Marzo, 2025
Hay video que lo corrobora: tocando en el escenario está un joven Jimi Hendrix —uno de los mejores guitarrista de la música pop de todos los tiempos—, y, tras bambalinas, atónito, otro joven músico no da crédito a lo que ven sus ojos. Con el paso del tiempo, ese joven músico, llamado Eric Clapton, se ha convertido también en uno de los máximos guitarrista en la historia de la música. Aunque ya lo era desde entonces, si nos atenemos a las crónicas: por cariño y admiración, en sus inicios musicales algunos lo conocían como ‘Mano Lenta’ («Slowhand»). Otros más entusiastas fueron más allá y, en varios grafitis en su natal Inglaterra, comenzaron a llamarlo ‘Dios’ («God») por su sobrenatural manera de tocar la guitarra. Sí: Eric Clapton, el músico, cantante y compositor británico, ha llegado a las ocho décadas de vida. (Por cierto: como nos recuerda en este texto celebratorio el periodista y cronista musical Víctor Roura: influencia esencial en la formación del músico inglés, este año se cumple también el centenario del bluesista estadounidense B. B. King, así como el décimo aniversario de su partida).
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Nacido el 30 de marzo de 1945 en Inglaterra, Eric Clapton grabó en 2015 su documental de “despedida” de los escenarios: Slowhand at 70 / Live at the Royal Albert Hall, y su disco I Still Do, que apareció en el mercado en mayo de 2016, luego del cual fue presentado, en octubre de 2018 por la discográfica Surfdog, su vigésimo álbum de estudio: Happy Xmas, acaso la grabación más intimista (el mismo título lo sugiere) de Clapton porque, por lo menos en ese momento, se acotaba que podía tratarse de la última.
No fue así.
Las especulaciones médicas resultaron, para fortuna del propio Clapton, infundadas: en 2021 salió el álbum The Lady In the Balcony: Lockdown Sessions (Live), en 2022 fue dado a conocer el disco Nothing But the Blues (Live) y en 2024 editado Meanwhile con la participación de, entre ortros, Van Morrison y Jeff Beck (que grabara la canción antes de su muerte ocrrida el 10 de enero de 2023 a sus 78 años de edad). También ofreció conciertos en la Ciudad de México en octubre de 2024 contando, ya, con 79 años de vida.
Una auscultación médica, en 2016, le había detectado neuropatía periférica que supuestamente lo obligaría a retirarse por completo de la música. De ahí que, ante tal desfalleciente diagnóstico, se pensaba que I Still Do sería su último disco, fuera de las grabaciones que irían saliendo de sobras y registros cuidadosamente archivados o hallados azarosamente.
Pero no ha sido así: la enfermedad no ha obstaculizado el ansia de los demonios internos de Clapton por la música. La Navidad blusera de 2018 quebró por fortuna ese maligno augurio que daba como un hecho la imposibilidad de Clapton de poder continuar rasgando las cuerdas de sus guitarras.
Y así como Elvis Costello publicó en ese mismo 2018, a sus 64 años, un disco nuevo intitulado Look Now, luego de la recuperación del cáncer que amenazó con quitarle la vida (en 2024, el 25 de agosto, el londinense cumplió 70 años), y justo en los momentos en los que se decía que Michael Jackson podía volver a ofrecer conciertos mediante la magia de los hologramas, es cuando renació Eric Clapton en la Navidad de 2018.
No nos sorprenda, entonces, cuando se anuncie oficialmente el retorno de Beethoven en el Palacio de Bellas Artes.

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En 1967, a los 22 años, Eric Clapton se confesaba ante Jann Wenner unos cuantos días después de que este periodista fundara, en ese mismo año, su Rolling Stone, considerada entonces la biblia del rock:
—Al principio toqué exactamente como Chuck Berry durante seis o siete meses. No se podía notar la diferencia cuando estaba con los Yardbirds. Me daba por los blues más antiguos. Quizás porque estaba muy al alcance de la mano me dediqué a Big Bill Broonzy; después oí a un montón de músicos que nunca había oído antes: Robert Johnson, Skip James, Blind Boy Fuller. Y simplemente me zambullí de cabeza en aquel mundo enteramente nuevo para mí. Estudié y oí para arriba y para abajo. Yo tenía diecisiete, dieciocho años. Al final de esta etapa me entusiasmé con B. B. King y desde entonces no he cambiado. Yo todavía creo que no hay guitarrista de blues mejor que B. B. King en el mundo entero.
