Diciembre, 2024
Es, a partes iguales, querido, admirado y respetado. Nació en diciembre de 1954 en la Ciudad de México. Es licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México, maestro en Psicología Social por la University of Keele en Inglaterra y doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de Michoacán (en México). Hizo tres estancias posdoctorales: en la Universidad de París-Descartes; en la Universidad Autónoma de Barcelona; y una más en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, también en París. Ensayista del detalle y autor de una decena de libros, en sus textos suele dirigir su mirada a la grandeza de las pequeñas cosas; como él mismo lo ha dicho: “Decidí que mi tema va a ser la calle de diario y lo que uno va viendo ahí”. Amigo y colaborador de estas páginas culturales, Pablo Fernández Christlieb llega a las siete décadas de vida. A manera de celebración, Víctor Roura ha charlado con él.
Pablo Fernández Christlieb (Ciudad de México, 30 de diciembre de 1954) es profesor titular de psicología social de tiempo completo en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México, academia donde obtuvo su licenciatura, en Inglaterra su maestría, en el Colegio de Michoacán su doctorado y en París el posdoctorado. Es, además, investigador invitado en París, Santiago de Chile y Barcelona.
Su primer libro salió publicado poco antes de cumplir las cuatro décadas de vida, en 1991: El espíritu de la calle (Editorial Universidad de Guadalajara, reedición en Anthropos), luego del cual han salido La psicología colectiva un fin de siglo más tarde; (Anthropos, 1994), La afectividad colectiva (Taurus, 2000), Los objetos y esas cosas (Cuadernos del Financiero, 2003), La sociedad mental (Anthropos, 2004), La velocidad de las bicicletas (Vila Editores, 2005), El concepto de psicología colectiva (Facultad de Psicología, UNAM, 2006), La forma de los miércoles (Editoras los Miércoles, 2009), Lo que se siente pensar (Taurus, 2011), Filosofía de las canciones que salen en el radio (Ediciones Intempestivas, 2011), La función de las terrazas (Editoras los Miércoles, 2016), Bobos contra babosos (Editoras los Miércoles, 2021), La mente del mundo del siglo XVIII al siglo XXI (Editorial El Alma Pública, 2022) y Psicología estética de la situación social (Editorial Comunicación Científica, 2023).
A unos días de celebrar su aniversario número 70, conversamos con él, con Pablo Fernández Christlieb, acerca de su ingente labor académica y literaria.
Un asunto de claridad
—En qué momento se introduce el gusanito de la escritura en Pablo Fernández Christlieb a pesar de tener, ya, una envidiada carrera académica en el sentido de la claridad en la enseñanza: ¿cuándo el profesor se convirtió en el escritor de la sociología cotidiana?
—Se me hace que no hay diferencia entre ser profesor de teorías y ser escritor de ensayos: es sólo un asunto de claridad. De qué le sirve a un académico hacer como que sabe mucho si no lo puede decir y nadie le entiende (con lo cual puede que se sienta hasta más importante); y entonces de lo que se trata es de hacerse legible, comprensible y, si se puede, interesante: para eso tiene que escribir como habla la gente y decirle cosas que sí se entienden, y que sí le importan, y que no estén tan gastadas. Al principio quería yo escribir dizque muy sabihondo, muy intelectual; debe de haber una cantidad muy grandota de vanidad para querer publicar en periódicos y revistas y para ver su nombre impreso (que la primera vez, y hasta la quinta, se siente muy padre), pero de qué iba a servir eso si nadie lo leía, y los lectores no se dan gratis: uno se los tiene que ganar con claridad y con relevancia y un poquito de sorpresa; y, bueno, eso lo tiene que ir aprendiendo poco a poco, y en el trayecto es cuando uno se da cuenta de que no hay distinción entre conocimiento y literatura, de que la literatura es mejor conocimiento que los rollos densos de los intelectuales (a los que nadie lee) que siempre hablan de política porque creen que eso es lo serio.
“Uno es capaz de decir algo trascendente de cualquier intrascendencia”
—Los temas que abordas en la escritura, acaso de tan comunes, son minimizados en la academia literaria, ¿cómo los desdoblas otorgándoles un sentido de trascendencia consuetudinaria?
—Gracias por la pregunta: se me hace que eso hago, tal vez para eso sirve ser profesor: uno se ha pasado la vida estudiando filosofía, historia, teoría social, literatura y otros temas de los que nunca habla fuera del salón de clase y de los que no escribe en los periódicos, pero ahí están siempre en el fondo, y entonces, para escribir sobre cualquier cosita, las plumas Bic, los zapatos, etcétera, eso que está en el fondo se transparenta de alguna manera, dándole al texto alguna especie de densidad más seria que de lo que se trata; y así, uno es capaz (digo, ojalá) de decir algo trascendente de cualquier intrascendencia. Y, bueno, por esa misma razón, pero al revés, es posible agarrar cualquier tema, los pasos cebra, los saludos de los vecinos, y darles profundidad. Creo que nunca escribo desde la cáscara de las cosas.
