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Los premios concertados

El texto que enfadó a Carlos Monsiváis

Julio, 2025

Nos gustaría decir que esto ya no sucede, no más, nunca más, pero la realidad es que, de tanto llevarse a cabo, ya es una costumbre. Las historias que uno va registrado a través de la vida periodística de cómo se regalan y otorgan premios, de casi toda índole, darían para varios libros. (Y sigue sucediendo. Apenas hace unos meses Ignacio Echevarría prestigioso editor, crítico literario y articulista español que de estos tejemanejes conoce bastante señalaba en un artículo: “Hace ya mucho que carece de sentido escandalizarse por la flagrante parcialidad y los más que presuntos cambalaches” de los premios. “Y ya nadie, como no sean cuatro despistados, se deja confundir acerca de su función ni de su valor como indicadores de calidad literaria”). Hace un cuarto de siglo, el periodista y editor Víctor Roura denunció cómo, una vez más, se le regalaba descaradamente un premio a una de las llamadas “vacas sagradas” de las letras mexicanas: al ensayista Carlos Monsiváis. Aquí la historia.

1

El siguiente texto lo publiqué en dos partes en el periódico El Financiero los días 11 y 12 de julio de 2000, el año en que fuera galardonado Carlos Monsiváis con el Premio de Ensayo Anagrama —hace ya un cuarto de siglo—, un afectuoso regalo que le hiciera el español Jorge Herralde a su amigo el cronista mexicano. Todos los medios aplaudieron y se congratularon de la decisión tomada en Europa, nadie argumentó que se trataba en realidad de un engaño, excepto yo, que jamás me esperé la consecuencia de mi inusual “atrevimiento”: la tarde de aquel 12 de julio de 2000, después de haber leído la segunda parte de mi artículo, me llamó Monsiváis a la redacción del periódico para decirme:

—Pensé que éramos amigos, Roura…

Yo aún le decía que lo seguía siendo pero que no podía pasar por alto el hecho.

Me interrumpió para volver a increparme:

—Pensé que éramos amigos, Roura…

Mantenía yo la calma, a pesar de su absoluta seriedad enfadada, pero volvió a interrumpirme para repetir por tercera vez:

—Pensé que éramos amigos, Roura…

Y colgó el teléfono para no volverme a hablar nunca más en la vida: fui desterrado de su lenguaje, del “mejor periodista de cultura” que tenía México, a decir de Monsiváis, pasé a ser una persona invisibilizada.

Hasta su muerte, ocurrida en 2010, jamás volvió a dirigirme la palabra: no entendía Monsiváis cómo yo estaba en desacuerdo con la costumbre de los premios concertados, concesionados a determinados escritores y periodistas y yo, a mi vez, jamás entendí cómo Monsiváis participaba, con fruición, en aquellos embutes.

Reproduzco, con algunas palabras cambiadas en la conjugación del tiempo, aquellos artículos (escritos en el año 2000) que enfadaron a Carlos Monsiváis.

El escritor y periodista Carlos Monsiváis. / Foto: Internet/maspormas.com

2

Cuando termino de leer Aires de familia, el entonces “nuevo” libro de Carlos Monsiváis que obtuviera, “por unanimidad”, el XXVIII Premio Anagrama de Ensayo [en el año 2000], confirmo, en efecto, la antigüedad de su propuesta. No era ése, ciertamente, uno de los mejores libros de Monsiváis. Por el contrario, era tanta la gana del ensayista de abarcar las diversas culturas que se movían en los ámbitos urbanos que, finalmente, lo único que logró fue crear densas capsulillas informativas que van, desordenadamente, de Amado Nervo a Oscar Wilde, de la conductora cubanaestadounidense Cristina Saralegui a Hollywood, de Augusto Roa Bastos a José Alfredo Jiménez.