Tuvieron que pasar 396 meses de aquella declaración para que Clapton rindiera pleitesía a su maestro: Riding with the King es el título del compacto, realizado en el año 2000, donde ambos bluesistas exhiben sus propias técnicas tan definidas y similares a la vez con una notoria e ineludible diferencia: mientras la inconfundible sonoridad negra de B. B. King —cuyo centenario matal se conmemora este año, el 16 de septiembre, lo mismo que la primera década de su muerte, ocurirda el 14 de mayo de 2015— se desplaza irremplazable en los surcos, el clamor blanco del británico —ahora octogenario, cumplidas sus ocho décadas este 30 de marzo— es, apenas, el eco, acaso ciertamente portentoso eco, de la áspera resonancia del primero.
Nadie como los negros para los blues, ciertamente, de ahí que Clapton no dejara prácticamente nunca de invitar a su Festival de Guitarra Crossroads a B. B. King, audiciones que dieran comienzo el 30 de junio de 1999 en el Madison Square Garden de Nueva York bajo el nombre de Eric Clapton & Friends In Concert: A Benefit For The Crossroads Centre At Antigua, aunque como Crossroads empezara oficialmente, con este título, hasta 2004.
En su disco con el bluesista mayor, Clapton rendía homenaje anticipado a B. B. King tres lustros antes del deceso del guitarrista, hermosa grabación donde se fusiona a la perfección el blues original negro con el blues renacido blanco.
(Cuatro años después, emblusado —¿embrujado?— como estaba, Clapton continuó ofreciendo pleitesía a otro músico negro: Robert Johnson, fallecido el 16 de agosto de 1938 a sus 27 años de edad. Su álbum Me and Mr. Johnson, de 2004, marca en definitiva los dos iconos bluseros de Clapton, ya que su grabación Wynton Marsalis and Eric Clapton Play the Blues, de 2011, es simbólicamente más jazz que lo anunciado en el título del disco.)

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Si bien Eric Clapton se ha mantenido firme en la difusión de las semillas de la música negroide, su camino es otro. Lo suyo podría decirse que es esa música que comienza donde lo negro empieza a difuminarse para ceder su paso a la blancura. Clapton camina por ese delgado hilo de la de[s]coloración. Pese a ser uno de los mejores exponentes del blues blanco en el mundo, si no el más relevante, su música, por su propia naturaleza intrínseca, se niega por completo a ser negra. Su blues no es originario, aunque su franqueza al ejecutarlo sea realmente admirable. Clapton, y tamaña aseveración lo ha de sumir en los pozos profundos de la ansiedad, no es un calificado bluesista como sí lo es un innato roquero.
Sin embargo, su empeño en no deslindarse de la música negra lo ha elevado a la categoría del legitimizado prohijamiento: los bluesistas han acabado por adoptarlo, por creerlo uno de los suyos, por aceptarlo como un pariente cercano.
Clapton, está por demás decirlo, se ha merecido esta confianza con amplitud debido a sus numerosos esfuerzos discográficos. Clapton, y esto también es cierto, es más bluesista, aun no siendo negro, que algunos negros que se dicen bluesistas.
Desde su incursión con The Roosters o con Casey Jones and The Engineers, y luego con su primer grupo formal, los Yardbirds, Clapton no se ha interesado por el éxito fugaz. Con esta última agrupación, Clapton ha confesado que dejó seriamente de tocar por estar inmerso en los argüendes de la fama:
—Estaba más bien jodido por todos lados —le dijo a Wenner en 1967—. Tocando con un conjunto que te pone en un estado de espíritu tan extraño pierdes muchos de tus valores originales. Me quedé durante un par de semanas con un amigo. No hice gran cosa y entonces me ofrecieron trabajar con John Mayall al que siempre había admirado por su integridad. Si iba a tener que tocar con alguien, mejor él que otro. Toqué con Mayall durante cosa de año y medio también. Fue cuando de verdad empecé a desarrollar mi música más de lo que hasta entonces había hecho. Porque ellos se la tomaban en serio.
