El retrato de mi madre
(tomado del libro Los breves días, editado por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2020)
Cuando mi madre era joven se mandó hacer un retrato. Quedó tan complacida con aquel trabajo que durante mucho tiempo se negó a salir en otras fotografías. Decía que nunca posaría para nadie, pues aquellos fotógrafos eran realmente profesionales. Mientras que los camaristas de hoy sólo hacían clic y ninguno pensaba en el alma de la gente, misma que debería emerger en el retrato de cada persona. Concluí que lo había intentado en alguna ocasión, pero seguramente rompió las fotos porque ningún resultado la convenció del todo. Sin embargo, esta situación ha cambiado recientemente, porque ahora tiene dos retratos con el rostro oficial; es decir, con su cara angelical.
El retrato original es pequeño y sus facciones navegan hermosas en un lago color sepia. Lo observo y, no es que sea mi madre, pero confieso que se ve guapa y con una personalidad maravillosa. Probablemente se deba al color amarillento de la imagen. En este retrato mi madre tiene un peinado semejante a una torre de merengue. Su cara es redonda y lo suficientemente carnosa como para justificar la decisión de papá. Indudablemente tiene la forma de mirar de otros tiempos, de otros problemas, pero también relucen en sus ojos otras esperanzas.
Hace poco tiempo tuvo la oportunidad de amplificar ese mismo retrato y de volverlo a sus colores originales. Le hicieron un trabajo más que aceptable. Cuando se lo entregaron pasó a ser el cuadro titular de la sala. El original sigue en el álbum fotográfico con el mismo color sepia. En cuanto al segundo sólo diré que no hay persona que venga a visitarla a la que mi madre no le presuma ese objeto que debiera ser tan íntimo.
Acomoda el alma en su mirada y, acariciándose el pecho apenas con la tibieza de sus dedos, le explica:
—Así estaba yo cuando tenía dieciocho años.
Y la gente le contesta sorprendida, pero al mismo tiempo con una cordialidad infinita:
—¡Pero si casi no ha cambiado nada!
Mi madre nunca los escucha. Ni siquiera percibe si hay ironía o sólo palabras gratas de las personas que han sido convocadas en la sala. Está perdida contemplando su imagen, aunque un poco arrepentida de no haber aprovechado mucho antes estas nuevas tecnologías. Ahora ya sabe que obran milagros los técnicos sobre el papel fotográfico, pues su rostro se llena de lozanía y, al mismo tiempo, amenaza con volverse inmortal. Ahora no hay nada tan mágico para ella como el retrato que domina una pared de la sala. Quienes convivimos con ella tenemos la certeza de que no hay otro centro para el universo que esa pared donde ha colgado su retrato.
Estimados amigos de Sdemergencia, gracias por la inclusión de mi cuento y por la mención de mi libro Los Breves Días. Lo he leído como si fuera ajeno y me gustó. Ojalá guste también a otros lectores. Atte. Eduardo Villegas Guevara