Pero ante esta premura por exhibir el abanico de su conocimiento, Monsiváis desestabilizó su propio repertorio. Por ejemplo, en el tercer capítulo, intitulado “Pero ¿hubo alguna vez once mil héroes? / Si desenvainas, ¿por qué no posas de una vez para el escultor?” —que no da en realidad ninguna idea de su contenido—, va de los Maestros de la Juventud (en 22 apresuradas líneas cita al ecuatoriano Juan Montalvo, al peruano González Prada, a los argentinos Manuel Ugarte y José Ingenieros, al uruguayo José Enrique Rodó y al mexicano José Vasconcelos) a ciertos pasajes revolucionarios (en dos páginas menciona a Zapata y a Villa, al Ejército Zapatista y a César Augusto Sandino), de los dictadores (Trujillo, Stroessner, Pinochet) a los héroes deportivos (Mantequilla Nápoles, Macho Camacho, Julio César Chávez, Óscar de la Hoya, Maradona, Pelé, Hugo Sánchez), todos estos temas encadenados forzadamente, a veces incoherentemente, de modo que todavía no termina el asunto de los futbolistas en ascenso y ya, cuatro líneas después, está hablando de Fidel Castro y su entrada triunfal en La Habana el 1 de enero de 1959 (página 99).

Sin embargo, los editores estaban satisfechos de su decisión: “Con ocasión del Premio Anagrama de Ensayo —acotaron en la contraportada— tenemos el honor de presentar al lector español a Carlos Monsiváis, uno de los grandes intelectuales latinoamericanos de nuestro tiempo y una conciencia crítica, lúcida e insobornable, en un ensayo ágil y sagaz, documentado y crítico, que se convertirá en una imprescindible obra de referencia”.

Nunca es tarde para entrar en el mercado europeo, después de todo.

Y permítaseme el atrevimiento, entonces, de pensar que este premio fue preparado con antelación con la oportuna complicidad del jurado (Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente Verdú y el mismísimo editor en persona Jorge Herralde), tal como sucede en España con todos sus otros galardones, que se entregan de común acuerdo con los representantes literarios (de no ser por la destreza y la influencia de la agente europea Antonia Kerrigan, que tiene fichados dentro de su catálogo a los mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla, éstos nunca —por sí solos, ni mucho menos por su endeble literatura— hubieran ganado los premios a los que se han hecho acreedores recientemente en España [Ignacio Padilla murió en un accidente automovilístico, a sus 47 años de edad el 20 de agosto de 2016; Volpi, nacido también en 1968, es prácticamente el que decide la actividad cultural en la UNAM, concretando su ambición de abarcar jerárquicamente una zona amplia de la cultura mexicana]).

Aquella vez, el editor Herralde [Barcelona, nonagenario desde el pasado 20 de marzo] concertó el premio con Monsiváis, le pidió que enviara un libro, que fue colado entre los finalistas y, ya en la recta final, tras la sugerencia amable del propio editor en la misma mesa de las conclusiones, ganó el que tenía que ganar… aunque, aquella vez, el ensayo nada tenía que ver con las cuestiones españolas, si bien por ahí Monsiváis, para ajustarse un poco a la condición europea, mencionó con alguna insistencia el término “cultura iberoamericana”.

Yo no sé si el jurado estaba consciente de que el libro al que le acababan de otorgar, “por unanimidad”, el máximo reconocimiento en la materia de ensayo ya circulaba, de algún modo, y a un cómodo precio de cinco pesos, en las librerías mexicanas desde junio de 1999 pero con otro título, y sin tres de los capítulos agregados en el volumen recompensado: Del rancho al Internet, perteneciente a la colección “¿Ya LeISSSTE?” que coordinaba editorialmente el escritor Eugenio Aguirre [1944-2023], cuyo generoso tiraje fue de 20 mil ejemplares. El libro es el mismo, al grado de que dos de las erratas cometidas en el volumen editado en México se reproducen en el impreso en España, lo que nos indica que el mismo diskette utilizado en la impresión mexicana es, fue, el mismo que viajó a Europa directamente a las prensas españolas sin ninguna previa revisión.

En Del rancho al Internet, en la página 52, leemos: “… y es el ámbito de consagración (el termino [sic], es preciso) del patriotismo”; en Aires de familia, en la página 80, dice: “… el ámbito de consagración (el termino [sic] es preciso) del patriotismo”. En Del rancho al Intemet leemos, en la página 44: “Al cabo de batallas y persuaciones [resic], cunde una certeza”; en Aires de familia, en la página 45, se lee: “Al cabo de batallas y persuaciones [resic], cunde una certeza”.

