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Julio Scherer García, una década después

Los vaivenes de la prensa

Enero, 2025

No puede concebirse el periodismo mexicano durante el último medio siglo sin el nombre de Julio Scherer García. Periodista y escritor, fundó la revista Proceso en 1976 tras el golpe político orquestado por el entonces presidente Luis Echeverría (para expulsarlo de la dirección del diario Excélsior). Ahora que se cumple una década de su partida —nació en abril de 1926 y falleció en enero de 2015—, recordamos al periodista mexicano con sus luces y sombras. Como apunta aquí Víctor Roura: baluarte de la libertad periodística en México, para honrar la memoria de Scherer García habría que mirarlo, como él miraba las cosas, también con otros ojos, con ojo crítico, como él sugería a su base de periodistas.

Con sus propias palabras

Sí: fue el protagonista de la primera confrontación periodística con el poder presidencial, creando al fin el ejercicio de la libertad de prensa en México. En la historia ha quedado registrada la salida de Excélsior de su director rumbo a la búsqueda de la consolidación de una, hasta este momento (me refiero al estabilizador pago nominal y de colaboraciones, asunto que, por desgracia, no sucede en la real prensa independiente) imposible autonomía periodística, por lo menos hasta la fecha: lo cierto es que a partir de julio de 1976 los medios nacionales han intentado efectivamente ser otros (ni con el automático bajo costo que significa crear un portal periodístico en la web ha podido subsanarse la defectuosa ausencia del emolumento; vamos, ni los grandes canales, como el de Aristegui Noticias, estimulan monetariamente, pese a recibir a veces caudaloso dinero, a los colaboradores).

Don Julio Scherer García (nacido en la Ciudad de México el 7 de abril de 1926, fallecido 88 años después el 7 de enero de 2015) es, en ese sentido, baluarte de la libertad periodística en México, pero habría —para honrar su memoria— que mirarlo, como él miraba las cosas, también con otros ojos, con ojo crítico, como él sugería a su base de periodistas, acaso nada más teóricamente porque en la práctica se contemplaba muy distante de sus tesis.

A diez años de su muerte, muerta asimismo su revista Proceso por estar inyectada de oprobiosa oposición informativa, recordamos al periodista con sus propias palabras.

Julio Scherer García. / Retrato: Rogelio Cuéllar.

Agradecido con el Señor Presidente

Por más que me digan de su honradez y por mucho que lea sobre su honorabilidad, no puedo creer aún del todo, por más buena voluntad que le ponga al asunto, en Julio Scherer García, que es, me parece, un icono del periodismo ambiguo, a quien la generación periodística de los nacidos en los cuarenta —que es la que finalmente ha impuesto la historia de la prensa contemporánea— se ha empecinado, a pesar de sus visibles contradicciones, en ponerlo en un sitio cimero. A menos que uno dé por sentado que los periodistas deben convivir con el principado, que ésa, y no otra, es su obligación primera, pues eso fue lo que hizo toda su vida Scherer García, no puedo entender por dónde es que se le busca a este insigne personaje un, a estas alturas imposible, legado impoluto.

Si bien comprendo, como lo dijo Miguel Ángel Granados Chapa, que el periodista —así, en general, para no contaminar con falsas modestias— no puede mantenerse separado de los políticos, pero sí regular su distancia, Scherer García usó en efecto esta noble premisa para su absoluto provecho, con la complacencia mayoritaria de sus colegas, que insisten, digo, en verlo como el héroe insobornable de la prensa mexicana.

Por supuesto, esta consideración tiene mucho que ver con aquel mito del 68, cuando a Scherer García le tocó coyunturalmente estar al frente del diario Excélsior, del que se dice, erradamente, que informó de manera nítida acerca de los cruentos acontecimientos del 2 de octubre.

No sólo eso.

Habría que leer bien de nuevo al propio Scherer García para percatarnos de su sometido comportamiento en aquellos días aciagos del ordacismo. “… No me engañaba: habíamos escamoteado a los lectores capítulos enteros de la historia de esos días —dice el periodista en la página 35 de su libro Los presidentes—. Poco sabíamos de la vida pública de los presos políticos, menos aún de su intimidad, y habíamos evitado las entrevistas con ellos. Habíamos permanecido en la calle, presos nosotros frente a su cárcel. Sabía bien que en nuestras manos había estado la decisión de cumplir o no con ese trabajo, pero también sabía que el Presidente no había propiciado el mejor clima para el desarrollo de una información irrestricta”.

¿El presidente debió haber propiciado el mejor clima periodístico ante su asesinato masivo?

¿No debieron haber sido, perdón, los periodistas los que propiciaran con su trabajo el mejor clima posible periodístico para cubrir aquella excesiva matanza?

