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Luis Eduardo Aute, un lustro después

Mira que eres canalla

Marzo, 2025

Nació en Filipinas en 1943, pero radicó casi toda su vida en España, donde fallecería en abril de 2020. Sí: se cumplen cinco años de la muerte de Luis Eduardo Aute. Pintor, escultor, poeta, y sobre todo músico, cantante y compositor, Aute formó parte de la pléyade de esos pocos artistas conocidos en ambos lados del océano en un mundo y una época carente de internet, que hoy eleva y viraliza a cualquier fraudulento con un par de canciones. Referente básico de la canción de autor española del último medio siglo, Aute dejó tras de sí una discografía a la vez fascinante y compleja que va de la canción protesta de sus obras iniciales a las tersas odas al amor y el sexo de sus discos posteriores. (Aunque, eso sí, le dedicó también canciones a la memoria, el recuerdo o la religión). Víctor Roura aquí lo recuerda.

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Nacido en Filipinas en 1943, pero radicado en Madrid desde los once años de edad, Luis Eduardo Aute falleció en ésa su segunda patria a los 76 años de edad el 4 de abril de 2020.

El compositor empezó a cantar tardíamente: en 1967, influido por los nuevos cantores norteamericanos, sobre todo Pete Seeger, con quien grabaría posteriormente dos discos en vivo. Educado en inglés en su tierra natal, Aute comprendería la simbiosis entre la poesía y la música escuchando básicamente a Bob Dylan. Inmiscuido a temprana edad en el arte pictórico, Aute mezclaría la literatura, la pintura y la estética cinematográfica con el pop musical, con lo que conseguirá, con el paso de los años, un estilo absolutamente personal.

—En 1968 terminé la mili en Barcelona y me vine otra vez a Madrid —le confesaba a Francisco López Barrios, autor del libro La nueva canción en castellano, editado en 1976 por la casa española Júcar—. Reinicié mis actividades pictóricas y entré en contacto con Massiel, a la que ya conocía con anterioridad. Massiel estaba haciendo un tipo de canción que por lo menos resultaba distinta a lo que se oía normalmente, y esto me animó a escribir canciones para ella. El error consistió, creo —decía un modesto Aute—, en que no tiré ninguna. Ahora, cuando analizo la labor realizada, me doy cuenta de que debí arrojar al cesto de los papeles todas las canciones de la primera época y empezar por aprender a escribir.

De esa primera etapa data la monumental “Rosas en el mar”, la respuesta en el 68, en castellano, de esa belleza contigua inglesa “Blowin in the wind” de Dylan. Pero Aute, en el año 2000, ya con un poco más de tres décadas en el camino de la música, y con un número similar de grabaciones, no se extravió en la ruta.

—No se trata de que seas más bueno o más malo o más o menos inteligente —declaraba Aute—, sino que los datos que posees, la información que has recibido, o son incompletos o tienden a imbuirte una determinada forma de ver el mundo, propia de la clase a la que perteneces y que, en definitiva, como es lógico, funciona en beneficio de la misma. O sea, yo estoy convencido de que habrá mucha gente en estos momentos por ahí, por la calle, que tendrá su piso, su chalecito para los fines de semana en la sierra, sus vacaciones pagadas y todo lo demás y que al mirar a su alrededor dirá: ¡caramba, pues no está todo tan mal como algunos se empeñan en decirnos! Y no es que se trate de malas personas, insisto en ello. Si acaso es, por un lado, algo egoístas y, por otro lado, incapaces de salir de su pequeño círculo, de sus pequeños mundos.

Luis Eduardo Aute. Imagen tomada de la portada del álbum Segundos fuera (1989).

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Treinta años después, ese pequeño mundo de Aute, en el que comenzara rodeado de su favorecido círculo burgués, como él mismo reconocía, creció demasiado. Tanto, que Aute al comenzar el siglo XXI prefirió estar oculto, no dar ya declaraciones a la prensa, trabajar en silencio.

—Ah, qué vida más tonta —dijo Aute a David F. Abel quien lo registra en su libro Melodía poética, editado en 1997 por la valenciana La Máscara—. En el fondo, nada de lo dicho importa. Mírame: soy un exiliado, un náufrago que vive en una isla en medio de una manzana de edificios de cinco pisos, que a su vez es una isla en medio de Madrid. He conseguido vivir con cierta sensación de náufrago voluntario. No voy a estrenos, ni a inauguraciones, ni a nada de eso. Voy a mis conciertos porque no puedo mandar a nadie a cantar en mi lugar.