Fue cuando vino Cream, ese honroso trío conformado por Clapton, salido de las filas nada menos que del gran Mayall —fallecido a los 90 años de edad el 22 de julio de 2024—; Jack Bruce —fallecido a los 71 años de edad el 25 de octubre de 2014—, que tocaba con Manfred Mann —británico, pero nacido en Sudáfrica, que cumple 85 años el próximo 21 de octubre—, y Ginger Baker —muerto a los 80 años el 6 de octubre de 2019—, el baterista de Graham Bond:
—Habíamos decidido que nos interesaba tocar juntos más que con cualquier otro, y formamos un conjunto completamente cooperativo. Lo hicimos sin más. No fue demasiado difícil. Hacerlo funcionar resultó duro porque no teníamos ni idea de lo que realmente queríamos tocar.
Y esta sincera declaratoria es demasiado visible en los tres álbumes de Cream, donde suman piezas irrelevantes una tras otra en las cuales el atractivo único eran las ejecuciones de cada integrante, que en ese momento eran considerados los mejores en su respectiva especialidad, como más tarde (sólo dos años después, a partir de 1968) lo fuera el trío canadiense Rush, para muchos tal vez la asociación roquera perfecta.
Empero, con Cream el guitarrista Eric Clapton hizo cosas impecables. Para comenzar, ese modelo de idóneo rock que significa la canción “White room”, que contiene todas las estructuras posibles y por haber de una pieza compleja y accesible.
Después vino la discreta experimentación con Blind Faith, al lado de ese otro inigualable músico británico: Stevie Winwood (12 de mayo de 1948), cuya fusión fue aleccionadora aunque demasiado corta (quizás por eso ambos músicos decidieron ofrecer un concierto juntos en Nueva York, en febrero de 2008, para luego darlo a conocer en el álbum doble, de 2009: Live from Madison Square Garden).
Luego Eric Clapton se unió, brevemente, a Delaney y Bonnie Bramlett —fallecido el primero a los 69 años de edad el 27 de diciembre de 2008 y la segunda de 80 años que cumplió el pasado 8 de noviembre, ambos estadounidenses— y ya posteriormente, al iniciarse la década de los setenta, por fin se independiza: Clapton graba como Clapton sin respaldo de ninguna otra figura.
Y es ahí cuando se comienza a perfilar como un agudo y diverso compositor, si bien él mismo disminuye con persistencia sus propios méritos:
—No creo que baste con tocar la guitarra —le dijo al periodista John Pidgeon en 1970—. No veo por qué se ha de poner por las nubes a un hombre que se limita a tocar la guitarra. De alguna manera esto no basta. Si yo fuera un gran compositor o un gran cantante, entonces no sería tan humilde al respecto. No me mostraría tan tímido. Hasta que no sea un gran compositor o un gran cantante seguiré avergonzándome cada vez que la gente me venga con la coba.

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Medio centenar de discos más tarde, y de una treintena de hermosas canciones, Clapton sigue creyendo que para ser un buen compositor no es suficiente la fama que se ha adquirido a través de los años, sino la práctica misma en los foros. A los 53 años, en 1998, Clapton editó Pilgrim, acaso uno de sus discos más entrañables. Ya habían pasado siete años de la muerte de su pequeño hijo Conor (1985-1991), quien se precipitara al vacío de un elevado edificio y a quien dedicara una de las más bellas piezas de su repertorio: “Tears in heaven”, que es a la vez su terapia:
—No voy a pedir perdón por inspirarme en algo tan devastador como la muerte de un hijo —declaró al periodista español Diego A. Manrique—. En aquellos días me tocó mantener la compostura, calmar a la madre [Loredana del Santo] y a sus parientes italianos, que se pusieron muy emocionales. Luego me desahogué escribiendo canciones sobre lo que Conor significó para mí. Es terrible pensar que el mejor arte surge de los momentos de desesperación.