Su medrosa actitud, sin embargo, puede ser entendida si no hemos de ser estrictos con los sucesos intolerantes de la historia. Mas, ¿qué hubiera sucedido periodísticamente en un caso de violación constitucional en el Poder Ejecutivo, digamos un impensable golpe de Estado? El periodismo de Scherer García, según hace constar él mismo en sus libros, si en un momento dado se replegó a las súbitas ordenanzas de los mandatarios no fue por otra cosa sino para mantener en pie a su empresa. ¡Cómo buscó en vano, para su desgracia, a Díaz Ordaz en los subsiguientes días de aquella barbarie en Tlatelolco! (¡A Scherer García le urgía saber cómo estaba el presidente con Excélsior sobre todo por su dependencia monetaria pues es sabido que, en México, ningún medio puede sobrevivir distanciado del gasto publicitario gubernamental, hecho soberanamente comprobado, o corroborado, durante el obradorismo!).

Pero, claro, ocho meses después, el 7 de junio de 1969 —en un convivio jacarandoso del Día de la Libertad de Prensa, hoy extinguido por el panismo—, nada menos que Julio Scherer García, Daniel Morales e Ealy Ortiz esperaban al Señor Presidente, gustosos, en la puerta del Hotel Camino Real para conducirlo calurosamente al banquete anual. Y en 1970, en su último año, Díaz Ordaz recibió (¡de manos de O’Farril hijo, Díaz de la Garza, Martín Luis Guzmán y, cómo no, Julio Scherer!, tal como lo documenta Rafael Rodríguez Castañeda en su libro Prensa vendida) un pergamino enmarcado con la siguiente leyenda: “Los periódicos y revistas de México declaran complacidos y conjuntamente lo hacen constar así, suscribiendo este pergamino, que el señor Lic. Gustavo Díaz Ordaz, presidente de la República, ha mantenido incólume, durante el periodo de su gobierno, la libertad de prensa”, pergamino hoy seguramente arrojado a la basura del olvido.

Los beneficios personales

Scherer García se empeñaba en contarnos otras cosas. Es decir, tenía dos actuaciones: una a ojos vistas y otra a ojos cerrados de los espectadores. Porque, además, jamás concedía una entrevista, de manera que uno —interesado en los vericuetos tangibles del periodismo— tenía que estar adivinando su comportamiento.

“La relación del presidente Díaz Ordaz con Excélsior tuvo sus altas y sus bajas hasta terminar de la peor manera —apuntó luego en su libro La terca memoria, editado por Grijalbo en 2007—. Visitó Excélsior en los días en que asumí la dirección del periódico. Así se estilaba: recorrido de cortesía para subrayar que la libertad de expresión existía como uno de los logros mayores de un país democrático. Yo quería moverme con desenvoltura y lo conseguí sólo a medias. Aún creía en la respetabilidad de la institución presidencial como realidad concreta y no como entidad abstracta, la respetabilidad per se del Palacio. Iría sabiendo que los ex presidentes forman una mafia. Pueden aborrecerse entre sí, pero tenían por sagrado el principio de la asociación delictiva: la complicidad…”, al igual que los periodistas. Porque, aunque esto no lo cuenta Scherer García en su libro, Vicente Leñero sí lo hace en Scherer, Salgar, Clóvis Rossi, Sábat (Fondo de Cultura Económica en su colección “Nuevo Periodismo”), los cuatro galardonados con el premio que otorga anualmente con su fundación Gabriel García Márquez en la modalidad “Homenaje”: un año después del “golpe” que le propinara Luis Echeverría a Scherer García para que abandonara la dirección de Excélsior, ahí estaban, como si nada hubiera ocurrido, con el ex presidente, en 1977, en su Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo en una “visita periodística”, en la cual el ex director de Excélsior no le dijo nada en su cara, sino fue el ex presidente el que aireó el tema, logrando “exaltar”, según Leñero, a Scherer. En una serena lógica, el desencuentro era previsible: ¿para qué asistir entonces?, ¿es demasiado tentadora la cercanía con el principado que incluso la dignidad puede irse a paseo con tal de saborear de nuevo la presencia del poder personal ante los embates del destino?, ¿o acaso no es gozar de su poder periodístico —y esto también lo cuenta Leñero en el elogio al ex director de Excélsior— el hablarle a las tres de la madrugada a Carlos Slim para, no sólo despertarlo y hacerlo ponerse en la bocina, pedirle 200 mil pesos en efectivo para cubrir el rescate de su hijo Julio Scherer Ibarra, que había sufrido un secuestro express? “Julio resolvió el problema —cuenta Leñero—. Mil gracias, Carlos. Pagó la cantidad a los pillos y luego le pagó a Carlos Slim, que se resistía:

“—No, hombre, Julio, caray…

“—Ni me digas, Carlos, un préstamo es un préstamo. Aquí está”.

