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Thomas Mann, 70 años después

150 aniversario natal

Septiembre, 2025

Él mismo lo dejó escrito: “Si me pregunto de quién he heredado mis aptitudes, tengo que pensar en el famoso versito de Goethe y afirmar que yo también poseo «la rigurosidad en la vida» de mi padre, pero la «naturaleza jovial», es decir, la inclinación artística y la sensibilidad y, en el más amplio sentido de la palabra, el «gusto por contar cuentos» de mi madre”. Hijo segundo de Johann Heinrich Mann y Julia da Silva Bruhns, Paul Thomas Mann nació en Lübeck en 1875. Narrador prolífico, es autor de obras clásicas como La montaña mágica o Los Buddenbrook, por la que recibió el Nobel de Literatura en 1929. Hoy, Thomas Mann no sólo es uno de los escritores más sobresalientes nacidos en Alemania, también es uno de los autores más importantes de las letras universales y uno de los grandes intelectuales europeos del siglo XX (pues sus ensayos e ideas sobre temas políticos y sociales recibieron de igual forma una amplia atención). En este 2025 se cumplen 150 años de su nacimiento y 70 de su partida. Víctor Roura lo recuerda.

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En otoño de 1940 la BBC de Londres preguntó al afamado novelista alemán Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura en 1929, si querría dirigir a sus compatriotas —por medio de su emisora y a intervalos regulares— breves alocuciones en las cuales comentaría los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, comenzada el 1 de septiembre de 1939: “Como el gobierno nazi me había quitado toda posibilidad de acción intelectual en Alemania —apuntó Mann en el prólogo a su libro ¡Escucha, Alemania!, vertido al español por primera vez, en traducción de Juan José Utrilla Trejo, en una coedición de Colibrí y la Secretaría de Cultura poblana, 2003—, no creí que debiera desaprovechar esta ocasión de establecer contacto (por muy frágil y difícil que esto fuera y, desde luego, a espaldas del gobierno) con el pueblo alemán y con los habitantes de los territorios sometidos. Mis palabras no serían retransmitidas desde América por onda corta sino desde Londres por onda larga y, por consiguiente, serían recibidas con ayuda del único tipo de aparato receptor que el pueblo alemán fue autorizado a poseer. Además, resultaba tentador volver a escribir en mi idioma, pues lo que yo escribiría se oiría en su forma original, en alemán. Acepté enviar mensajes mensuales y después de algunos ensayos pedí que mis alocuciones se prolongaran de cinco a ocho minutos”.

En un principio los textos de Mann, enviados por cable desde Los Ángeles —donde radicaba—, eran traducidos y leídos por un operador londinense, pero al final los receptores acabaron oyendo la propia voz del literato que los grababa en un disco, que a su vez se retransmitía por teléfono a Londres en otro disco que entonces se hacía sonar frente a los micrófonos: “Me escuchan más personas que las que se habría podido esperar —escribió Mann en su prólogo, redactado en 1942—, no solamente en Suiza y en Suecia sino también en Holanda, en el Protectorado checo y en la propia Alemania. La audiencia la demuestran los ‘ecos’ que recibimos desde esos países, los cuales nos llegan cifrados de la manera más extraña”.

La prueba más concluyente de que Mann era atentamente escuchado (“prueba a la vez alentadora y repugnante”, confesó el novelista) es que en un discurso pronunciado en una taberna de Munich “el propio führer ha hecho alusión inequívoca a mis alocuciones y me ha citado por mi nombre como uno de aquellos que tratan de levantar al pueblo alemán contra él y contra su sistema. Pero esa gente, bramó Hitler, se equivoca de medio a medio: el pueblo alemán no es así, y aquellos que son así se encuentran, gracias a Dios, tras las rejas”.

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Mann fue, sin duda, un intelectual consecuente con su pensamiento y su obra.

Nacido en la provincia alemana de Lübeck hace 150 años, el 6 de junio de 1875, se opuso al fascismo desde la aparición de esta dictadura política y por ello tuvo que verse obligado a exiliarse en Suiza en 1933. Los nazis, tres años después, le quitaron la ciudadanía alemana (¡a esos grados de intolerancia llegaban los nazis, como si con esa acción burocratizada negaran el hecho del nacimiento de Mann!), pero ya en 1938 radicaba en Estados Unidos y se naturalizaba norteamericano en 1944, ante el azorado conocimiento de Hitler, para retornar a la Suiza europea en 1952, a los 77 años de edad, lugar donde moriría el 12 de agosto de 1955, justo hace siete décadas.

