Varios gigantes tecnológicos están en la carrera por conseguir la decodificación de la actividad cerebral para pasarla a texto escrito. Esto supone no sólo un avance muy importante para optimizar la calidad de vida de personas con diversas enfermedades motoras, sino también potenciales riesgos para nuestra privacidad.
José Manuel Muñoz
Apreciado lector, si has accedido a este artículo atraído por su titular, siento decirte que has sido víctima del clickbait —técnica para conseguir visitas a una web— que inunda últimamente la comunicación de la neurociencia. Probablemente hayas leído titulares similares a este durante los últimos años, pero me complace darte una buena noticia: el día en que Facebook (o cualquier otro gigante tecnológico) consiga leer nuestras mentes aún no ha llegado… y puede que nunca lo haga.
Esta creencia cada vez más extendida viene probablemente de la ‘neuroexageración’ (neurohype en inglés) sobre los estudios financiados recientemente por esta compañía al equipo liderado por Edward Chang en la Universidad de California en San Francisco (Estados Unidos). Este grupo ha desarrollado un sistema de interfaz cerebro-ordenador (brain-computer interface o BCI) para decodificar la actividad cerebral relacionada con la producción del lenguaje hablado y plasmarla en texto escrito.
La actividad neural se recoge mediante la técnica de electrocorticografía (ECoG, una placa de electrodos situada en la superficie de la corteza cerebral). A continuación, se procesa la información —gracias a un método de aprendizaje automático empleado habitualmente para la traducción entre idiomas— y finalmente se genera el texto.
La gran novedad de esta BCI reside en que considera la actividad cerebral como un idioma más y, en lugar de centrarse en la decodificación de fonos (sonidos individuales de las letras), traduce oraciones completas procesadas como una sola unidad lingüística.
Los resultados obtenidos por Chang y sus colaboradores son sorprendentes: han logrado traducir decenas de oraciones (como “Tina Turner es una cantante de pop” o “esos ladrones robaron treinta joyas”, entre otras) con unas tasas de error inferiores, incluso, a las de los transcriptores profesionales.
Desde luego, se trata de un avance muy importante a la hora de mejorar la calidad de vida de personas que sufren ELA, síndrome de enclaustramiento u otras enfermedades motoras, y ya ha sido aplicado con éxito por el propio Chang en un estudio publicado en el New England Journal of Medicine.
Sin embargo, Facebook ha anunciado recientemente que no seguirá financiando el desarrollo de esta BCI y que centrará sus esfuerzos en un dispositivo de electromiografía que se colocaría en la muñeca (no en la cabeza) y cuyo éxito a corto plazo parece más probable.
Una aspiración a muy largo plazo
El objetivo principal de la compañía era encontrar una interfaz que permitiera escribir a una velocidad de cien palabras por minuto, que fuera silenciosa (es decir, que funcionara empleando solo el pensamiento), y que resultara no invasiva para que pudiera ser adquirida por todo tipo de usuarios. Pero alcanzar esta meta resulta ser, en el mejor de los casos, una aspiración a largo plazo.
Existen limitaciones tecnológicas, como que requiere un largo periodo de entrenamiento previo a su uso o que es imprescindible la recogida de grandes cantidades de datos de miles de usuarios para que los algoritmos de aprendizaje automático empleados resulten eficaces.
Además, se trata de una interfaz del todo invasiva, pues implica una cirugía intracraneal para situar los electrodos sobre la corteza cerebral. Y encontrar un sistema transcraneal (es decir, externo a la cabeza) que no entrañe una pérdida significativa de señal constituye sin duda el mayor de estos tres retos.
¿Qué supone exactamente ‘leer la mente’?
Resulta fundamental aclarar que tanto la interfaz silenciosa de Facebook como otras similares que se desarrollan en la actualidad (como la AlterEgo del MIT) basan su funcionamiento en la decodificación de señales motoras enviadas a los órganos articulatorios del lenguaje, situados en la boca.
En otras palabras, requieren que el usuario manifieste explícitamente las palabras, aunque lo haga mentalmente (es decir, debe pronunciarlas para sí mismo), y no son capaces de decodificar el proceso previo a la producción de las palabras.
Considerar que estas BCIs pueden leer deliberaciones o procesos de pensamiento que anteceden a la expresión de ideas constituye un error de interpretación acerca de su verdadero alcance: no existen interfaces en la actualidad que descifren el pensamiento de esta manera, ni parece que vaya a haberlas en el futuro más próximo.