Pero treinta años, en realidad, son muchos años, sobre todo para un creador como Aute, que no se había entregado, ni se entregó nunca, ni un minuto de su vida, a la gananciosa comercialidad: su mundo musical era demasiado intimista.

Por eso sorprendió el disco ¡Mira que eres canalla, Aute! (Virgin, 2000), un homenaje al cantor español que le rindieran dieciocho artistas, siguiendo el modelo establecido por aquel otro maravilloso disco, aparecido en 1995, en honor a Joan Manuel Serrat donde participaron dieciséis personalidades haciendo sus propias versiones de las piezas del catalán. En aquella ocasión, al igual que en el álbum de Serrat, también hubo, hay, versiones tan ajustadas a su tiempo que aún es posible comprender (o, mejor, contemplar) los movimientos musicales que rondaban entonces en agrupaciones que se quedaron, acaso, en la vía de la complacencia sonora: en el homenaje intervino un catálogo global de los gustos momentáneos de los artistas participantes, de modo que el espectador puede escuchar, porque está debidamente registrado, la versión de asociaciones azucaradas o anodinas tales como Ella Baila Sola o Tam Tam Go! (que canta “Rosas en el mar”, que hace añorar la indiscutida versión de Massiel) o la enjundia actoral, ya tradicional, de Fito Páez, así como la monótona circularidad cantora de Pablo Milanés (“Libertad”, que la interpreta como si estuviera calcando cualquier composición suya, sin ningún matiz ni interés musicológico, ninguna coloratura ni visible emocionalidad) o la interpretación de un aislado cantor como Ismael Serrano; pero hay hallazgos sorprendentes, como el del cantaor José Mercé, que hace de la canción, ya clásica, “Al alba” un himno gitano, o las apariciones rabiosas de unos magnetizados Serrat y Joaquín Sabina; las siempre fascinantes presencias de una Ana Belén, de un siempre rejuvenecedor León Gieco, de un categórico Silvio Rodríguez (“Me va la vida en ello”, que aunque con escasa estructura tecnológica hace con su guitarra y su ánimo vocal lo que se le antoja), o de una lanzadora de frescuras como Mónica Molina; pero también hay rock pesadísimo con Rosendo y alguna tonada hiphopera como la de Javier Álvarez que radicaliza, para bien, la pieza “Sin tu latido”, que transforman, todos ellos, las canciones originales de Aute convirtiéndolas, o realizándolas, en propuestas completamente nuevas, que de eso, y no de otra cosa, se trata cuando se llevan a cabo este tipo de antologías musicales.

Luis Eduardo Aute. / Foto: cadenaser.com/internet.

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¡Mira que eres canalla, Aute! confirma dos veracidades: por un lado, que las canciones de Aute son verdaderamente bellas y, por otro lado (y no necesariamente es la finalidad de estos homenajes sonoros), se vislumbra, sin duda, que el mejor intérprete de Luis Eduardo Aute —así como Serrat lo confirmara para sí mismo— no es otro que el propio Luis Eduardo Aute: es cierto que las numerosas versiones de las canciones de los Beatles son bellas, pero nada mejor como oírlas con el propio cuarteto de Liverpool.

Así como Serrat confirmó, en aquel disco de 1995 en su homenaje (¡donde hasta salió inesperadamente un replicante del gran Tom Waits: Adria Punti con su grupo Umpah-Pah!), que el mejor intérprete suyo es él mismo, de similar manera ocurría con Aute: después de todo, el propio Aute se había dado el lujo de hacer diferentes versiones de sus mismas composiciones en sus tres dobles Auterretratos, si bien ya lo había hecho antes con aquel disco doble intitulado 20 canciones de amor y un poema desesperado (Ariola, 1986), donde deshizo y rehízo, a su libre albedrío, sus hermosas canciones.

Aunque, después de escuchar el disco en su honor, tiene uno la impresión de que es, en efecto, muy difícil atrapar a un autor intimista (por eso luego le sobran intérpretes a autores como Juan Gabriel, dedicado a vender canciones, no a exhibir su alma), también es cierto que sus piezas —las de Aute— son, a su vez, un homenaje a la inteligencia, a la cordura y, por qué no, a la locura: “Hay algunos que dicen que todos los caminos conducen a Roma; y es verdad, porque el mío me lleva cada noche al hueco que te nombra. Y le hablo y le suelto una sonrisa, una blasfemia y dos derrotas. Luego, apago tus ojos y duermo con tu nombre besando mi boca. ¡Ay, amor mío, qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido!”

Eficaz y añorada fórmula, por cierto: a Aute habría que escucharlo estando, sí, terriblemente, absurdamente, enamorado.

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