Septiembre, 2025
Con el arribo del mes de octubre, también llega la entrega de los Premios Nobel. No exentos de polémicas, contradicciones, omisiones o escándalos —en todas las áreas que premia—, el galardón es hoy uno de los más importantes que se entregan en el mundo, y quizás el más famoso de todos. Sin embargo, la historia detrás del premio tampoco está exenta de polémica: desde su fundador mismo, Alfred Nobel —el industrial sueco que inventó la dinamita—, pasando por la decisión de no incluir un reconocimiento a las matemáticas. Instituido en 1895, hace justo 130 años, Víctor Roura recuerda los entresijos del nacimiento de este prestigioso galardón.
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Doce meses antes de morir, deceso ocurrido en Italia el 10 de diciembre de 1896 a sus 63 años de edad, el sueco Alfred Nobel —nacido en Estocolmo el 21 de octubre de 1833— instituyó hace 130 años, en 1895, los premios que llevan su apellido remarcando que fueron los más importantes en el orbe terráqueo, mismos que comenzaron a entregarse en 1901.
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Don Immanuel Nobel (1801-1872) era arquitecto, ingeniero e inventor. Empleado de los gobiernos de Rusia y Suecia, trabajaba en la fabricación de barcos de vapor y explosivos submarinos. Si hijo Alfred, de 17 años, se trasladó a París para estudiar química durante doce meses. Después radicó cuatro años en Estados Unidos, luego de lo cual regresó a San Petersburgo para trabajar al lado de su padre, pero la fábrica quebró en 1859 y la familia se vio obligada a regresar a su tierra natal: Suecia.
Alfred Nobel inició entonces sus investigaciones y experimentos con el líquido altamente explosivo, llamado nitroglicerina. La Enciclopedia Universal Promexa, en su tomo dedicado a la invención, dice que, en 1864, la fábrica y el laboratorio de Alfred explotaron a causa de un experimento mal perpetrado, causando la muerte de su hermano menor, Emil, y de cuatro personas más: “Decidido a inventar un método para que la nitroglicerina líquida pudiera usarse sin peligro, Nobel inventó primero un detonador que, a base de fulminato de mercurio, ayudó a comercializar diversos explosivos que no detonaban por medio de la simple ignición. Sus experimentos causaron desconfianza y se le mostró como un científico loco. Después de la explosión de su laboratorio, el gobierno sueco le prohibió reconstruirlo y Nobel realizó muchos de sus experimentos solo, a bordo de una barca”.
A los dos años de aquella tragedia, “una casualidad lo llevó a alcanzar sus propósitos. Observando que la nitroglicerina podía ser absorbida por la kieselguhr (un material orgánico), preparó una mezcla que, con solamente el 25 por ciento de reducción en su potencia explosiva, podía ser manejada con bastante más seguridad que otros explosivos. Perfeccionando esa mezcla e inventando un detonador especial, Nobel creó la dinamita. Sus primeras patentes le fueron concedidas en 1867 en Inglaterra y en 1868 en Estados Unidos Nobel continuó su experimentación sobre explosivos y pronto realizó otros descubrimientos e invenciones de gran importancia: en 1876 patentó una gelatina explosiva que, más fuerte que la dinamita, consistía en una combinación de nitroglicerina con un explosivo que se obtenía al empapar fibras de algodón en ácidos nítricos y sulfúricos”.
A partir de dichos hallazgos, “Nobel viajó constantemente y llegó a amasar una gran fortuna, tanto con la comercialización de sus explosivos a nivel mundial como por la explotación de los pozos petroleros que había adquirido en Baku, Rumania, y por sus intereses en la fábrica de municiones Bofors de Suecia”. Abrió fábricas en la escocesa Arder, en Hamburgo y en París; ningún gobierno le impidió levantar franquicias.
Ahora sí millonario, era recibido con honores en cualquier sitio que llegara. Sus últimos años los residió en San Remo, Italia.

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¿Cómo este hombre, tan generoso, suscribió en su testamento la partida de una buena bolsa económica para repartir anualmente a los hombres destacados de las ciencias y las letras?
La mayoría de los libros no lo dice, pero el hecho estriba en un profundo resentimiento, hasta cierto punto en una irónica más lúcida venganza personal. Concentrado en la explotación petrolífera, Alfred Nobel descuidaba el factor humano. Haciendo estallar sin consideración sitios naturales, para abrir sus rutas en la pesquisa de vetas de petróleo (que era su pasión, como nunca lo fuera la invención), utilizando transportes diversos para sus fines mercantiles, una tarde aciaga, en efecto, explotó su laboratorio matando inmediatamente a su hermano Emil, que la prensa, en su exceso por transmitir la noticia, confundió con el propio Alfred, editorializando con mordacidad el accidente: el hombre sin escrúpulos había muerto del mismo modo en que él buscaba, con sus mortíferos e irresponsables inventos, exterminar a la raza humana.