Ahora bien, ‘leer la mente’ no implica solamente leer pensamientos explícitamente articulados. De hecho, las técnicas neurocientíficas actuales permiten, con cada vez con mayor alcance y precisión, decodificar de manera individual diversos componentes y estados mentales íntimamente relacionados con la formación del pensamiento, como emociones o imágenes.
El lado oscuro de la decodificación
Jack Gallant, uno de los líderes mundiales de la decodificación neural, opina incluso que dentro de no mucho tiempo (de dos a cinco décadas) existirán BCIs no invasivas capaces de decodificar pensamientos que no estén siendo pensados por medio de palabras explícitamente articuladas. Aunque no sabemos si está siendo excesivamente optimista, hay que tomar en serio los potenciales riesgos que las técnicas de decodificación pueden suponer para nuestra privacidad.
Por ejemplo, y dado que la aplicación de esta tecnología requiere un periodo de entrenamiento previo basado en la repetición, parece que los pensamientos recurrentes, adicciones y compulsiones podrían resultar especialmente accesibles a la decodificación. Esto no tiene por qué ser precisamente negativo si pensamos en términos diagnósticos y terapéuticos, pero sí generar debate acerca la revisión de los procedimientos de consentimiento informado por parte de los pacientes.
Por otro lado, es muy importante tener en cuenta que la decodificación más precisa y efectiva se lleva a cabo actualmente mediante técnicas de neuroimagen (especialmente la resonancia magnética funcional o fMRI) que requieren el uso de instrumental muy voluminoso y en condiciones controladas dentro de un laboratorio u hospital, por lo que decodificar pensamientos sin que el usuario lo sepa resulta aún imposible.
No obstante, se está empezando a desarrollar ciertas tecnologías no invasivas que resultan portables y que muestran un gran potencial para la decodificación neural, como la espectroscopía funcional del infrarrojo cercano (fNIRS) o el ultrasonido funcional (fUS).
En cualquier caso, más preocupante que el desarrollo futuro de todos estos sistemas resulta el hecho de que hayan proliferado numerosos dispositivos neurotecnológicos que son fácilmente accesibles para cualquier consumidor a través de conocidas tiendas en línea.
Dichos dispositivos, que suelen consistir en cascos o diademas con electrodos, permiten decodificar información sobre parámetros como los niveles de concentración y estrés, o incluso procesar contraseñas mentales. Si bien es cierto que estas BCIs aún resultan caras y bastante poco precisas, es posible que, como suele ocurrir cuando una tecnología se va desarrollando y consolidando, disminuya su precio y mejore su eficacia.
El derecho de nuestros neurodatos
A medida que el uso de dispositivos neurotecnológicos accesibles para los consumidores se extienda, aumentarán los problemas derivados en relación con la salud (pues se adquieren y utilizan sin supervisión técnica o médica), así como con la privacidad.
Como bien ha explicado recientemente un grupo de expertos de la International Neuroethics Society, existen ciertas características de los datos cerebrales (también llamados neurodatos) que invitan a buscar regulaciones específicas: se integran los datos de numerosos usuarios y resulta complicado identificar los de cada uno de ellos; y estos no pueden controlar el acceso a dichos datos para decidir con qué fin pueden ser utilizados.
Estas dos características podrían dificultar claramente que el usuario ejerza sus derechos de acceso, rectificación y supresión (olvido digital). Hace ya demasiados años que entregamos (o regalamos, más bien) enormes cantidades de datos a través de nuestros teléfonos móviles, nuestros patrones de comportamiento en redes sociales y nuestras búsquedas en internet.
En este sentido, querido lector, tengo una mala noticia: el día en que Facebook conseguirá leer la mente… en realidad hace tiempo que llegó. Es mucho lo que éste y otros gigantes tecnológicos saben ya sobre cómo pensamos y vivimos, información que aprovechan para sus propósitos comerciales y estratégicos. Revertir la tendencia, a pesar de la concienciación social creciente, parece desgraciadamente muy complicado.
Sería fundamental que estuviéramos adecuadamente informados acerca de los riesgos, límites e implicaciones de la recogida y uso de este tipo de datos mediante dispositivos cuyo uso quizá no tarde tanto tiempo como creemos en proliferar. Países como Chile o Brasil están dando, incluso, pasos normativos a este respecto.
En definitiva, no resulta razonable extender interpretaciones apocalípticas y sensacionalistas de las posibles repercusiones negativas de la decodificación cerebral, pero sí sería del todo conveniente no tomarse esta cuestión a la ligera.
José Manuel Muñoz es investigador en el Grupo Mente-Cerebro del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) en la Universidad de Navarra. También trabaja en el Centro Internacional de Neurociencia y Ética (CINET) creado por la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno.
Fuente: agencia SINC.