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Consumo conspicuo, ‘superfakes’ y ‘wannabes’

Septiembre, 2025

Desde hace siglos, lo superfluo y la disipación de las riquezas no ha dejado de suscitar reflexiones, nos recuerda Juan Soto en esta nueva entrega de sus ‘Modus Vivendi’. Y en un mundo como el de ahora, menos aún. Es cuestión de mirar alrededor. Escribe aquí Juan Soto: mientras las clases altas pretenden desmarcarse de las clases inferiores a través del consumo ostentoso, estas últimas tienden a imitar a las primeras. Vaya contradicción. Y no sólo eso: hoy las marcas de lujo se han convertido un modo de reafirmar la identidad personal, pero ¿cómo se puede aspirar a la singularidad a través de la adquisición de objetos producidos en masa?

Hace algunos meses, usted lo debe recordar bastante bien, en medio de la denominada guerra arancelaria entre Estados Unidos y China, en TikTok comenzó a circular una serie de videos donde influencers chinos invitaban a los consumidores estadounidenses a comprar de manera directa a los proveedores. Lo que supuestamente quedó al desnudo fue que la manufactura y elaboración de algunos artículos de lujo se realizaban en China; que luego esos productos se enviaban a países como Francia e Italia donde marcas como Louis Vuitton, Balenciaga, Gucci y Dior les colocaban etiquetas y logos para que su precio de venta aumentara considerablemente. Así, una ridícula bolsa Birkin de Hermès, cuyo costo de producción requería una supuesta inversión de 1,400 dólares, podía venderse, fácilmente, en 38 mil dólares —haga usted sus cuentas.

De acuerdo con la revista Vogue México y Latinoamérica, las bolsas Birkin de Hermès son caras por su valor artesanal, su oferta limitada y su alta demanda. Según dicha publicación, todas las bolsas Birkin están hechas a mano en Francia por artesanos que pasan, al menos cinco años, estudiando y practicando el savoir faire de la casa; esto, explican, para dominar la confección, el corte del cuero, la costura y el ensamblaje. La oferta limitada de estos extraños artículos de lujo consiste en una restricción demencial: ningún cliente puede comprar más de dos bolsas Birkin al año en una boutique. Y, para rematar, estos emperadores del marketing y las estrategias discursivas atrapabobos afirman que el tiempo que se llevan los artesanos en terminar una bolsa influye en sus delirantes precios.

La demanda, obviamente, hace que el costo de estas móndrigas bolsas suba aún más. Quizá por ello el precio aproximado de la bolsa de menor costo —la Birkin 25— pueda oscilar, en tienda, entre los 10 y los 13 mil dólares. Y quizá, también por ello, las bolsas seminuevas pueden alcanzar, en reventa, precios que oscilan entre los 26 y 160 mil dólares. (Ya usted, por su cuenta, y si quiere perder su tiempo, tiene la opción de investigar por qué las bolsas llevan ese fastidioso nombre).

Regresando a China, si lo único que vendían los chinos eran superfakes o réplicas 1:1 o clones o artículos AAA —a través de senbags.com, por ejemplo—, es lo de menos. Lo cierto es que la guerra comercial entre el país asiático y Estados Unidos devino guerra de símbolos y significados también. Y no sólo: además, devino en enfrentamiento propagandístico y publicitario.

Es más: dejó al descubierto que quienes no podían pagar los precios de diseñador, tenían varias opciones para satisfacer su espíritu wannabe. Después de todo, como lo ha señalado atinadamente Adrian Johns —profesor de Historia y presidente del Comité de Estudios Conceptuales e Históricos de la Ciencia de la Universidad de Chicago— en su bonito libro Piratería, el éxito de ésta se puede verificar gracias a la escalada verbal que aparece en la retórica que se emplea en contra de justamente ésta. Sin embargo, este hecho sirvió como pretexto también para volver a pensar en el lujo.

Ciertamente, como lo ilustró Gilles Lipovetsky, ese brillante filósofo francés que odian muchos sin haberlo leído: de Platón a Polibio, de Epicuro a Epicteto, de San Agustín a Rousseau, de Lutero a Calvino, de Mandeville a Voltaire, de Veblen a Mauss, por espacio de veinticinco siglos lo superfluo, el aparentar y la disipación de las riquezas jamás ha cesado de suscitar el pensamiento de los grandes maestros. Y el lujo no es la excepción.