Con la lectura de los periódicos, Alfred Nobel pudo percatarse, de manera acaso involuntaria pero que lo caló hasta lo más hondo, de la incomodidad que causaba su persona en el ámbito social: la muerte súbita, inesperada, de su hermano, puso delante de él un espejo cuya figura reflejada exhibía a un ser despreciado, mezquino, desconsiderado.
Su furor por el comercio y el dinero había enceguecido al humano que llevaba dentro. Su reacción no fue, en lo más mínimo, la de un hombre meditativo, cauto, desprendido, sino la de un hombre herido, dolido, ofendido por las miserias opinativas de los demás. Decidió entonces cambiar esa imagen suya no en la vida, por supuesto. Para qué. Sus millones tenían que disfrutarlos hasta el último aliento. La reivindicación vendría después de muerto. La gente se acordaría de él no por la destrucción, ni por su desmedida ambición, que provocó por cada paso que daba, sino por su exquisita generosidad.
Planeó todo con sagaz entusiasmo, con vengativa meticulosidad.
Y se cuidó de no estropear, en lo absoluto, su grandioso destino, excluyendo el más exiguo detalle que pudiera perjudicarlo, como el de los rubros a premiarse. Por eso dejó fuera a las matemáticas.
Una de las leyenda la narra Guy Sorman en su libro Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo: sencillamente porque uno de los amores de Alfred Nobel —el inventor sueco nunca se casó— tenía también relaciones con el más grande matemático de su época, Mittag-Leffler. Si Nobel hubiera creado un premio, lo hubiera recibido el amante.
Ahora, ciertamente, al decir que tal persona es un Nobel se hace uno a la idea (porque el Nobel se ha convertido, con el tiempo, en un apellido ilustre) de que se trata de una personalidad entrañable: Nobel significa inteligencia y magnanimidad, prodigalidad, con lo cual se ratifica, ampliamente, que la venganza de Alfred ha sido perfecta.

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Así son los orígenes de ciertos premios.
Tal como el que se celebraba en México, denominado Día de la Libertad de Expresión, cuando en realidad se trataba de un acto de honor al presidente de la República quien, a cambio, decidió devolver el afecto con un abultadito cheque a determinados periodistas que habían pedido, solicitud de por medio, su respectivo galardón (de lo contrario jamás hubieran estado considerados en las ternas, ya que dicho concurso no era, ni por asomo, un ejercicio cabal de reconocimientos sino de adivinaciones, azares, suertes, compadrazgos y, sí, ocasionales designaciones meritorias… ¡por un solo texto elaborado!), varios de los cuales, recibido el estímulo económico, regresaron a sus grisuras y mediocridades cotidianas: esta entrega, como se sabe, fue invento de un grupo de periodistas cortesanos que, el 7 de junio de 1951, se reunió en el restaurante Grillón de la Ciudad de México para rendir un homenaje al mandatario Miguel Alemán Valdés “por hacer posible el ejercicio de la libertad de prensa”.
Al año siguiente fue ratificada esta conmemoración: “Nuevamente fue José García Valseca quien convocó —dice Rafael Rodríguez Castañeda en su libro Prensa Vendida— a lo que denominó ‘un acto de celebración del primer aniversario del homenaje de los periodistas al presidente Alemán’. De él fue la iniciativa de elaborar un gran pergamino como testimonio de agradecimiento, con las firmas de editores periodísticos de todo el país, para entregarlo ese día al jefe del Poder Ejecutivo”.
La fiesta era del gobierno, y a ella concurrían, impertérrito y agradecidos, los periodistas que creían, en su porfiada ilusión, que la fiesta, ¡ay!, era de ellos y para ellos.
Fueron premiados, o recompensados, aquellos que no causaban daño su crítica a pesar de sus aparentes oposiciones: lo recibieron desde Carlos Monsiváis hasta los caricaturistas más avezados y aparentemente más denostadores que de inmediato se guardaron en el bolsillo el jugoso cheque para continuar congraciándose con Dios y con el Diablo… hasta que en el foxato el presidente panista suspendió el juego para tratar de ahorrarse, acaso para sí, el dinero que en la fiesta se invertía: de igual modo, si en un futuro, antes de su desaparición, algún magnate conservador ultraderechista instituyera un Gran Galardón con millones de pesos no me cabe ninguna duda de que ahí estuvieran participando concursantes extremadamente izquierdistas, sobre todo si en el jurado se encuentran algunas de sus apreciadas amistades.
Cómo no.