Octubre, 2025
Dice Gabriel Zaid: habrá que preguntarse sobre la influencia del libro, pues a todos nos queda claro que existe “pero no cómo funciona, ni qué tanto pesa, ni qué tan buena o mala es”. Esta reflexión del ensayista mexicano le sirve hoy a Víctor Roura, autor del siguiente texto, para echar una mirada en torno al libro y su realidad actual. Escribe Roura: ahora con los receptores digitales, aquello que decía Zaid acerca de que era deseable que la excelencia interesara “al gran público”, podemos observar que incluso lo insulso puede tener cientos de miles de cautivos observadores. Es cierto: puede la gente no leer libros, pero vaya si está interesada en la última serie de referencia en Internet. Las cosas han cambiado demasiado: y peor, peor, para los libros, sentencia aquí.
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En las letras latinoamericanas sólo el chileno Nicanor Parra ha rebasado el siglo de vida: vivió hasta los 103 años habiendo fallecido el 23 de enero de 2018, un año antes de la pandemia.
El argentino Ernesto Sabato estuvo a dos meses de lograr tal suceso: murió a los 99 años de edad el 30 de abril de 2011.
El nicaragüense Ernesto Cardenal vivió 95 años muriendo el 1 de marzo de 2020 y cuyo centenario natal se conmemoró este año, el pasado 20 de enero.
En México sólo un hombre dedicado a las letras, si bien sociólogo, que no literato, ha vivido 101 años: Pablo González Casanova, nacido en Toluca el 11 de febrero de 1922 y fallecido en la Ciudad de México el 18 de abril de 2023.
Autores vivos longevos tenemos a Margo Glantz, nacida en la Ciudad de México el 28 de enero de 1930, con 95 años en la actualidad; a Elena Poniatowska quien nació en París el 19 de mayo de 1932, ahora con 93 años de edad; a Gonzalo Martré, hoy con 96 años quien viera la luz primera en Hidalgo el 19 de diciembre de 1928; y al regiomontano Gabriel Zaid, nacido el 24 de enero 1934, con 91 años cumplidos, de quien hablaremos ahora a propósito del libro, cada vez más distanciada la gente debido a las plataformas digitales.
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Habrá que preguntarse sobre la influencia del libro, dice Gabriel Zaid, ya que a todos queda claro que existe “pero no cómo funciona, ni qué tanto pesa, ni qué tan buena o mala es”. La hipótesis tradicional tiene un formato evangélico: “La semilla se arroja, y en parte se pierde o cae en tierra estéril, o se ahoga o da muy poco fruto; pero unos pocos escogidos, de los muchos llamados, responderán transformando su vida y la de otros, multiplicando la influencia. Así se extienden las ideas, sobre todo si llegan a penetrar a quienes tienen el poder, o si los que tienen las ideas llegan al poder. Así se establece un diálogo o tradición a través del espacio y de los siglos, y algunos análisis de Aristóteles imprimen su carácter en las lenguas europeas y moldean las categorías mentales de cientos de millones que ni siquiera han leído a Aristóteles. Así, ese diálogo se va anudando en hitos sobresalientes y permite ver, por ejemplo, en la serie Hegel-Marx-Castro, cómo una influencia intelectual poderosa rige secretamente los hilos de la historia”.
Todo ello, dice Zaid, “es muy bonito y muy consolador, sobre todo para los que venden muy pocos ejemplares de sus libros y piensan que, después de todo, Hegel vendía menos. Pero puede ser simplemente eso: una manera de ahuyentar la pesadilla de la hipótesis contraria, tampoco demostrada, pero no menos difundida: que escribir es ponerse al margen de la realidad. Sócrates no creyó en la importancia de escribir. Rimbaud y Juan Rulfo dejaron de hacerlo”.
De ahí que “muchos religiosos y revolucionarios se han sentido culpables y narcisistas cuando se han sumergido en una acción (la de escribir) cuyas consecuencias son tan poco claras. Los sentimientos de culpa de la gente que escribe son conocidísimos y en parte explican la obsesión de poner la pluma al servicio de causas útiles para sentirse menos inservibles”.

