Noviembre, 2024
Llegó a México en 1977 con equipaje, una guitarra y acompañando al maestro Alfredo Zitarrosa. Nacido en Argentina en 1945 (y luego naturalizado mexicano), en nuestro país decidió echar raíces, participando, primero, con el legendario grupo Sanampay, para después desarrollar una larga carrera musical como solista. Poseedor de una sólida formación musical y dotado de una voz cálida —con un timbre muy identificable—, Carlos Díaz Caíto era considerado una auténtica figura de la Nueva Canción Latinoamericana. Y es que el guitarrista y cantante formó parte de la pléyade de artistas que renovaron la música folclórica y popular en todo el continente. A lo largo de su carrera, Caíto abordó indistintamente la música brasileña, cubana o española, con una decena de discos grabados en su haber. Fallecido el 8 de noviembre de 2004, se cumplen ahora dos décadas de su partida. Víctor Roura aquí lo recuerda.
1
Caíto: cuando llegaste a México, en 1977, junto con el maestro Alfredo Zitarrosa, venías de radicar un año en España, país que te abriera las puertas luego de la necesaria salida de tu natal provincia argentina Mar del Plata, donde viste la luz primera el 12 de febrero de 1945, en esos momentos tomada por los militares que no sabían, y aún no saben, lo que es la libertad humana, en ese mismo año, digo, yo publicaba mi primer libro: Reflexión tardía, que salía conjuntamente, si mal no recuerdo, con el álbum Guitarra negra, del buen Zitarrosa, a quien conocí en su casa por los rumbos de Taxqueña, en la Ciudad de México, sitio que entonces frecuentabas con asiduidad porque formabas parte, Caíto, del acompañamiento musical del cantor uruguayo. Guitarra negra, y has de perdonar la reflexión, es, creo, el mejor disco de Zitarrosa, el que se puede escuchar una y otra vez, incansablemente, por su ejemplar manufactura. Es en ese disco donde está la hermosa canción “Stefanie”, que luego incluyeras en tu versión personal en algunas grabaciones posteriores.
2
Caíto: si bien nos miramos en el hogar de Zitarrosa, en realidad nos conocimos un poco después, en la redacción de aquel viejo periódico unomásuno, a la disposición, como ningún otro medio, de los nuevos compositores latinoamericanos. Ahí hablamos, largo y tendido, a propósito de los tres discos sucesivos de Sanampay (Yo te nombro, de 1978; Coral terrestre, 1980; A pesar de todo, 1981), agrupación fundada por ti, que abandonaras en 1982 para trazar, por fin, tu afortunada carrera solista que empezara, ese mismo año, con el deslumbrante disco De alguna manera, que editara Julio Solórzano, y con el cual comenzarías con el pie derecho, como se acostumbra decir cuando las cosas inician bien, rumbo a la definición precisa de tu pulcra clase artística. Ahí ya incluyes temas de Luis Eduardo Aute, por ejemplo “Cuéntame una tontería”, una de las canciones más bellas del español que grabara en su disco Rito, de 1974, pero que [casi] nadie conocía en ese tiempo porque los ejecutivos de las compañías disqueras mexicanas —siempre errados, siempre mercaderes, siempre gozosos de la banalidad— lo consideraban, a Luis Eduardo Aute, algo así como un vanguardista ilegible. El mismo Aute sabía de tu noble ejercicio de difusor de sus canciones, al grado de que en una aparición pública en el Auditorio Nacional, realizada el miércoles 3 de noviembre de 2004, dedicó íntegro su concierto, según acotó, a su querido hermano Carlos Díaz, Caíto, que se debatía, dijo, entre la vida y la muerte, y un sonoro aplauso se escuchó en todo el recinto en homenaje a ti, Caíto, que no pudiste oírlo, pero la gente sabía, no sé cómo, de tu postración en el hospital, de tus dolores en el cuerpo por el maldito cáncer pulmonar que te ha llevado lejos de nosotros, a tus 59 años de edad (cinco días después, el 8 de noviembre), con mucha fuerza aún en tu corazón. El aplauso fue cálido, prolongado, parejamente ruidoso. Aute habló de ti con un cariño visible. “Caíto, antes que nadie, dio a conocer mis canciones en México, cuando mis discos aquí no se conocían, si se editaban”, decía Aute, y había tristeza en su voz, había un dolor metido en el alma, una angustia que lo hacía temblar un poco la voz. Pero el aplauso hacia ti, Caíto, fue singular, y los que éramos, y somos, tus amigos lloramos por dentro, porque sabíamos que el desenlace estaba próximo. Un día, o dos, o menos, nos decían. Todo fue tan rápido.