Por supuesto, el ensayo enviado a Anagrama fue corregido (si bien la premura no evitó la presencia de las imponderables erratas) y aumentado por Monsiváis, de modo que en un libro leemos que La región más transparente, de Carlos Fuentes, es una novela “del muralismo” mientras que en el otro, el premiado por Anagrama, dice que en realidad se trata de una “novela coral”. Mientras que en la edición mexicana leemos que, “en la práctica narrativa, lo popular es aquello que no puede evitar serlo”, en la española nos enteramos que, “en la práctica narrativa, el pueblo es aquello que no puede evitar serlo”, y evidentemente estamos ante dos planteamientos totalmente diferentes.

Pero hay cosas más graves, o más encubiertas, según la perspectiva.

Por ejemplo, Monsiváis en el libro del ISSSTE dice que los ídolos del espectáculo “convocan el afán de emulación de millones y millones en América Latina. Son púberes (los grupos Menudo, Chamos, Timbiriche); son jóvenes románticos que sexualizan letras pavorosamente banales (Luis Miguel, Enrique Iglesias, Ricky Martín); son cantantes (es un decir), y actores y actrices, pero de telenovela, y conductores de programas juveniles y, ocasionalmente, cantantes y compositores de talento como Juan Gabriel” (pg 89); en el libro de España (pg 230) el lector lee lo mismo excepto “como Juan Gabriel”. Porque en Europa, Juan Gabriel es considerado una miniatura en la música popular, no así en Latinoamérica. Los gustos musicales de Monsiváis, de haber incluido a Juan Gabriel como un compositor “de talento” (¿o fue el editor de Anagrama el que suprimió tan temible aseveración?), hubiesen evidenciado una abultada y descabellada contradicción en su “crítico” discurso literario. Ni modo, en las cuestiones “serias” se tienen que hacer a un lado las amistades y las consecuentes sensiblerías que a veces arrastran consigo el discurso literario.

3

Decía el crítico español Ignacio Echevarría, a mediados del año 2000, que había “una rotunda confirmación de la tendencia, iniciada hace unos pocos años, a la progresiva globalización tanto del mercado editorial de habla hispana como del horizonte de expectativas en función del cual se ordena. Tendencia en principio saludable, que ha dado pie a precipitadas comparaciones con el denominado boom de la narrativa hispanoamericana, fenómeno que tuvo lugar hace ya más de treinta años, y que no sólo se produjo en circunstancias radicalmente distintas de las actuales, sino que, además de un valor muy diferente, tuvo un signo en gran medida opuesto al de lo que ahora viene ocurriendo”.

Sin embargo, aquel boom “supuso, entre otras muchas cosas —a decir de Echevarría—, una auténtica conmoción para la literatura española (pero no sólo para ella), sacudida entonces por lo que constituía una súbita alteración de su orden de referencias y una imprevisible dilatación tanto de sus posibilidades imaginativas como lingüísticas”. Por el contrario, “lo que viene ocurriendo mayoritariamente en estos últimos años es una mecánica extensión de la oferta disponible, una irritante amplificación de las retóricas hegemónicas y, en fin, la renovación más desesperada que oportunista de una nómina de escritores muy falta de valores prometedores, en cualquier caso, incapaz de satisfacer por sí sola la acumulación de una expectativa a todas luces desorbitada”.

Luego, crítico agudo que es de la literatura sin adjetivos, Echevarría (Barcelona, 1960) se refirió a los mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla —que habían ganado dos lujosos premios en España (el Biblioteca Breve en 1999 y el Primavera de Novela en el 2000, respectivamente)— para acotar que, con eso de la “globalización del mercado editorial”, lo que también se han ganado los lectores es una “incompetencia” de autores, y para no ir muy lejos apuntaba que Amphitryon, el libro triunfador de Padilla, “viene a ser la maltrecha parodia de una epigonía: un refrito aceitoso y azucarado de topicazos solemnes, servidos, eso sí, con ademanes de gran producción en tecnicolor. La novela se hincha con un puñado de palabras prestigiosas e intimidantes (ajedrez, austrohúngaro, guerra, demencia, nazis, judíos, exterminio, abyección, venganza, traición, crimen, impostura…) que sirven de levadura a una prosa inaguantablemente sentenciosa, alambicada y vacua, en la que el magisterio de Borges parece haber causado estragos irreparables. Con ella insufla Padilla sombríos vuelos metafísicos a una intriga de corte detectivesco, todavía más confusa que enrevesada, aparte de conmovedoramente torpe e inverosímil” (suplemento “Babelia” del diario español El País, 6 de mayo de 2000).

