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Aniceto Molina: diez años sin el Tigre Sabanero

Su grito de guerra: ¡Puro movimiento de cadera!, sigue escuchándose en las pista de baile

Octubre, 2025

Nació en Colombia en 1939 y se fue de este mundo hace una década, en 2015, en Estados Unidos, donde residía desde mediados de los ochenta. Naturalizado mexicano, Aniceto Molina se convirtió en uno de los más insignes impulsadores de la cumbia y del vallenato colombiano. Con su característico sombrero vueltiao y su inseparable acordeón, puso a bailar a casi todo el continente americano, pues su popularidad se extendía de Norte a Sur. Su grito de guerra: “¡Puro movimiento de cadera!, negra”, sigue escuchándose en las pista de baile. Hoy lo recordamos.

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En cuestión de minutos, la noticia se esparció por las redes sociales: pasadas las 5 de la tarde, del lunes 30 de marzo de hace una década, fallecía en un hospital de San Antonio (Texas), a los 75 años de edad, el acordeonista, compositor y cantante colombiano Aniceto Molina. Un músico excelso. Un hechicero del acordeón…

Sí, eso: como el flautista de Hamelín, él, Aniceto Molina, era un músico único que hechizaba a todo aquel que escuchaba el sonido de su acordeón.

Y cómo no caer rendido, si de su acordeón salía la mismísima América Latina: con su festividad, con su colorido, con su alegría, con su jolgorio, incluso con su cachondería.

Figura señera del vallenato, Aniceto Molina junto a otros nombres insignes —como lo es Alfredo Gutiérrez, o Lisandro Meza, o Andrés Landeros— renovaron (reinventaron) (redefinieron) el vallenato y otras variantes de la música tropical colombiana, como la propia cumbia, la guaracha, el porro, el joropo o la gaita.

No sólo eso.

Como si fuera un predicador—él mismo así lo cantaba en una de sus rolas más famosas—, Aniceto Molina fue uno de los principales músicos en exportar todo aquello, en llevarlo a otras latitudes, en internacionalizar el género. No eran gratuitos los motes que solían asociarse a su nombre: “El embajador de la cumbia en América”, era uno de ellos. O el que más le gustaba y que definía su carácter: “El Tigre Sabanero”. (Él mismo contaba que este último lo recibió durante su estancia en México, por ese carácter imponente que tenía a la hora de encarar compromisos profesionales. Lo confesó en una ocasión: “Cuando me enteré, en lugar de molestarme, a mí me gustó y entonces no sólo le agregué el gentilicio ‘sabanero’, por la región donde nací, sino que compuse un tema que fue tremendo éxito”).

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Naturalizado mexicano, Aniceto Molina nació el 17 de abril de 1939 en el poblado El Campano, Pueblo Nuevo, departamento de Córdoba (Colombia).

Si uno le presta atención a sus canciones —compuestas por él o interpretadas por él—, verá que ahí está contada parte de su historia, o cómo se veía a sí mismo, o cronicaba el día a día del trabajador, o simplemente narraba con humor o doble sentido alguna anécdota o hecho cotidiano.

Por ejemplo, en “El campanero”Aniceto canta:

Yo soy el campanero,
Soy de la costa norte de Colombia.
Y en todo el mundo entero,
ando tocando mi cumbia sabrosa.

Y la gente baila con mi esmero,
Cuando oyen el trinar de mis notas.
Y en el baile todo se alborota,
Con mi ritmo alegre y cumbiambero.

Si les toco un paseo vallenato,
Me piden un paseo sabanero.
Con cariño y amor los complazco,
Para que queden todos contentos.

Y siempre voy pa’lante como un misionero (tocando la cumbia)
Tocando vallenato y paseo sabanero (por el mundo entero)…

Aniceto Molina en la portada del disco El cóndor legendario.

Otro ejemplo. En “El cóndor legendario”, Aniceto recita a ritmo de contagiosa cumbia:

Soy folclore, soy alegría,
Sin tristeza y desengaño.
Soy folclore, soy alegría,
Sin tristeza y desengaño.

Aunque me están cayendo los años,
Yo sigo pa’lante todavía.
Aunque me están cayendo los años,
Yo sigo pa’lante todavía.

Oye soledad, amiga del silencio:
¿por qué no vienes y calmas mis penas,
que mi alma está llena de horribles tormentos?

¡Yeah!

Más alegre y jocosa y divertida es “El machito”. Y dice…

Tú te las tiras de muy machito
(Y de machito no tienes nada)
Tú te las tiras de muy gallito
(Y de gallito no tienes nada)
Tú te las tiras de peleonero
(Y de peleonero no tienes nada)
Tú te las tiras de mujeriego
(Y de mujeriego no tienes nada)
Tú te las tiras de macho man
(Y de macho man no tienes nada)
Tú te las tiras de muy hombrecito
(Y de hombrecito no tienes nada)

Eres un habladorcito,
Y donde quiera que llegas,
Vas diciendo que eres un machito.
(El machito, el machito, el machito)

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Siguiendo a su hermano Anastasio, quien amaba la fiesta y la música, en especial el vallenato, Aniceto Molina se interesó por el acordeón a sus tiernos 12 años. Justamente con él, con su hermano, aprendió primero (a base de pura práctica) el uso del acordeón. Luego, con él formó su primera agrupación. No pasaba de los 16 años.