3
Caíto: en octubre de aquel 2004, en un restaurante, Modesto López, ese hombre que te quiso probablemente más que ninguno de tus amigos, me dijo que se te había detectado un tumor malditamente maligno en el cuerpo. ¿Por qué a ti? Nada se podía hacer ya. Le pedí a Modesto, que desde 1988 fue el editor de tus discos en su compañía Pentagrama, que te saludara, que te enviara un fuerte abrazo, a ver si podía mirarte, hablar contigo, darte un abrazo. Y los días se fueron tan aprisa que no supe cuándo volvieron a llamar para decirme que ya estabas hospitalizado, que los días estaban contados, que fuera a verte. Quizás no lo sabes, Caíto, pero sentí un agudo padecimiento en el pecho, como que las lágrimas se arremolinaron en la garganta causando un estrago pesaroso que me evitó el habla. Caíto, me dije, Caíto, hace poco en una casa con varios amigos alguien puso en el modular la canción “Recuerdos de Ypacaraí”, de tu disco Amada, de 2001, y fue cuando les dije que probablemente ese buen cantor ya no iba a estar pronto con nosotros. Todos los ahí presentes se conmovieron. ¿Cómo? ¿Caíto se nos está muriendo?, preguntaron. ¿Caíto se nos está muriendo? El “se nos está” me gustó, a pesar de que la situación no era nada cómoda. Porque significaba que te hacían suyo, y me he preguntado, luego, si no en cada familia alguien, tal vez el menos señalado, tiene guardado un disco tuyo, ya que, aunque te conservaste siempre en el lado marginal de la música (y con ello quiero decir en la otra orilla del vil comercialismo, en la otra acera donde no valen las vulgaridades musicales), no faltaba el que supiera de ti, de tus canciones, de tu voz. Los “Recuerdos de Ypacaraí”, que grabara hace siglos Irma Dorantes, también nos puso por delante las imágenes de las nuevas canciones del ayer, que borran su pasado cuando es música vigente hoy. Y eso lo sabías muy bien tú, Caíto, cuya selección musical en tus más de veinte discos siempre fue rigurosa, plausible, admirable. Por eso, desde el momento en que supe tu mal, no he dejado de oírte en tu música. ¿Cómo va uno a no sobresaltarse cuando escucha tu canto? Por lo mismo ahí estuve, en los pasillos del hospital, para mirarte una vez más, para oírte, para estrechar tu mano. Quizás recordáramos algunos sucesos pasados, algunas promesas que se quedaron en el aire, algunas ideas que dejaste suspendidas en las partituras, algunos pendientes de la amistad. Pero ninguna de las dos veces pude verte, ni oírte. La primera ocasión tu Jacqueline adorada, agobiada quizás por tu estado, no dejó que te viera. Simplemente dijo que no podía pasar. Que estabas “extasiado” (y ésa fue la palabra que usó, y le creo, seguramente, sí, estabas en ese momento extasiado, tu cabeza rememorando tu provechosa vida musical) mirando un video de Alfredo Zitarrosa, y habías pedido uno más de no sé quién, porque te urgía verlos. Querías estar con la música que te acompañó toda tu carrera. Y lo entiendo, caray. Lo entiendo. “Ni una visita más por hoy”, dijo tu señora. “Ni una más”. Pero cómo está Caíto, dígame, por favor. No respondió. “Ni una visita más”, volvió a decir. Aunque, al verme, dijo, “yo a ti te conozco, ¿verdad?”, y le dije mi nombre, “pero ni una visita más”, repitió. “Sé que le hubiera gustado verme”, alcancé a musitarle, mas Jacqueline ya nos cerraba la puerta. Otro día regresé. Había un aviso en la puerta de la habitación 432 que no se admitían definitivamente visitas. Pero ya estaba ahí. Unos leves toquidos en la puerta. Y Jacqueline, creo que más agobiada aún, salió muy enojada para indicar que ni una más. ¡Ni una visita más! Caray, Caíto, sólo quería saber de ti, saber cómo estabas, darte mi mano. Miré cómo tu esposa cerraba la puerta con encono y entendí que en su enojo se aposentaba una inmensa tristeza. Impertinente que es uno cuando quiere a la gente.
4
Caíto: tres días después, el lunes 8 de noviembre, a las 2:25 horas de la madrugada, cerrabas tus ojos para siempre. No sé, no supe, tus dolores en el cuerpo, que me dicen eran terribles. El cáncer, maldita sea, no perdona, no respeta a los buenos hombres, como tú lo eras (“cuando me muera —cantabas, Caíto, una canción de Cacho Duvanced— seré fantasma nocturno y asustaré a medio mundo para que sepan quién fui; cuando me muera podré hacer gestos obscenos al presidente y al clero por la televisión; cuando me muera espantaré sin clemencia a los dueños del planeta, que son más malos que yo; cuando me muera, si es que decido estar muerto, tan sólo quiero un beso de fuego y así podré descansar”). Y, como yo te creía siempre, como creía abiertamente en tus canciones, sólo quería decirte, Caíto, que el cielo tiene granos y que afuera hacía mal día, contarte el chiste del gato y darte aquella medicina. Sólo quería contarte una tontería en la hora de tu agonía. Yo sólo quería hablarte de cocodrilos, de profetas y de orgías, abrirte entera la ventana para que no te quemara la saliva. Yo sólo quería contarte ingenuamente cualquier tontería a la hora de tu agonía.
Pero una cosa es la canción y muy otra la vida de todos los días.