Padilla y Volpi (dos amigos que ya en México habían creado una especie de secta literaria denominada “Generación del Crack” que reunía, mafiosamente, a un puñado de escritores) eran “manejados” desde Europa por la agente literaria Antonia Kerrigan (Francia, 1952-2023) —cuyo catálogo rondaba el centenar de autores—, la misma que les había conseguido los premios, y con ellos las jugosas posteriores ganancias (más de un millón y medio de pesos sólo por la adjudicación de los galardones, aparte la distribución en el mundo de sus libros y la traducción a otros idiomas).

Ya se sabe, además, que en España los premios son repartidos entre los agentes literarios que promueven con astucia a sus autores. La idea aquella que se tiene acerca de la justicia de los jurados en pos de la mejor escritura es, ya, obsoleta: “Editoras, agentes literarias y libreras escogen los libros que hemos de leer —dijo Rosa Mora en su reportaje intitulado “Mujeres de libros” en “El País Semanal” del domingo 23 de abril de 2000—. Reto es una palabra común en boca de estas mujeres, que desafían con entusiasmo el presente y el futuro de los libros. Las agentes literarias, desde una combativa profesional como Carmen Balcells [1930-2015] hasta las más jóvenes, buscan los premios como trofeos codiciados para colocar mejor a los autores que representan. Kerrigan, agente de Ernesto Cardenal [Nicaragua, 1925-2020], Luis Goytisolo [España, 1935], Enrique Krauze [México, 1947], Fernando Schwartz [Ginebra, 1937] o Juan Luis Cebrián [España, 1944], se ha pasado meses comentando que tenía a un ‘mexicano maravilloso’. Se trataba de Ignacio Padilla, que en marzo obtuvo el Primavera de Novela (30 millones de pesetas [1 millón 674 mil pesos]) con Amphitryon”, la misma que Echevarría, ya sin ese ánimo de entusiasmo mercantil que caracteriza el lenguaje de las y los agentes literarios, aseveraba que se trata de una novela “de retórica muy inflada, lírica y risiblemente pedante”.

Después de todo, España es el dominador del mercado hispanoamericano. En México, las editoriales “influenciables” (Santillana que posee Alfaguara y sus diversas nomenclaturas como Taurus, Altea y Aguilar; Planeta que cuenta con Joaquín Mortiz y Seix Barral; Grijalbo que se unió con Mondadori; el grupo Zeta que distribuye Ediciones B y Vergara; Plaza & Janés) pertenecen a empresarios españoles que, desde Europa, planean sus estrategias americanas imponiendo a sus autores, sus premios, sus ideas particulares de la literatura. De ahí que no deba extrañarnos, en realidad, el premio concedido, ¡con un libro ya publicado en México!, a Carlos Monsiváis por la Editorial Anagrama.

La diferencia entre Aires de familia (Anagrama, 254 páginas, 2000) y Del rancho al Internet (ISSSTE, 170 páginas, 1999) consiste, únicamente, en los tres capítulos añadidos al libro ganador del XXVIII Premio de Ensayo, en cuyo quinto capítulo —“Desperté y ya era otro”, que no remite ciertamente a nada—, en la página 178, se halla un subcapítulo denominado precisamente “Del rancho al Internet”.

¿No tenía otro libro a la mano Carlos Monsiváis para enviar al “concurso”?

Ilustración: cortesía.

Ya que era válido premiar libros previamente publicados, ¿por qué no enviar, mejor, Amor perdido (1976) o Escenas de pudor y liviandad (1988) o Los rituales del caos (1995), por no decir el clásico Días de guardar (1970), agregándoles tesis actualizadas o suprimiéndoles capítulos inconvenientes? Pues Del rancho al Internet, en la versión del ISSSTE, desde la primera lectura es notorio que es un libro aún inconcluso, fragmentario, alrevesado, extrañamente deslucido, sin ninguna propuesta renovadora, atentador y sorpresivo recipiente de lugares comunes.

Pero un premio es un premio y, en México, los premios son una pantalla benefactora y prestigiosa, la prueba irrefutable del exitoso paso intelectual por esta vida. (¡En la primera década del siglo XXI, de 2001 a 2010 —el año de su muerte—, obtuvo, sin fallar un solo año, más de 20 premios entre reconocimientos, Honoris Causa y medallas al mérito, una proeza inigualada!)

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