Cuando Hitler se refirió a Mann en su discurso en aquella taberna, el autor de Muerte en Venecia (1912) escribió que “de esa boca [la del belicoso Hitler] ha salido tanta basura que yo experimento un ligero sentimiento de asco al oírle pronunciar mi nombre. Y, sin embargo, esta declaración es inapreciable para mí, aunque su absurdo sea evidente. El führer ha expresado, a menudo, su desprecio al pueblo alemán, su convicción de que ese pueblo está poseído por la cobardía y el servilismo, de que es manifiesta la estupidez de esta raza de hombres y su aptitud ilimitada para dejarse engañar. No obstante, cada vez que habla de esto ha omitido explicarnos cómo ha logrado ver, al mismo tiempo, en los alemanes a una raza de ‘señores’ destinada a dominar el mundo. ¿Cómo un pueblo que psicológicamente está establecido que jamás se levantará, ni siquiera contra él, puede ser una raza de señores?”

Y es que, en su justo momento, Mann jamás calló. Siempre dijo lo que pensaba y lo dijo admirablemente en voz alta y de frente: “¿Qué será del continente europeo —decía en noviembre de 1940—, qué será de la propia Alemania si la guerra dura tres y aun cinco años más? Eso nos preguntamos aquí y eso se pregunta sin duda, con pesar, el pueblo alemán. La miseria hoy imperante sólo nos da un tenue barrunto de lo que vendrá. ¿Y por qué tiene que ser así? ¿Por qué un puñado de estúpidos destructores trata de utilizar el proceso de desarrollo económico y social por el cual pasa nuestro mundo para una insensata y anacrónica campaña alejandrina de conquista mundial? Es claro lo que sucederá al final de esta guerra: el comienzo de la unificación del mundo, la creación de un nuevo equilibrio de libertad y de igualdad, la salvaguardia de la dignidad individual en el marco de las exigencias de la vida colectiva, la supresión de la soberanía de los Estados nacionales y la edificación de una sociedad más libre, de pueblos más responsables ante todos, con iguales derechos e iguales deberes”.

El escritor Thomas Mann, ca. 1938. / Foto: BBC.

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Los editores de la versión en español elaboraron, acuciosamente, antes de cada discurso de Mann, un breve recuento de los acontecimientos bélicos para ubicar, con mayor precisión, la cronología discursiva: Hitler, desde el comienzo, parecía avanzar en sentido contrario de toda la lógica humana. Su insania era por demás visible: películas como El pianista, de Roman Polanski (Francia, 1933), o Amén, de Costa-Gavras (Grecia, 1933), corroboran la demencia de aquel nazi maniático que deseaba apoderarse del mundo… con una pequeña ayuda de algunos debilitados amigos, tal como la sede papal, como lo quiere demostrar Costa-Gavras en su aterradora y lenta cinta: ¿cómo es posible que una masa numerosa se pusiera a las enceguecidas órdenes de un militar perturbado?

De eso se sorprendía Mann.

En la Navidad de 1940 su alocución radiofónica consistió en cuestionar a sus compatriotas sobre cómo pasar dichos días bajo la sujeción de un chiflado: “¿Me dirán cómo compaginar estos hechos con las bellas y viejas canciones que hoy vuelven a cantar con sus niños? ¿O ya no las cantan? ¿Se les ha ordenado que en lugar de ‘Noche de paz, noche de amor’ canten los sanguinarios himnos del Partido que, siendo una mezcla de artículos de periodicuchos y murmullos del arroyo, elevan a un oscuro pillastre a la condición de héroe mítico? No dudo de que le obedecerían, pues su obediencia es ilimitada y, se los digo francamente, se vuelve más imperdonable cada día. Ilimitada e imperdonable es su fe o, mejor dicho, su credulidad. Le creen a un miserable impostor y falso héroe”.

