Relatario: Edición Especial

Un pedazo de arenque


Un día a mi puerta llegó aquel Raico. Yugoslavo de nacimiento, músico y disidente por naturaleza. Tocaba piano y todos sus derivados, así como la guzla y el kabal, traídos consigo desde su desmoronada tierra. Alguien le había dicho que aquí, en mi casa, se cocinaba no sólo sopa de col, también rollos de col, chucrut, col morada con manzana, compota de lo mismo y col en salsa verde. Esta última es mi especialidad, pero esto en realidad no tiene importancia mayor ya que, para mí, hacer estos guisos con repollo es la manera más adecuada, fácil y barata para atraer a esos hombres que llegan de los rumbos transatlánticos o pacíficos.

La enresortada cabellera entrecana de Raico llegaba hasta la espalda. Mientras comía, me gustaba soltarle la coleta y emitir un sonido diferente al jalarle con suavidad cada bucle dureriano que le colgaba. Este ritual lo entusiasmaba. En cuanto terminaba el platillo, no reparaba en tirarme al suelo y, con dulce brutalidad, abrir mi telón y agasajarse con el postre. A él sí que lo echo de menos por esto último.

Venía continuamente; yo diría que fueron casi las trescientas. No creo que valga la pena hablar de todas. Considero que el orgasmo borra o disuelve todo preludio que lo antecede. Esto puede considerarse grave y, sí, es esta cuestión de la gravedad lo que nos permite reincidir: volver a caer sobre el suelo o sobre una cama.

El yugoslavo daba clases de música tarde y noche. Esto nos permitía durante la semana, además de los asuntos emotivos, salir de vez en cuando por las mañanas a conocer la ciudad. Entre los muchos lugares subimos al monumento mayor y al edificio más moderno. Un día muy temprano logré que nos dieran un permiso especial para ascender al campanario de la catedral; el de campanas con sonidos diferentes… hicimos el amor columpiándonos con cada tañido.

Heredé esta enorme casa hace casi tres años. “Es como las casas de mi tierra”, afirmaba Raico en cada visita, “por eso me gusta venir contigo”, y sonreía, siempre sonreía. La fachada es una ruina.

Un sábado en la madrugada, Raico tocó la puerta. Entró ataviado con pesada ropa de invierno. Quería ir a un lugar donde hubiera nieve; quería tocar ahí su kabal. Calcé unas botas viejas para subir montañas, me cubrí bien con el abrigo. Tomamos el tren antiguo que llega a la falda del volcán. Fue hasta el segundo refugio donde encontramos que había nevado cinco centímetros. El sol se acomodaba en la tarde y nosotros sobre algunas rocas apiñadas. Raico desenvolvió de una manta el instrumento y con delicadeza empezó a soplar. Aquellas notas, las que salían del kabal, se alejaban de mis oídos huyendo aciagas con el aire en busca de otro destino. Dejó de tocar. Con ansiedad nos acariciamos por entre la ropa.

―Le traje arenque y aceitunas negras esta mañana ―dijo Raico con una sonrisa que calentó el frío otoño que anticipaba la llegada de un invierno desconocido hasta hoy aquí.

Contenta corté mucha cebolla, drené del yogur las últimas gotas de suero, preparé el café con achicoria y dispuse una mesa sencilla: en el centro un diente de león colocado en una botella de cerveza.

Después del almuerzo nuestros alientos se encontraron. Ese día helado quedó grabado en mi conciencia, en el olfato. Al reposar nuestro amor bajo la mesa, Raico tarareó las mismas notas que escuché en el campanario, aquellas del volcán. Antes de irse, de cerrar la puerta, me dijo barriendo con los ojos el suelo de un lado a otro:

—Tu casa se parece a lo que queda de la mía en Yugoslavia. Cada que me alejo de usted y de aquí, me duele pensar lo que creo perdido. Por eso me regreso a mi tierra, por mi mujer y mi hija.

Encendí el calefactor y recogí la mesa. Un pedazo de arenque nadaba en el frasco.

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