Agosto, 2025
Nació en Zacatecas el 12 de junio de 1947, partió de este mundo el 7 de agosto de 2005 en la Ciudad de México. Se cumplen dos décadas del fallecimiento del escritor Severino Salazar, voz entrañable de la literatura zacatecana y de las letras mexicanas. Autor fecundo, durante los 58 años que vivió escribió tres libros de cuentos, dos noveletas y siete novelas; en ella —en su obra—, Severino Salazar solía reflejar historias de migración del campesinado, también la angustia o el sinsentido de la vida. Hoy, su obra sigue vigente y seduciendo a nuevos lectores. Víctor Roura lo recuerda.
A comienzos del siglo XXI escuchaba decir que ya no había buenas ideas en los cuentos mexicanos.
No era cierto.
Y como muestra bastaba un solo botón: el argumento de “Los guajolotes de Navidad”, el primero de los nueve relatos que contiene el libro Cuentos de Navidad (Daga Editores, 1999), del zacatecano Severino Salazar —nacido en Tepetongo el 12 de junio de 1947 y fallecido en la Ciudad de México, 58 años después, el 7 de agosto de 2005—, es muy bueno, y tampoco nada debe objetarse de su construcción literaria: “Los guajolotes, que en mi pueblo nombramos cóconos, ya no eran negocio —cuenta el protagonista de Salazar—. No ganaba para nosotros, menos para darles de comer a ellos. Nomás ya no costeaba. La mujer muele y muele con que vámonos a México, allá quien quita y levantamos cabeza de una vez. Y ahí me tienen mal vendiendo lo poco de lo que éramos dueños para venirnos a la ciudad”.
Después de vivir “amontonados por algunos meses en un cuarto redondo por el rumbo de Santa Clara, y yo trabajando de machetero en un camión repartidor de gas, gracias a Dios que hallé un trabajo más descansado”. Un buen día, “por pura chiripada”, pasó caminando por un edificio, “tan bonito desde fuera”, que entró a él “nada más porque sí” para preguntar si “necesitaban un barrendero o un velador, pues yo no estaba ya en edad ni en fuerzas para andar subiendo tanques de gas a las azoteas, ya me temblaban las piernas y se me doblaban las corvas a cada rato”.
Corrió con suerte.
Lo emplearon de milusos: “Me dieron mi uniforme azul con cachucha también azul y así comenzó el cuento de nunca acabar: limpie y limpie los pasillos de los quince pisos, sin parar, para arriba y para abajo todo el santo día de Dios; y aunque no se empuerquen, va y viene el trapeador sobre el suelo de mármol limpio. Que siempre estén como un espejo, decía el administrador. Que la gente se refleje en los pisos”.

Las cosas le cambiaron a nuestro personaje al morir el dueño del edificio, pues el heredero lo nombró jefe de mantenimiento. Fue entonces que se armó de valor y le pidió habitar la casita vacía, abandonada, en la azotea: “Así, la familia enterita podía hacerla de velador y de cuanto se ofreciera las veinticuatro horas del día”.
A la semana siguiente, a medianoche, “acarreamos nuestras pertenencias y las acomodamos en la casita de la azotea”. Y ahí comenzaron los problemas del pueblerino, pues la mujer, soñadora y dueña ya de un hogar, empezó a pedirle algunas cosillas. Lo primero fueron dos huevos de guajolote. “Pero para qué pedir eso, mujer, le dije, si saben igual que los de gallina y éstos son más caros. Y ella, que no puede olvidarse del rancho, que todas las noches me dice que lo sueña, solamente me dijo: yo los quiero, y no preguntes. Y ahí mismo y en ese instante lo decidió: se los echó al seno, se los acomodó entre los pechos para darles su propio calor”.
Con el tiempo, los guajolotes, como los dos hijos, crecieron.