“Escogí lo más obvio porque es lo que menos se nota”
—Hablar de las tiendas Oxxo, por ejemplo, es tan peculiar como conversar sobre los ejercicios matinales en el gimnasio, pero nadie vuelca estos temas a la reflexión escritural, ¿cómo te aproximas a ellos, cuánto tiempo le dedicas, por qué precisamente esos temas y no otros?
—De los Oxxos, de las lavadoras, de las sobremesas. Es que, en rigor, en honestidad, uno sólo debe escribir de lo que sabe (por eso me parece un poco superficial escribir de política o economía, porque uno no puede saber lo que de veras sucede y se decide en las cúpulas del poder, y andar opinando de eso es medio patrañoso), de lo que sabe de primera mano, y lo único que puede saber con certidumbre es lo que nos pasa a todos en la calle y en la casa. O sea, escogí lo más obvio porque es lo que menos se nota, tan obvio que no se ve, con lo cual, por lo menos, me aseguré de poder hablar de algo; todos los que escriben escogen un tema principal por donde moverse. El hecho de escoger lo que sucede en las esquinas y las cocinas tiene la originalidad de que a nadie le importa.
“Diría que se me ocurre sin querer, pero no es cierto, porque todo el tiempo, con cualquier cosita, el basurero, los nombres de las calles, las etiquetas de las latas del súper, está uno viendo si de ahí puede sacar un artículo o no (siempre con el pendiente de andar fijándose en todo para agarrarlo de tema), y entonces uno escoge aquel tema en donde se le aparece más o menos todo el argumento completo, o sea que de ahí sale el artículo. Claro que ya a la hora de estarlo redactando se vuelve difícil, y es cuando uno maldice el texto y a sí mismo también. Eso de que escribir es glamoroso que se lo crea su abuela.
“A cada texto, a cada ensayo, a cada artículo de setenta renglones, le dedico mucho, muchísimo tiempo (cada vez tengo un poco más de oficio): los cuido mucho (siento que son como el equivalente de canciones: que duren tres minutos y que digan algo y que suenen bonito), así que los escribo, rescribo, transcribo seis veces (como si fuera ritual) cambiando palabritas y puntuaciones. Y necesito que sea a máquina de escribir porque su traqueteo es el ritmo de mi pensamiento (y siempre falla alguna palabrita), y sólo la última vez ya lo paso a la computadora. Me quedo muy orgulloso de ellos. Y, claro (si no no hubiera funcionado), tuve la confianza del director de Cultura del periódico, Víctor Roura (o sea, usted, señor) y el cariño de la editora de los libros, Ana Cecilia Terrazas”.
“Mi modelo no eran los escritores, sino los lectores”
—¿Cuáles fueron los primeros autores, fuera de la psicología social, a los que recurrió Pablo Fernández Christlieb? Los intelectuales, en efecto, son un fraude, la mayoría, sobre todo los ceñidos a la cúpula cultural, pero con el tiempo uno se va deshaciendo de ellos (Fernando Savater hablando de ética y cobrando millones de euros tras acordar tras bambalinas sobre asuntos contra los que él mismo teoriza estar en desacuerdo, Carlos Fuentes escribiendo contra la represión y recibir millones de pesos del represor Luis Echeverría Álvarez, largo etcétera); ¿cómo has caminado literariamente en este tráfico indomable de codicias?
—No es por soberbio y a lo mejor sí es por ignorante, pero, la verdad, es que no recurrí a ninguno: nunca quise escribir como nadie (aunque sí me gustaba leer a muchos articulistas, como José Joaquín Blanco; a Hermann Bellinghausen todavía lo leo; a otros nada más los leo por el placer de hacer un entripado como a la señora ésa Denise Dresser); mi problema era mayor, y era qué puedo decir que le interese a alguien y cómo le hago para que me oiga. Y por lo tanto mi modelo no eran los escritores, sino los lectores, y tratar de imaginarme al lector que quisiera que me oyera y me entendiera; mi modelo de lector es algún veinteañero medio marginal y enojado, con alguna rabia y mucha inteligencia por dentro, al que yo no le parezca superior, sino su aliado (yo pensaba que eran hombres, pero muchas son mujeres).