Un préstamo efectivamente es un préstamo, lo que diferencia a las personas son sus prestamistas.

Sin duda, la brutalidad del momento lo hizo llegar hasta donde llegó. Pero Julio Scherer García sabía cuáles eran sus límites, que otro periodista, aun en momentos tan delicados, tan atroces, tan bestiales, se rascará como pueda con sus propias uñas, con su indefensa (y acaso indefendible) autonomía. Scherer García tuvo acceso al hombre más rico del mundo —en ese momento— por saber usar sus poderes periodísticos, no —y espero me sea dispensado el atrevimiento— por su carisma personal.

Hay una cosa esencial que no comparto con la generación de periodistas que me precede, que tiene que ver con los significados de la honradez, pues para ellos ésta no está reñida con las canonjías que pueden obtener por su oficio, ni con los privilegios de los que, suponen, se han hecho acreedores por ser quienes son. E incluyo en este apartado no sólo al referido Scherer García, sino asimismo a todos aquellos (y usted, lector, mencione a quien considere prudente, que con toda seguridad acertará) que se han erigido, por cuenta propia, en los intocados de la prensa nacional debido a su autodivulgada virtud ética que paradójicamente, por artes de una extraña y ambigua probidad, no está peleada con los complejos planteamientos de la cercanía con el principado (“tienes que estar cerca del poder para recibir información”, dijo Vicente Leñero en una entrevista concedida a El Financiero el jueves 18 de enero de 2007), que los ha cubierto, faltaba más, de gloria otorgándoles becas vitalicias y premios puntuales millonarios.

Volvamos, pues, con Scherer García, quien un 24 de diciembre (de quién sabe qué año, pues el periodista lo omite para su discreta conveniencia) recibió, de Carlos Hank González, “una camioneta último modelo”. Éramos muchos, dice Julio Scherer, “y sólo cabíamos en un vehículo grande, nos había hecho saber [Hank González] en un mensaje sencillo. Eran días de fiesta y en la casa la algarabía rebasaba el entusiasmo”. Dice que él protestó lo necesario, sin ánimo de discutir. “Está bien”, acabó por aceptar. Para ello, por supuesto, jugaron a la reversión de la amistad, ya que Julio Scherer pidió a Samuel Máynez Puente que le encargara (“sin sonrojo”, aclara pertinentemente el ex director de Excélsior) a su joyero Sydney Leff “unos aretes de esmeraldas, montadas las piedras con el trato fino del artista”.

—Esmeraldas colombianas —le decía Scherer a Máynez Puente para subrayar, dice, las maravillas que demandaba—, de esas que no tienen bosque, de esas translúcidas, de ésas que no existen.

Regalo que entregaron de inmediato a la esposa de Hank González, Guadalupe Rhon, quien “se recogió levemente el cabello, se desprendió de sus aretes y se acomodó los nuevos: dejó que miráramos las esmeraldas y la mirásemos a ella”. Mientras tanto, la camioneta, dice Scherer, “era una tentación. Ana, aún jovencita, se empeñó en manejarla. Sabía cómo, había practicado con Pablo, su hermano mayor”. Pedía dar “una vuelta a la manzana, por favor”. Era el día de su cumpleaños, de modo que Susana Ibarra, la esposa de Scherer, cedió y la camioneta fue a estrellarse contra un poste. “El automóvil quedó de tal manera maltrecho que lo tuvimos por inservible. El disgusto tuvo su recompensa: no hubo lesiones”.

Pocos días después reapareció Hank.

Nuevamente enviaba “el regalo que la familia necesitaba. No era una camioneta —dice Scherer García en su libro La terca memoria—, pero sí un último modelo de cuatro puertas, brillante su azul oscuro”.

Portada de la antología Periodismo para la historia, de Julio Scherer García, publicada por Grijalbo el año pasado (2024).

Las irritaciones internas

Entonces dice Scherer que “la irritación” lo raspó “por dentro”.

No esperó, dice, un minuto. Le pidió a Pedro, entonces su hijo menor (aún faltaba por llegar al mundo María), que lo acompañara a Toluca para dejar ahí el automóvil. Al otro día Hank González, “el amigo atento, el verdadero amigo, el hombre más allá de las circunstancias”, se presentó en la casa del periodista para decirle a Susana que no entendía la actitud de su esposo. “Él, Hank, tenía dinero de sobra y lo valoraba sólo como un instrumento para resolver problemas y hacerse de un bienestar legítimo. En su contabilidad, un automóvil no alteraba la aguja de la balanza”, mas Susana fue terminante: ni un coche, ni diez, valían un disgusto con Scherer García.