Hoy se entiende su amor y pasión por ese mundo: la sabana de la costa atlántica colombiana no sólo es fértil en cultivos, también en folclor musical. Es una tierra envuelta en el sonido de la cumbia y el vallenato. Allí es usual que los acordeones irrumpan las jornadas monótonas del campo para amenizar las parrandas (llenas de ron, por supuesto, a la luz de la luna).

Aquel mundo, sin embargo, ya le quedaba chico a Aniceto Molina; decidió entonces que ya era hora de dar el salto. Y así lo hizo: salió de la finca natal buscando cumplir un sueño. En los primeros años, decidió quedarse en Barranquilla y allí comenzó a construir y forjar su carrera de cumbiero. Era la década de los sesenta.

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Pero la vida no siempre fue fácil. De hecho, Aniceto solía contar que vivió épocas duras durante los primeros años en su búsqueda por hacerse un espacio en el mundo musical. Hubo noches en las que no ganaba ni un centavo y buscaba refugio donde se pudiera.

Las cosas, empero, pronto comenzaron a cambiar para bien. Le ayudó que nunca dejó su aprendizaje. Eso mismo le llevó a estar durante un lapso en la agrupación del mítico Aníbal Velásquez, de quien aprendió varios secretos del acordeón. También tocó al lado del maestro Alfredo Gutiérrez, cuando ingresó a Los Caporales del Magdalena, pioneros, innovadores y embajadores del vallenato.

De igual forma, le ayudaron sus años en Valledupar, donde se empapó de los aires vallenatos (diferentes a los de la sabana), de la mano de leyendas como Emiliano Zuleta Baquero, Rafael Escalona o Nicolás ‘Colacho’ Mendoza.

Y entonces llegó el primero éxito. Todo ocurrió por una canción titulada “Así soy yo”, que fue su trampolín al profesionalismo. Después vinieron giras por Estados Unidos y México con aquel supercombo —hoy mítico— llamado Los Corraleros del Majagual.

Abro un paréntesis: sus cumbias tuvieron tan buen recibimiento en el público mexicano que Aniceto decidió quedarse en el país; vivió una década aquí hasta que se mudó a la ciudad de San Antonio, Texas, a mitad de la década de los ochenta, donde radicó hasta su muerte. Cierro el paréntesis.

Aniceto Molina en una imagen promocional.

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Por supuesto, Aniceto no estuvo exento de tentaciones de todo tipo: el éxito que vio de joven lo llevó a una vida de excesos con el alcohol, la parranda y las mujeres. En ese orden. (De hecho, fue padre de 13 hijos, la mayoría procreados con diversas mujeres). Al igual que otros músicos, sin embargo, encontró su salvación en la fe, en especial en la religión evangélica.

Musicalmente, el colombiano nunca dejó de tocar el acordeón con su impecable digitación. (En sus días de reinado, era asombroso lo que salía del instrumento: aquello echaba fuego).

En sus conciertos, además, tenía la particularidad de informar a su audiencia a qué género pertenecía la canción que iba a tocar, pues sabía que entre la cumbia, la guaracha y vallenato había similitudes a veces imperceptibles para el oyente común.

Todo eso, a lo largo de los años, hizo que Aniceto se ganara una fiel base de seguidores que se extendía desde Norteamérica hasta Centro y Sudamérica. (En El Salvador, lo amaban. En Argentian, también). Asiduo de los estudios de grabación, dejó publicados alrededor de una cuarentena de discos.

Orgulloso de sus raíces colombianas —usaba siempre su sombrero vueltiao—, Aniceto puso a bailar a medio mundo con canciones que transmitían el candor y el colorido del pueblo colombiano. Suya fue una de las mejores versiones de la “Cumbia sampuesana”, cuya interpretación se volvió icónica. Y en su repertorio no podían faltar canciones como “Cumbia cienaguera”, “El cóndor legendario”, “El diario de un borracho”, “La burra tuerta”, “Fiesta cumbiambera”, “La campanera” o “Josefina”. Hoy, de hecho, en las pistas de baile su grito de guerra —“¡Puro movimiento de cadera, negra!”— sigue escuchándose.

Al final de sus días, el Tigre Sabanero nunca dejó de tocar y divertir a su público, haciéndolo olvidar la rutina diaria. Tomaba las etapas duras de su vida como un recordatorio de lo difícil —y, en especial, de los sacrificios y las desavenencias— que le había costado llegar a su privilegiada posición.

Al periodista Sigfredo Ramírez se lo contó en 2012: “Mi vida fue muy dura, hubo un tiempo en Barranquilla que dormía sentado en los bares pues no me alcanzaba para pagar un cuarto”.

“¿Y por qué su música es tan alegre si le tocó vivir situaciones tan adversas?”, le pregunta el reportero.

“¡Por eso mismo! —le responde Aniceto Molina— La vida puede ser muy jodida, pero uno nunca tiene que dejar de sonreír”.

Buen consejo.

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