Congruencias y egos
—José Joaquín Blanco ha sido borrado del mapa social luego de que terminara su relación con Carlos Monsiváis, así de cruel es la designación y el señalamiento de la escritura en México dominada por una cúpula cultural: el talento es ignorado si no se pertenece a una mafia. Pablo Fernández Christlieb es un literato, a pesar de las componendas escriturales.
—Los tres nombres los escribí adrede: los dos primeros porque me gustan sus, digamos, decisiones vocacionales. No sé si a José Joaquín Blanco lo apartaron, o si más bien él solo fue el que se apartó, porque prefirió hacer su trabajo en paz a andar mendigando reconocimientos. Bellinghausen escogió la discreción y el bajo perfil, y en vez de andar brillando se dedicó a escribir y a vivir con congruencia.
“La tercera, en cambio, es lo contrario, en lo personal, intelectual y moralmente desagradable: vocifera y no piensa, porque el ego le ganó al cerebro”.
“Todo el que quiera tener éxito tendrá que mancharse”
—He sido testigo del fervor del alumnado hacia un profesor como Pablo Fernández Christlieb, pero también he visto la admiración estudiantil hacia, por ejemplo, Pablo González Casanova quien hablaba de la democracia según los vientos lo favorecieran. Todas estas acotaciones mías no han simpatizado, en lo absoluto, con las personalidades ínclitas de la cultura que siempre han buscado el acomodo intelectual. ¿Cómo apuntar una veracidad que ha sido encubierta durante mucho tiempo?
—Como yo no debo ser tan terriblemente bondadoso como me creo, trataré de hablar bien de los impresentables (y no sólo escritores, sino actores, deportistas, etcétera): cualquiera que quiera entrar en la vida pública, en política sobre todo (como los que mencionas), algunos por convicción y otros nada más por figurar, necesariamente tienen que mancharse, porque tienen que negociar, hacer concesiones, poner a un ladito sus principios, perder algo para obtener algo, y, en suma, moverse entre fuerzas y circunstancias que no dependen de uno. Y eso es lo que supongo que les sucede a todos los que se les puede criticar; si de verdad están convencidos de lo que quieren, tienen que aceptar el lodo que los embarra. En general, en este mundillo, todo el que quiera tener éxito tendrá que mancharse; a lo mejor la diferencia es: o mancharse de la mugre de los otros (como González Casanova) o empuercarse de su propia suciedad (como Savater). Y entonces, quizá, lo más limpio en estas lides es no tener éxito (sea que lo quiera o no), saber que el éxito está sucio.
“Es espantosamente ególatra que uno escriba para que los demás conozcan su pensamiento”
—¿Cuál de tu más de una docena de libros es con el que has trabajado horas impensadas, puede un autor tener un libro favorito entre todos ellos, habrá un libro escrito por uno que lo determine, que lo identifique, que lo haga más cercano a su pensamiento?
—Yo no escribo lo que pienso (si escribiera lo que pensara siempre escribiría que qué flojera escribir), ni ése es mi trabajo ni a nadie le tiene que interesar lo que yo piense (es espantosamente ególatra que uno escriba para que los demás conozcan su pensamiento). Mi trabajo (y ahora sí, mi gusto) es escribir un texto bien documentado y bien argumentado, congruente y fluido, que alguien lea por lo que el texto dice, no por lo que yo piense.
“Ahora, de los libros que he escrito, uno sólo se entera por lo que oye que dicen de ellos, y entonces el que yo prefiero ya no sé si es un libro o lo que he oído que dicen de él. En fin, con el que me divertí más escribiéndolo fue el de Filosofía de las canciones que salen en el radio, porque pude utilizar treinta años de erudición digna de mejores causas: saberme tantas canciones chafas era de una inutilidad monumental, así que, ya con ese tema y ese material, lo que saliera ya no podía importar demasiado, y entonces podía escribir con todo el descaro, desenfado y desparpajo que quisiera (y me divertí mucho tarareando canciones, atacando a Silvio Rodríguez y defendiendo a Ricardo Arjona)”.
“No hay ninguna distinción entre academia y literatura”
—¿Qué lo sigue perturbando, atrayendo, enriqueciéndolo más: la academia o la literatura?
—No hay ninguna distinción entre academia y literatura, al menos en el terreno de las ciencias humanas (en la física la matemática es su literatura, y dicen que es muy bonita). Ésa es la característica del género del ensayo (el centauro de los géneros, decía Alfonso Reyes, mitad ciencia mitad literatura), porque forma parte de un objeto la forma de decirlo, porque dicho de otra manera ya es otra cosa. Sin su literatura, lo que yo digo sería otra cosa. O sea, pues, la literatura es un modo de conocimiento, y conocimiento es lo que se supone que hacemos los investigadores universitarios. Pero como decía Gabriel Zaid, los académicos no deben intentar hacer ensayos, porque son muy brutos.
