a cada uno de ellos les brotaran ramas nuevas que dieran origen a flores diferentes, distantes, paralelas, simultáneas.
Sabía limpiar la sangre para que no quedara ninguna huella del delito, podía dejar impecable la escena del crimen, como si nunca hubiera tenido lugar. Era experta en borrarle la memoria a los fragmentos del cristal, menos a uno. Había uno terco, siempre sobraba uno, repelente a todas las maniobras.
A ése había que tratarlo de otro modo. Había que hacerle espacio, no porque ella quisiera, sino porque se veía empujada por la fuerza de su presencia inevitable. El único fragmento resistente a los embates era veleidoso, cobraba vida en los momentos menos indicados, mientras Gardenia, la del fragmento “mamá”, se disponía a repasarle la tarea a la hija, o la del fragmento “estilista” tenía que detallar las uñas decoradas de una secretaria impaciente.
No por la escena que acababa de ocurrir, el fragmento “esposa” dejaba de funcionar. Éste servía para seguir diciendo “buenos días”, “con permiso”, “te dejé el bistec en la parrilla”, o “voy a recoger a los niños”.
El necio fragmento que se mantenía firme seguía escuchando la frase como taladro omnipresente en el paisaje, la pierna descruzándose, el aceite hirviendo en el que se le convirtió la sangre cuando se vio a sí misma en el patio, ¿en qué momento había salido al patio?, lanzando gritos para que la oyera el universo… ese fragmento iría convirtiéndose en un recodo remoto de su alma, cada vez más interno, más escondido en el final de un ciego laberinto. Ella conocía el mecanismo. No era apropiado enfrentar a ese temible fragmento, era mejor soportarlo, dejarlo ser, sentir la rasgadura para que fuera enterrándose poco a poco más adentro, más adentro, hasta ya no saber en qué pozo habría de hibernar por mil eternidades.
Gardenia sabía que todo esto habría de pasar, que el proceso significaba transitar por una etapa de caos y confusión, pero que, finalmente, regresaría al tiempo en que el rebelde sería derrotado y ella podría dirigir la orquesta de todos los demás fragmentos, los cuales, dóciles como nunca, y obedientes al instrumento asignado a cada uno, estarían dispuestos a ejecutar el son que ella habría creado para sobrevivir.
Lo sabía. Pero también sabía que, mientras tanto, era inevitable convivir con el temperamental fragmento antes de que se refundiera en los abismos. El fragmento era astuto y con salvajes ganas de prevalecer. Esto ya lo había olvidado Gardenia. A poco más de veinticuatro horas, habían hecho su aparición varios fragmentos más, no sólo aquellos con los que ya tenía familiaridad sino otros nuevos, y hasta algunos muy antiguos, que habían sido descontinuados, afloraron subrepticiamente. En medio de todo este rompecabezas, el fragmento indestructible estaba haciendo de las suyas para imponerse.
Gardenia todavía mantenía la esperanza de que el golpe no hubiera sido letal. Algo dentro de ella se había puesto a recoger desesperadamente los fragmentos y a pegarlos, incluso con saliva. Algo más, había filmado una película en la que el cristal permanecía intacto, aunque opaco; en otra versión, el cristal presentaba un filamento en “rama verde”, eso que los médicos llaman una fisura capaz de curarse con cuidados y reposo. Sin embargo, a pesar de la esperanza, no podía negar la sensación del crac en su interior, incluso había oído ese crac al tiempo que en su pecho se abría la grieta por donde empezó a colarse el aire, que se convirtió en ventisca y finalmente en vendaval con torbellino que lanzó disparados los fragmentos hacia los cuatro puntos cardinales. Una diagonal en el pecho, de izquierda a derecha. La tenía perfectamente ubicada. Incluso podía tocar la herida, repasarla con los dedos sobre la piel, y sentía el dolor, acompañado de una especie de ahogo que le encharcaba la garganta.
Lo más curioso es que los gritos habían desaparecido y la necesidad del llanto se evaporaba a paso veloz. Eso era mala señal. Significaba que la operación se había echado a andar y que pronto Gardenia estaría dispersa en el firmamento, un sinfín de fragmentos, como el puñado de estrellas que circula cada una con su propio sistema planetario desde que a Dios se le ocurrió la Gran Explosión.