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Si pudimos esperar hasta 1966 para tener en español la Fenomenología del espíritu (de Hegel, editada por vez primera en 1807), “sin que se haya caído el mundo de habla española por falta de Hegel, y si ahora que tenemos la traducción seguimos sin leerla; si Castro declara públicamente que no ha leído más que las primeras páginas de El capital, ¿de qué estamos hablando al hablar de influencia de los libros, ya no digamos en las masas?”
El material, que no es nuevo, y que sin embargo vuelve a sumergirnos en las complejidades del mundillo bibliográfico, se halla contenido en El costo de leer y otros ensayos que el Conaculta, en su colección “Biblioteca del Bibliotecario”, editó en 2004 para repartirlo gratuitamente el viernes 12 de noviembre, Día Nacional del Libro, y para conmemorar, asimismo, los 70 años que cumplió en ese año Gabriel Zaid.
El volumen incluye diez textos, previamente publicados en distinta procedencia, seleccionados por Juan Domingo Argüelles, quien señala, en el prólogo, que Zaid, el pensador, es “el despertador de conciencias”, “una de las inteligencias más necesarias de México por su agudo sentido de la justicia y la moralidad; por su capacidad para hacernos ver con claridad, en medio de las nebulosidades en que se fraguan las mentiras literarias, culturales, sociales y políticas que no todo el mundo quiere advertir por temor a pensar y por las consecuencias que trae consigo el pensamiento”. ¡Aunque a veces éste, como el mismo Zaid lo hace notar, pueda ser fácilmente prescindible en el ejercicio del pensador!: “Porque se puede tener renombre de escritor sin haber escrito un libro, o, en caso de haberlo escrito, sin que se venda, o, en caso de que se venda, sin que se lea, o, en caso de que se lea, sin que nada cambie”.
Y, después de todo, el problema del libro, asegura Gabriel Zaid, “no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir, lo cual implica (porque la lectura hace vicio, como fumar) que nunca le han dado el golpe a la lectura: que nunca han llegado a saber lo que es leer”. Porque los libros, a final de cuentas, son “tan baratos que es relativamente fácil la propiedad (y hasta la edición) privada. Millones de lectores pueden comprar una colección de libros clásicos, pero no una colección de cuadros equivalentes. Una persona de recursos modestos puede pagar la edición de un libro suyo, pero no el montaje de una ópera suya o la producción de una película suya”.
Lo que es caro son otras cosas, como la televisión y la prensa, que, de tan caras, “ni siquiera pueden vivir del público” sino de los anunciantes. “El cine, la prensa, la televisión, requieren públicos de cientos de miles para ser costeables. Los libros, sin anuncios ni subsidios, se pagan con unos cuantos miles de lectores. No se ha inventado nada más barato para dirigirse a tan poca gente”.
Esto, por supuesto, explica por qué la televisión decepciona, a decir de Zaid: “Porque tiene que ser de interés para cientos de miles o millones de personas. Es deseable (y sucede) que lo excelente interese al gran público, tanto en la televisión como en los libros. Pero, en el caso de los libros, si esto no llega a suceder, no hay un desastre financiero, como en la televisión”.

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La televisión estaba obligada a producir puro bestseller (bueno o malo, ya es otra cosa: ¡hoy hay miles de vulgaridades, bajezas, tonterías o abyecciones en los canales de la web y, ja ja ja, nadie pone el grito en el cielo!). En cambio, “los libros pueden ser bestsellers, pero no tienen que serlo. Es económico hacer un libro excelente, aunque no le interese más que a tres mil personas, y muchos bestsellers empezaron así. Los primeros mil ejemplares de El laberinto de la soledad de Octavio Paz tardaron años en venderse. Si hubiera sido un programa de televisión, nunca se hubiera producido”.