Ilustración: internet.

De hecho, esto que sólo le pertenecía a la realeza y a las aristocracias ha pasado a formar parte de la vida cotidiana de nuestras sociedades. No sólo puede ser símbolo de riqueza, sino lógica estética también. De estar reservado a los círculos de la burguesía de ‘altos copetes’, ha bajado progresivamente a las calles. A estas alturas, puede preguntarse: ¿qué motiva a las personas a comprar artículos de lujo? ¿Cuál es, pues, el impacto social y ético de esta obsesión por el lujo? ¿Cómo esta cultura de consumo, basada en la compra de artículos de lujo, afecta la búsqueda de autenticidad, la realización social del yo y asegura, de algún modo, la felicidad de muchos?

Ciertamente, en las sociedades estratificadas el lujo ha servido como un marcador social. Como un elemento para reafirmar el estatus y, también, para enfatizar de manera grosera las diferencias sociales, así como para poner en evidencia la pertenencia social. La ostentación y la exhibición son dos elementos fundamentales para hacer evidente el lujo y todo lo que implica, material y simbólicamente. A través de él puede indicarse la posición social y se pueden establecer diferencias entre quienes tienen la capacidad de adquirir objetos de lujo y quienes no la tienen. El clasismo en su máxima expresión.

En esa ineludible obra titulada Teoría de la clase ociosa, el sociólogo y economista Thorstein Veblen especificó que el consumo conspicuo era, entre otras cosas, el medio más importante para conseguir y mantener una buena reputación. Asumiendo que el significado de reputación ya no es el mismo, podríamos decir que este tipo de consumo en realidad define una práctica exhibicionista donde mostrar los bienes y servicios adquiridos se ha convertido en algo importante para muchos en nuestros tiempos. El consumo ostentoso, en efecto, deviene forma de diferenciación social.

Mientras las ‘clases altas’ pretenden desmarcarse de las ‘clases inferiores’ a través del consumo ostentoso, estas últimas tienden a imitar a las primeras. Vaya contradicción. Sin embargo, el lujo no sólo opera como estrategia de diferenciación social, sino que se ha convertido en un modo de reafirmar la identidad personal. Las marcas de lujo ofrecen estilos de vida aspiracionales a los consumidores a través de las narrativas que construyen. Y les hacen pensar que el lujo les permite expresar quiénes son o qué aspiran a ser.

Sin embargo, esto plantea una situación paradójica que está para tirarse al suelo de la risa. ¿Cómo se puede aspirar a la singularidad a través de la adquisición de objetos producidos en masa? ¿No es una contradicción buscar la singularidad o la autenticidad tratando de adoptar estilos de vida que están predefinidos por las marcas de lujo? Pobres wannabes que no alcanzan a ver todo lo que esconde el brillo y el glamour, como los sistemas de explotación laboral que hay detrás, pues si de algo carecen es de conciencia, responsabilidad y compromiso sociales.

Y no, el lujo no se ha democratizado por el hecho de ya no dirigirse exclusivamente a las clientelas adineradas acostumbradas. Ampliando sus mercados y modificando sus estrategias comerciales, simplemente ha encontrado la forma de llegar a otros sectores sociales dispuestos a entrar en las lógicas del consumo ostentoso. Ampliando sus mercados, el sistema aspiracional también crece. Pero no se democratiza. Si los objetos de lujo estuviesen al alcance de todas las personas ¿qué razón de ser tendría?

El antropólogo Daniel Miller, de la University College de Londres, realizó una bonita investigación acerca de las compras rutinarias que luego publicó en un libro, bajo el título de Ir de compras: una teoría. Una de sus ideas es que la bibliografía de las ciencias sociales sobre el consumo parece hacer eco a la opinión periodística, con frecuencia, al asumir que son principalmente los ricos quienes son materialistas. Pero ser materialista no tiene que ver, necesariamente, con el poder adquisitivo. Abrir los brazos al consumo ostentoso, tampoco. Sólo hay que cumplir con una condición: tener los bolsillos llenos de dinero y la cabeza llena de estiércol.

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