¿Y la camioneta entonces?

¿O ya no contaba porque, finalmente, estrellada era como si no la hubiera recibido?

¿Y la cantina y el biombo chinos enviados después por Hank González, mismos que fueron ponderados por Susana Ibarra durante la visita al rancho del profesor en Santiago Tianguistenco, “arte insólito que combinaba los méritos de la filigrana y la escultura”?

El mensaje, dice Scherer, “nos pareció claro: se trataba de un regalo personalísimo que sólo a costa de un gesto ofensivo podríamos rechazar”, argumento que han hecho válido todos los periodistas “progresistas” del país para recibir, orgullosos, los obsequios del gobierno.

El colmo, o algo parecido al colmo, se suscitó muchos años después, ya en el siglo XXI (¡en noviembre de 2006, ya muerto Hank González!), durante una conversación de Julio Scherer con Manuel Bartlett, en la cual el periodista dijo al político poblano que el profesor Hank “representaba para mí un símbolo de la corrupción”, asunto que, de plano, me deja absolutamente norteado sobre estas convenciones de la honradez periodística. Si Hank González representaba para Julio Scherer García el símbolo de la corrupción mexicana, y el propio Scherer García fue beneficiado, de algún modo, de esta corruptela, eso significa entonces que…

Julio Scherer García con el Mayo Zambada. / Foto: Proceso.

El libro La terca memoria, como todos los de Julio Scherer, me deja [también] atónito no precisamente por lo que los demás se empeñan en subrayar como una muestra de honradez periodística sino, justamente, por su acaso involuntaria inclinación contraria, ya que exhibe, dado su avasallador poder periodístico (¡al grado de enfadarse, Scherer García, si algún político no lo reconocía!), su irreprimible gana por estar cerca del principado, por no dejar de frecuentar a los empresarios de prestigio, por exigir entrevistas con los inalcanzables de fama mediática o política no permitiendo él, a su vez, el mínimo acercamiento de ningún reportero para no admitir un solo posible cuestionamiento acerca de su comportamiento periodístico. ¿O es que nadie podía de veras interrogarlo sobre su obsesivo deseo de figurar pasando incluso por encima de cualquier persona, pues es sabido que la gente que no compartió con él su retirada de Excélsior la borró de su mapa personal, como el caso de Gastón García Cantú, a quien juzgó, “simplemente”, de traidor? ¿No le pidió Scherer a Miguel Alemán Valdés, en casa de Rómulo O’Farril, que a él y a su esposa los hiciera “importantes”, cumpliendo al momento el ex presidente el pedido del periodista, apartándolos “del bullicio” para conversar en privado “en un pequeño espacio con aire de misterio”?

Su salida de Excélsior (8 de julio de 1976) lo hizo crear Proceso (en noviembre de ese mismo año), de excelente manufactura periodística en sus años iniciales, aquí sí haciendo nacer en serio la búsqueda de una prensa independiente que es el hito del periodista de corazón, aunque ello no derrotara al hombre acostumbrado ya a andar del brazo de algunos prominentes políticos (y también capos de la droga, con los que salía retratado en Proceso para exhibir al mundo su irrefutable poder periodístico, como el caso del Mayo Zambada, de quien recibió, según me ha referido una fuente confiable mas indecible, una inconmensurable cantidad de dinero, asunto incorroborable, ya que, como digo, Scherer García se negaba a hablar de estas cuestiones con sus pares: su frase hay que bajar al Infierno si es necesario para cumplir con el oficio periodístico, luego de su encuentro con el capo Zambada, retumbó en los medios nacionales, si bien yo le completaría habría que bajar al Infierno si es necesario para cumplir con el oficio periodístico, en efecto, siempre y cuando retornare uno retacado de millones de pesos) que lo continuaron consintiendo, como el ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, Juan Ramón de la Fuente, ¡que cedió a Proceso “un terreno bien cuidado con todo y almohadillas en primera, segunda y tercera bases” para el exquisito divertimento sabatino beisbolero de los periodistas!

Los libros de Scherer García, por último, me incomodan literalmente (y por haberlo dicho en el momento en que salían a la luz fui descatalogado de las páginas de Proceso) porque su autor hace que todos los demás hablen como él habla, telegráficamente, y eso evidentemente crea atmósferas inverídicas en sus crónicas. Y ya que uno no podía acercarse a él para comentar sobre estos actos escriturales, ¿no pudo Vicente Leñero, muy cercano suyo, hacerle ver estos defectos sobresalientes a lo largo de su obra toda, que suma una veintena de libros memoriosos?

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