La guerra se dio, en efecto, no sólo por las locuras de un psicópata sino por la creencia de sus fanatizados seguidores…

La primera edición del libro dadas las fascistas circunstancias, no pudo ser leído en Europa, ya que fue publicado sólo en Nueva York en septiembre de 1942. Perentoriamente impreso por H. Wolf, el volumen es la recopilación de 25 urgentes alocuciones radiofónicas de un total de 59 que hiciera Thomas Mann en el periodo de octubre de 1940 a mayo de 1945, emitidas todas ellas, por fin, en Estocolmo en agosto de 1945, cuando la guerra afortunadamente había ya acabado, si bien aún no se notificaba oficialmente el fin del conflicto. Pese a su importancia intelectual, curiosamente (porque en efecto es una curiosidad que no se haya otorgado relevancia literaria a los trascendentales discursos antibélicos de Mann) el libro nunca fue traducido al español en ese tiempo: “Con el paso de los años —apuntan los editores de Colibrí (¿Sandro Cohen en concreto, el director editorial de dicha casa bibliográfica, fallecido a los 67 años de edad hace un lustro, el 5 de noviembre de 2020?)—, y sepultado bajo la enorme producción narrativa y ensayística de Thomas Mann, este libro ‘curioso’ casi desaparece por completo del mapa literario. Así, para las generaciones que vieron la luz a partir de los años cincuenta, sobre todo para las de habla española cuyos padres llegaron a la madurez durante la Segunda Guerra Mundial, este libro de Thomas Mann se convirtió en el secreto mejor guardado de las bibliotecas: fuera de Alemania, casi nadie lo comenta”.

Tal vez esto se deba, subraya el editor de Colibrí (¿Sandro Cohen, él mismo judío —nacido el 27 de septiembre de 1953 en Newark, Nueva Jersey, naturalizado mexicano en noviembre de 1982 luego de haber radicado en nuestro país nueve años— y por lo tanto interesado personalmente por todo aquel intento irracional de exterminio nazi?), “al hecho de que no se trata de ensayos formales o la novelización del problema del fascismo, tal como la vemos, por ejemplo, en Mario y el mago o en Doctor Faustus, donde se percibe la progresiva destrucción de la cultura alemana gracias a las dos guerras. Además, en los años cincuenta el mundo estaba mucho más ocupado en su reconstrucción que en leer los ruegos de un escritor exiliado, dirigidos a un pueblo vencido, su propio pueblo”.

Aun así (y se podría aseverar que precisamente debido a ello), “hay muchas razones para editar ¡Escucha, Alemania! en estos momentos —se acota en el prólogo de este importante libro de Mann—. No sólo porque se trata de las palabras de uno de los escritores más grandes de Occidente. No sólo porque refleja fielmente la angustia extrema de un hombre que observa, de lejos y con impotencia, cómo una ideología totalitaria (el nacionalsocialismo, en este caso) puede carcomer y destruir sin piedad lo mejor de una nación. Publicamos este libro porque, después de todo, el mundo no ha cambiado tanto. Los nombres de los países son otros, los de sus líderes también. Pero hace falta recordar lo que sucedió entre 1933 y 1945, cómo lo permitimos, lo que hizo falta para detenerlo y, especialmente, el daño irreparable que nos hizo a todos sin excepción”.

Para celebrar y conmemorar este doble aniversario, la editorial Nórdica ha rescatado Resumen de mi vida (2025), la autobiografía en la que el propio Thomas Mann narró los acontecimientos más relevantes de su vida.

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No hace falta, por supuesto, mencionar los nombres de quienes hoy, con su deschavetado razonamiento, si es que podemos atrevernos a decir que es “razonamiento”, dominan el mundo y deciden, porque sí, quién es el que está con Dios y quién con el Diablo, aunque a últimas fechas la enfurruñada derecha ha ido ganando en las votaciones donde menos uno se lo espera, como en Argentina, Estados Unidos o Italia.

“Una vez más, en varios países y continentes diversos —se dice en el prólogo a la edición mexicana de 2003, entonces a 60 años de aquella publicación estadounidense—, ha resucitado el dragón de la intolerancia racial y religiosa —que no acabará nunca, por cierto, pues sigue siendo un problema contemporáneo—. De nuevo hemos sido, y somos, testigos de guerras de exterminio y expansión (lebensraum en la jerga nazi), y la práctica de fabricar ‘razones’ para invadir y ocupar países soberanos (pre-emptive invasion en la jerga norteamericana actual)”.