Los vástagos, junto con el padre, hacían diversos trabajos en el edificio. La mujer, mientras, transformaba la azotea: un corralito para los cóconos, luego las ramas de un árbol, después cajones de madera con bolsas de plástico llenas de tierra, de donde salían brotes de madera, zanahorias, jitomates, repollo, cilantro, hierbabuena y hasta cañas de maíz. Luego vinieron los huesos de durazno y las semillas de mandarina.
La azotea era otra.
“Cuando yo entraba —cuenta el protagonista— sentía que entraba a un lugar diferente: las plantas y los animales, al crecer aunque fuera sólo un pedacito, como que ocupaban más lugar, nos llenaban más los ojos y un huequito de aquí adentro. Se sentía menos vacío el lugar y la ciudad entera”.
Pero la cosa no acabó ahí.
La señora le encargó al marido un becerrito y una vaca, la cual subieron con mucho esfuerzo una madrugada, causando rayones en el piso del vestíbulo. Cuando el heredero preguntó por dichos rayones, el ranchero contestó, con mucha sangre fría, “que lo hicieron los que habían venido a hacer la película el otro día. Me dijo enojado que por qué no le avisé a tiempo. No supe qué contestarle. Y me ordenó que llamara inmediatamente a la agencia de pulidores de pisos y que lo arreglaran”.
En el mercado de San Juan, mientras tanto, la mujer compraba manojos de alfalfa, “que dejaba encargados con su amiga la vendedora de periódicos de la esquina, y los iba a recoger ya de noche, cuando se quedaba vacío el edificio. O cuando los jardineros de la Alameda podaban el pasto, ella iba a llenar sus costales gratis. Lo ponía a secar y lo guardaba. Le duraba mucho tiempo ese forraje”.
Luego, una noche, “la mujer y uno de los hijos llegaron de por el rumbo de Contreras con un enjambre en una caja adentro de un costal. Ahora sí me enojé y les dije: ya basta y sobra para tanto. La mujer me dijo que no tenía por qué enojarme, si se trataba de algo tan insignificante, que no ocupaba mucho campo, y que además esos animalitos iban a andar por el aire y se iban a pasar acarreando miel de las flores de la Alameda; iban solamente a venir a dormir, que en qué me molestaban a mí o a nadie. Que cuando me estuviera comiendo las primeras mieles ya ni me iba a acordar de este mal rato”.

Pero hacían falta los cochinitos para que se comieran todos los desperdicios.
Entonces, el hombre ya no dijo nada, “que viniera lo que viniera, para qué iba a gastar saliva con una mujer y unos hijos que no entendían de razones. Total, cuando se nos cayera la puerta todos juntos íbamos a salir perjudicados y fuera del edificio, y si ellos no entendían eso o no lo querían entender, pues que se atuvieran a las consecuencias. Me imaginaba que el dueño me iba a decir: ¿Qué ha hecho del lugar que le encargué? Y yo qué iba a contestar, si el hijo mayor era como su madre, le salían ideas y sentimientos desconocidos, que me daban miedo, porque siempre se salían con la suya. En cambio el menor era más callado, creo que como yo, adonde lo llevara la vida estaba bien, como los guajolotes: allí donde caían estaban bien”.
Un rancho completo arriba de ese suntuoso edificio. “Y los guajolotes se habían dado como plaga, bendito Dios. De aquellos dos primeros salieron otros y de éstos otros y así. Eran ya como cincuenta, grises y azulados, y en tres meses iban a salir todos, justo para la Navidad, para venderlos a buen precio”.
Mas un día, ante la sospecha del heredero, que veía a veces cosas extrañas en la punta de su edificio (el aire meciendo una guía de chayote con chayote y todo, por ejemplo), se paró por fin en la azotea a esperar que alguien le abriera la puerta.
De los gritos de ira del patrón ante la insólita visión, los guajolotes también se espantaron y aletearon todos, se movieron todos al mismo tiempo, “se arrinconaron más en su rincón, como si ellos también hubieran visto al diablo”.
Lo que vino después fue tan inesperado como lo que viera el azorado dueño del edificio, que ignoraba que en su azotea mantenía a un ranchero con todo y su confortable rancho.