No. Gardenia no estaba dispuesta a dejarse avasallar por un fragmento impertinente. ¿No era posible mandar al baúl de la amnesia una simple frase del marido?, ¿por qué no aceptar que fue un exabrupto, soltado en un momento de enojo, sin más trascendencia que un desahogo de testosterona al que la mayoría de los hombres recurren por cultura? Que le llamara por teléfono el nuevo vecino del local, un optometrista de quien ella comentó que era “un muchacho encantador”, para ponerse de acuerdo con él sobre el color de la pared que comparte su salón de belleza con la óptica que pronto se inauguraría… que ese inocente, realmente inocuo acontecimiento, hubiera puesto de cabeza a su marido para reclamarle un comportamiento de puta, por primera vez, en quince años de matrimonio, era algo que ofendía a cualquiera. Pero no a Gardenia. A Gardenia esa frase, la mirada negra, la espesa raya negra en que se convirtieron los ojos de su marido, el tono de la voz como serpiente humeante, la pierna descruzándose en el aire preparando el siguiente, amenazante movimiento, no la ofendió. Fue algo más primario, elemental, algo constitutivo a la naturaleza de Gardenia. Algo mucho antes de la moral, de la dignidad, de la identidad. Fue algo relativo a lo molecular, que pasó de la corriente de los electrones a los muones y los neutrinos. Al fondo de lo subatómico que hace que Gardenia sea ella, en las fuerzas de los gluones, en el magnetismo de los fotones, en el imán de los gravitones, en la vibración de las once dimensiones de las cuerdas que conforman la composición del universo, ahí, en ese centro imposible de nombrar, de percibir, de definir, llegó la frase, rompiendo la sutil estructura que Gardenia había tejido para sí con tanto esmero.
Gardenia volvía a ser la reina de la orquesta. Pero el fragmento impertinente, aunque, moribundo, seguía emitiendo su veneno. Se le metía en los sueños y ella despertaba a medianoche jadeando, no sabía si de placer o de pavor, porque el hermano le tentaba los pechos en la regadera y el tío Germán la montaba poniéndola boca abajo mientras hundía la boca en sus cabellos. Cada vez que alguno de ellos tocaba alguna parte de su cuerpo, Gardenia se separaba más y más de sí misma. A los doce años ya había domado a todos los fragmentos. Sabía cómo ser el fragmento “estudiante”, el fragmento “amiga”, el fragmento “hermana”, el fragmento “hija”, y, claro, el fragmento “fragmento”, ese que puede ser moldeado a gusto del forjador.
Cuando cumplió los diecisiete, el tío Germán confesó, a diestra y siniestra, incluida la esposa y las tres hijas, su embravecido amor por la sobrina, a la que veía distanciarse cada vez con más hostilidad. La madre de Gardenia intervino para que la armonía familiar se conservara intacta y añadió un fragmento más, el fragmento principal, al que los anteriores habrían de rendirse. No significaba esto la inauguración de una unidad en el alma de Gardenia, no, se trataba, en cambio, de establecer una jerarquía en la organización de los fragmentos. El nuevo fragmento, conocido como fragmento “puta”, teñiría desde entonces el color de Gardenia. Todos se sumaron a él. Mientras Gardenia fuera señalada con ese fragmento, el mal quedaría aislado y los demás miembros de la familia recobrarían la normalidad.
El tío Germán le puso un departamento e iba a visitarla cada dos días; además, le ofreció pagarle los estudios de estilista profesional y dejarla en libertad los fines de semana. Gardenia como quien huye del precipicio directo a la boca del lobo, porque no existe otro camino, aceptó el trato. Fue en esta época en la que Gardenia perfeccionó hasta la minucia sus capacidades fragmentarias.
Hasta que un día se topó con un hombre en cuyos ojos vio reflejada, por vez primera, una imagen entera de ella misma. No supo qué pasó o cómo ocurrió el milagro. Simplemente se dejó llevar por esa Gardenia que cada día se dibujaba con más nitidez en la mirada del hombre. Durante años fue empapándose de ella, bebiéndosela como mágico brebaje, descubriendo su corporeidad.
Bastaron unos segundos… ¿cuánto dura una frase?, ¿siete palabras?, ¿una raya negra en los ojos, una pierna que se descruza? ¿Por qué tuvo que ocurrir este acontecimiento? ¿Por qué no se puede revertir? ¡Si fuera posible no haber dicho jamás esa frase! O ir más atrás, antes, que Gardenia no hubiera hecho el comentario sobre el muchacho encantador… ¿qué tal si sólo hubiera dicho “muchacho agradable” o simplemente “el tipo de al lado”? No atinaba a cuadrar un mundo en el cual el mismo hombre que había procurado el milagro, la pusiera ahora en semejante trance.
¿Existe, en el universo de los fragmentos, uno al cual pueda asirse ella y que convierta ese acontecimiento en una pelea pasajera? ¿O, bien, existe alguno que la exima de regresar a la disipación de ella misma? Gardenia se quedó pensando, largamente. Acaso, el único fragmento que tendría algún tipo de utilidad en este instante era, precisamente, el fragmento impertinente. No sabía hacia dónde la llevaría, pero deseó, en lo profundo de su ser, es decir en lo que quedaba unido todavía de su ser, que ese fragmento no se dejara domar, que no se ciñera a sus mandatos, que no perdiera la eficacia del dolor. Gardenia deseaba conservar, al menos, el recuerdo del horror.