Lo seguimos viviendo.

Y para la deprimente muestra sólo bastaría el botón Israel-Palestina.

De modo que las palabras de Thomas Mann, “lejos de parecernos ociosas o lejanas, vuelven a cobrar la inmediatez de aquellos años cuando el escritor exhortaba a sus compatriotas a protestar, a resistir a todo aquel que pisoteara los derechos del hombre en nombre de una supuesta superioridad racial que no fue sino la máscara ideológica de quienes deseaban disfrazar, como heroísmo, su pequeñez, avaricia, crueldad, sadismo y deseo infinito de poder”.

Mann no se cansó en adjetivar a aquel ambicioso hombre llamado Hitler. Lo denominó de diferentes formas (miserable, impostor, falsificador, insensato, bufón, abominable, endeble cerebro, fanático, cobarde, grotesco, cruel, débil, estúpido, brutal, tenebroso, enfermo, fraude, saqueador, falsario, violador, necio, mentiroso, malvado, furioso, corrupto, mico infame, perverso, fanfarrón, repugnante, bestia, indignante, desvariado, hombre de acostumbrados ladridos, granuja, incalificable sujeto, desvergonzado, perro rabioso, morboso, desenfrenado, exterminador, degenerado, saco de falsedades, cínico, atracador, asesino, nuevo Genghis Kan, idiota, ilustre plumífero, engañador, loco, hombre de afanosa rapiña y sinónimo de horror, sanguinario cómico de la legua, lamentable, alma descarriada, mentecato, satánico, megalómano, chulo literario de la violencia, asqueroso, sangrienta nulidad de hombre, minusvalía intelectual y moral, alma de mentiras sin luz, alma de sastre en el fondo, estropeador de la palabra y el pensamiento, individuo ignominiosamente malogrado y apenas dotado de cualquier sucia fuerza sugestiva, mortífero loco, comicastro de la grandeza, imbécil, harapiento espantajo, diabólica porquería) y se refirió a él con el mayor desprecio que un hombre puede tener hacia otro hombre.

Y no se arrepintió nunca de ello.

Ni tenía por qué.

El 30 de abril de 1945, tras haber mandado asesinar a un número aproximado de seis millones de judíos (68 por ciento de los judíos radicados en Europa, según el porcentaje final tras el inefable Holocausto), Hitler supuestamente se suicida porque él mismo se sabe perdido, no por ningún orgullo militar ni nada que se le parezca —porque hay suicidios dignos, como el de Salvador Allende en Chile, que nada tiene que ver con esa muerte contra sí mismo que se perpetró Hitler cuando se percató de que sus sueños imperiales se venían drásticamente abajo, no sin antes dar la orden de la “solución final” que significaba acabar de una vez por todas con la “raza judía” que ensombrecía a la “fina” casta aria—: “Cuán distintas habrían sido las cosas si Alemania se hubiera liberado a sí misma —decía Thomas Mann en su último discurso radiofónico, del 8 de noviembre de 1945—. Si entre ustedes hubiera estallado la revolución salvadora entre 1933 y 1939, ¿creen que yo habría esperado el segundo tren y que no habría tomado el primero para volver a casa? Pero era imposible. Todo alemán lo dice, y así se debe creer. Se debe creer que un pueblo de alto nivel, de 70 millones de almas, en determinadas circunstancias no puede hacer otra cosa que soportar durante seis años un régimen de sangrientos granujas al que detestaba en lo más profundo de su alma, régimen que llevó a cabo una guerra que ese pueblo reconocía como verdadera locura, y durante otros seis años debió aplicar lo máximo, toda su inventiva, valentía, inteligencia, amor a la obediencia, puntualidad militar; en suma, toda su fuerza para ayudar a ese régimen al triunfo y con ello a su permanencia eterna”.

Así tuvo que ser, “y súplicas como la mía”, decía Mann con verdadera tristeza, verdadera decepción, “fueron totalmente superfluas”.

Los ciegos, efectivamente, “no escucharon”.

Y la historia es una y la misma secuencia sucesiva…

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