Y cuánta razón tiene Zaid cuando habla de las mendicidades del medio cultural: “¿Cómo es posible que la compañía del Metro, con inversiones de miles de millones de pesos, se atreva a escribir a los editores mendigando unos libros? ¿Obtuvo gratis el mármol de los pisos, los carros, etcétera? ¿Y qué decir de la Secretaría de Educación Pública? ¿No sería de esperarse que las bibliotecas públicas fuesen los principales compradores de libros en este país, en vez de pasarse la vida mendigando?”
El capital de los principales editores mexicanos no suma lo que se gastan al año en publicidad uno o dos de los grandes anunciantes del país, asevera Zaid, “ni siquiera el valor de los coches de los lectores de libros que tienen coche. Sin embargo, la mismísima gente que agasaja a un escritor y se gasta horas y cientos de pesos pagándole una cena, ¡sale con que no ha leído su libro por falta de tiempo o porque cuesta ¡40 pesos! La gente que se cree con derecho a recibir libros gratis (elogiosamente dedicados) no se queda en ayunas esperando que le manden el pan hasta su casa, gratis y con dedicatoria”. De ahí que el mundo de los libros, “para las cabecitas oficiales”, es “un mundo estatuario, tieso, de grandes pedestales y valores simbólicos. Por eso nuestros pobres multimillonarios (sin excluir a quienes manejan cientos o miles de millones, aunque sean públicos: son multimillonarios públicos) pierden toda noción administrativa, todo sentido de las proporciones, toda racionalidad, tratándose de la cultura”.
Y, sí, no faltan los “tímidos que se avergüenzan de estar en una cena de homenaje a un autor, por su reciente libro, sin haberlo leído; pero la gente más mundana sabe que lo importante es el brindis, la alegría, el sentirse parte de una comunidad cultural, las sabrosas ocurrencias y chismes de la celebración: lo que dice la fiesta, no lo que dice el libro”. Y para corroborarlo ahí están todos esos festejos de premios, de becas, de prebendas, donde todo se vale (los jueces venales, las amistades soflameras, el simulacro de las hipocresías) menos el reconocimiento íntegro, honesto, desinteresado, donde en efecto los literatos son lo de más y la literatura lo de menos.

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Ahora con los receptores digitales aquello que decía Zaid acerca de que era deseable que la excelencia interesara “al gran público”, podemos observar que incluso lo insulso puede tener cientos de miles de cautivos observadores: puede la gente no leer libros, pero vaya si no está interesada de la última serie de referencia en Internet. Una muchacha, por bella, puede tener millones de seguidores y vivir cómoda financieramente como no lo hiciera ningún honorable literato en el siglo XX.
La excelencia ahora es lo de menos, lo de más es el embrujo digital: si a fines del siglo XX se aseguraba que el gusto musical iría desbarrancando, de a poco, a la música inducidamente comercial, la explosión de la Internet en el siglo XXI ha impuesto sus propias modalidades musicales que son, finalmente, las mismas que los consorcios discográficos alimentaron para su provecho económico. Gente como Brian Eno, Peter Gabriel, David Byrne, Neil Young o Tom Waits jamás hubieran ascendido en el mercado de los likes.
Sí, las cosas han cambiado demasiado: y peor, peor, para los libros. ![]()
Nota bene: apareció por estos días el libro Gabriel Zaid en Letras Libres, selección de Fernando García Ramírez (Debate, México, 2025, 293 páginas). Es una reunión selectiva de las publicaciones de Zaid que han venido apareciendo a lo largo de toda la existencia de dicha revista. Como señalan desde la editorial: “Prácticamente todos los libros de Zaid están integrados por artículos y ensayos previamente publicados en periódicos, revistas y suplementos. ¿Qué encontrará el lector en esta antología? En primer lugar, a un autor poseído por una gran curiosidad, interesado en una multitud de temas diversos (que van desde la posición de las estrellas en la Grecia clásica hasta la forma de sacarle provecho comercial a las bicicletas en las sociedades más pobres, pasando por la propuesta de crear una enciclopedia virtual de todos los pájaros del planeta). En segundo término, una prosa clara e inteligente, bien informada y cordial, amable siempre con el lector. Y, por último, un fino buen humor que recorre todo el libro”.