Lo suyo, como la ruta que tomara el ya desaparecido John Mayall o la de J. J. Cale (Estados Unidos, 1938-2013) o la de Alvin Lee (Inglaterra, 1944 / España, 2013) o la de Johnny Winter (Estados Unidos, 1944 / Suiza, 2014) o la de Joe Bonamassa (Nueva York, 1977), podría decirse que es esa música, como ya he señalado, que comienza donde lo negro acaba. En todo caso, o en cualquier caso, Clapton es el gran replicante del blues.
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Su I Still Do, el que se creía el último de su carrera por el certificado médico que le recomendaba el retiro total, no parcial, de la guitarra, lo exhibió de nuevo prodigioso y recreador tanto de piezas de grandes músicos —Dylan, Robert Johnson, J. J. Cale— como de composiciones propias.
Y no ha guardado silencio desde aquel supuestamente funesto diagnóstico médico.
Ahora, cuando el rock forma parte de la industria transnacional de la música (asunto que empezara a descararse a mediados de los noventa, esclarecido por completo a partir de la segunda década del siglo XXI, cuando la música empieza a invisibilizarse en su producción física para ser aceptada y consumida sólo en las plataformas digitales), se dice que Clapton ha logrado, mediante su incansable maquinaria creativa, equilibrar la cuestión del entretenimiento con el decoro personal, circunstancia que las grandes corporaciones no comprenden o desconocen (la dignidad no tiene ningún significado cívico ni ético en las contiendas económicas) sino, sólo, las medianas y pequeñas empresas alternativas, que las hay.
Sin embargo, Manrique lo ha cuestionado al respecto:
—Su discográfica le ha obligado a enmendar discos para hacerlos más comerciales —le dijo en la cara a Clapton—. Y sólo pudo lanzar From the Cradle, su homenaje al blues, tras el éxito de Unplugged.
Clapton se mantuvo sereno, británico como es, para responder que él es un músico, “no hombre del negocio del disco”:
—Así que me tengo que fiar de las opiniones de estos empresarios. El tener un nombre con historia te ayuda a vender entradas para conciertos, pero no a despachar discos. Y si no vendes discos, comienzan los problemas. Yo me sentí muy afectado cuando mi compañía, Warner, prescindió de Van Morrison. Me indigné, pero me enseñaron las cuentas y tenían sus motivos: con los adelantos y las regalías que había negociado Van Morrison, perdían dinero si no vendían por encima de una cantidad. Así de simple.
Sin embargo, hoy no se sabe cuál va a ser su futuro musical, independientemente de la sorpresiva Navidad discográfica de 2018 y de dos o tres álbumes posteriores. Ni el propio súbitamente envejecido Clapton lo sabe: después de todo, los años no pasan en balde, dicen, si bien el mismo Clapton ha declarado que él debió de haber muerto ya muchos años atrás: “No sé cómo sobreviví, sobre todo en los setenta. Siendo justos, debería haber estirado la pata hace mucho. Por alguna razón fui sacado de la boca del infierno y se me dio otra oportunidad”, escribe en su libro autobiográfico Clapton (Global Rhythm Press, 2008, traducción de Ezequiel Martínez Llorente).
El orgullo de la irresponsabilidad roquera siempre (o casi) ha sido un estandarte justificatorio de las celebridades de la música.
Por algo la paquistaní Malala Yousafzai (12 de julio de 1997) dice que, a diferencia de un activista social que se compromete con las causas, deberes y obligaciones que él se ha buscado con la ciudadanía, un roquero, a veces sin objetivos en la vida, sólo corre y cuenta con la suerte.

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¿Cuántas más grabaciones circunstanciales vendrán en camino de Eric Clapton?
El propio guitarrista lo ha declarado sin tapujo alguno: extrajo material del pasado para su álbum I Still Do, donde se puede escuchar una voz muy parecida a la de George Harrison, aunque Clapton ha negado que le perteneciera al ex Beatle. Muy amigo suyo, por lo demás, pese a que Clapton le haya prácticamente arrebatado una esposa: Pattie Boyd (1944), quien, como Helena, se dejara robar en la misma casa del anfitrión, su marido.
Es un disco, el referido I Still Do, muy parecido a otros suyos, con lo cual quiero decir que es realmente bello y entrañablemente blusero, como el de la inesperada Navidad de 2018.