“Escribir es una manera de respirar”
—¿Por qué seguir escribiendo o por qué insistir en el magisterio?
—En el magisterio ya no pienso insistir, ya me cansé, y ya me volví obsoleto, lo cual no creo que sea un defecto, porque los actuales, pobres, andan muy ofuscados tratando de encontrar en qué trabajar y en qué divertirse.
“Y en lo de escribir, sólo insistiré en la medida en que insista en seguir respirando, cosa que uno no puede evitar ni detener. Pero nada más por eso, porque escribir es una manera de respirar (tú lo has de saber mejor que nadie).
“Pero publicar, eso ya es otro asunto: uno podrá seguir escribiendo, pero no tiene por qué seguir publicando. Creo que soy buen lector de mí mismo, así que creo que me daré cuenta en el momento (tampoco muy lejano) en que deje de ser legible, y hasta ahí. Por el momento, mientras los de Salida de Emergencia me sigan dando chance, todo va bien”.
“A las mafias no hay que hacerles caso”
—“Escribir es una manera de respirar”, dices, y lo dices muy bien, así que mientras se respire en este mundo habrá pensamientos escriturales, como los de Pablo Fernández Christlieb que no ha dejado de escribir en más de tres décadas sin depender de nadie más que de sí mismo, afirmación veraz, irrefutable, en el mundo literario, no así en México, que necesitó la consolidación de una mafia para que determinados nombres pudieran consagrarse, vender libros, obtener premios, etcétera, ¿no la literatura, como el camino al andar, debiera sembrarse a solas?
—Bueno, sí he dependido de muchos, de toda esa gente en periódicos y revistas y editoriales que hace bien su trabajo y que no le importa si quien presenta un texto es un recomendado o no.
“Pero, en efecto, el mundillo literario es patético: ahí ve uno a los aspirantes y triunfadores yendo a presentaciones de libro y cosas así a mendigar que los miren y les publiquen. Gustavo Sainz por ahí decía que en los escritores 10 por ciento es talento y 90 por ciento relaciones públicas, a las que se dedican con obsesión y susto; luego, ya, con su 10 por ciento de talento escriben al aventón cualquier cosita (de pena ajena). A las mafias no hay que hacerles caso: que se hagan caso ellos solitos.
“Empero, entre las nuevas generaciones (graffiteros, escritores, stencileros, o como se llamen, músicos, cantantes, etcétera) hay el principio moral y político de seguir siendo anónimos, de no rebajarse a los cantos de sirena de la fama y la venta (mientras tanto, viven de lo que pueden). Ésos son los admirables y a los que uno quisiera pertenecer. Hay mucha gente que hace las cosas bien, muy bien (y se miran cada noche al espejo con la conciencia contenta) y no andan tratando de convertirlas en mercancía. Un escritor de éstos, muy muy bueno, dice en una novela: yo de grande quería ser escritor fracasado: eso”.
“Porque es con las pequeñas cosas con las que se va a hacer otra sociedad”
—¿Qué tomar de nuevo culturalmente en este nuevo aniversario suyo y qué dejar a un lado, ya con mirada madura?
—Como la pregunta dice culturalmente, supongo que no se refiere a nada personal (afortunadamente), y entonces lo que tomaría sería, por un lado, esos treinta años en que este país ha sabido recomponerse por el lado de la izquierda, el gozo del logro de ver a la gente sintiéndose dueña de su sociedad (la manera que va a festejarse a sí misma en los conciertos del Zócalo es un ejemplo) y socia del de junto (a ver cuánto dura). Y la otra cosa que tomaría sería el resucitamiento de lo local, el fortalecimiento de los barrios enfrentándose a las inmobiliarias, la puesta en marcha de proyectos de corto alcance (huertos, murales, espacios públicos), porque es con las pequeñas cosas (bicicletas, guitarras acústicas, modas libres) con las que se va a hacer otra sociedad (esto es un fenómeno análogo al de los escritores anónimos).
“Y, por el contrario, lo que dejaría a un lado serían las promesas de las plataformas digitales, la inteligencia artificial, la tecnología de punta (cuántica, química y la que sea) que son más bien (ya se está viendo con los poderes rijosos de Google y Amazon) amenazas de monopolización de dinero y de poder, y amenazas cumplidas de explotación de aquéllos que sólo pudieron estudiar computación, o porque no les alcanzó para nada más, o porque todos los estudios ya son digitales con el fin de conformar el proletariado cognitivo, el cognitariado”.