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Nuestro comportamiento incoherente ante el cambio climático

Agosto, 2024

Científicos y opinión pública no coinciden, el cambio climático se politiza y los planes de descarbonización chocan contra el insidioso aumento de las inversiones en petróleo. ¿Qué formas de pensar nos llevan a tanta incongruencia?


Manel Poch Espallargas / Gonzalo Delacámara Andrés


Quizá hayan jugado al “teléfono escacharrado”: varias personas comparten un mensaje al oído sucesivamente; todas creen entender, pero inevitablemente la calidad del mensaje decae cuando pasa de una a otra.

Más importante que el mensaje original es cómo cada uno lo percibe. Como dijo el Secretario de Defensa de Estados Unidos James Schlesinger en 1975, “todo el mundo tiene derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios datos”.

Así, mientras existe un amplio consenso científico respecto a que la acción humana ha contribuido decisivamente a calentar la atmósfera, el océano y el suelo, conduciendo a cambios generalizados y muy rápidos, la opinión pública no es tan clara.

Al menos el 97 % de los científicos está de acuerdo en la contribución humana al cambio climático, pero la percepción social de ese consenso es más débil.

Percepción de los científicos y de la sociedad

Diferentes estudios o encuestas muestran que la convicción es más sólida en Europa frente a Estados Unidos, donde sólo un 12 % de los ciudadanos es consciente de esa práctica unanimidad.

La razón está, entre otras cosas, en la desinformación, la proyección mediática o los sesgos cognitivos.

Al representar legítimamente el cambio climático como debate, se debilita el valor del consenso consolidado y se validan, incluso sin pretenderlo, posiciones negacionistas o su mutación reciente, el retardismo.

Además, se tiende a presentar como disenso científico lo que no es más que una lectura ideológica de la evidencia: el 82 % de los votantes demócratas estadounidenses cree que la actividad humana contribuye significativamente al cambio climático, frente apenas el 38 % de los republicanos. Y esta división alcanza también a las medidas a tomar.

Marcha en Merbourne bajo el lema La ciencia le importa a la sociedad, que pedía mayor formación científica de la ciudadanía y más inversiones en investigación (22 de abril de 2017). Takver / Wikimedia Commons.

La lenta respuesta de los países

La respuesta de la comunidad internacional no ha sido lánguida. Gobiernos y organismos multilaterales han tomado paulatinamente conciencia, comprometiéndose, aunque de manera desigual, con planes de mitigación y adaptación.

Un proceso similar se observa en numerosos sectores con planes de transición para contribuir a la descarbonización. Aunque, en su mayor parte, los compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero no son vinculantes, como ocurre con el Acuerdo de París (2015).

Este hecho supone un obstáculo claro: no existen obligaciones legales, ni mecanismos eficaces para el cumplimiento, ni una adecuada rendición de cuentas. Todo ello, daña la credibilidad de los acuerdos y promueve el efecto polizón y una ejecución desigual e inconsistente.

Los planes de transición en empresas y países (NDCs) e, incluso, en el sector energético mundial son estrategias detalladas hacia la neutralidad en carbono y el objetivo de carbono cero.

Estos contienen una gama de medidas, que van desde la innovación tecnológica a instrumentos regulatorios y desde inversiones a cambios del comportamiento individual y colectivo. Aunque la confusión respecto al objetivo (neutral y cero no son equivalentes) también resulta disuasioria en muchos casos.

Si el consenso científico y los esfuerzos para descarbonizar existen, cabría esperar que se cumpliese con el ritmo necesario, pero la realidad es tozuda y camina a diferentes velocidades.

Ha habido cierto progreso desde el Acuerdo de París, que preveía que las emisiones en 2030, con las políticas vigentes, aumentaran un 16 %. Hoy, la proyección es de un aumento del 3 %. Sin embargo, deberían caer un 28 % para alcanzar 2 ºC de calentamiento global y un 42 % para llegar a 1,5 ºC.

Por ejemplo, las emisiones de dióxido de carbono del sector energético chino aumentaron un 5,2 % (2023). Y sería necesaria una reducción inédita del 4-6 % en 2025 para cumplir con el objetivo.

Energías renovables: en el sentido de las agujas del reloj, aerogeneradores, central geotérmica, central hidroeléctrica y paneles solares fotovoltaicos. / Wikimedia Commons

¿Por qué no frenamos las emisiones?

Naturalmente, esta tendencia paradójica no tiene una explicación sencilla ni única. Sólo a partir del reconocimiento de su complejidad se puede comprender esta realidad para actuar de modo diferente.

Sin exhaustividad, las razones son diversas. Para empezar, pese a la reducción en su crecimiento anual, la demanda mundial de combustibles fósiles no ha alcanzado su máximo. Previsiblemente lo hará en 2030, si aumenta el despliegue de vehículos eléctricos y si la economía china crece más lentamente y profundiza en las energías renovables.

Por otra parte, las inversiones en petróleo y gas siguen siendo significativas. Entre 2016 y 2023, alcanzaron unos 0.75 billones de dólares en promedio anual.

Se estima que, en 2023, la inversión mundial en energía limpia alcanzó los 1.8 billones, si bien concentrada en pocos países: China, la Unión Europea y EE. UU., básicamente. Por cada dólar invertido en hidrocarburos, aproximadamente 1.8 dólares se destinan ya a energía limpia, pero no todo en energías renovables.

También hay que tener en cuenta que algunos de los éxitos en el menor uso de materias primas como el carbón tienden a reducirse o conducen a un mayor consumo a largo plazo por una serie de “efectos rebote”.

Asimismo, los beneficios de las reducciones de emisiones de carbono son globales y a largo plazo, mientras los costes asociados son, con frecuencia, locales e inmediatos.

Por otro lado, hay incentivos para los comportamientos tácticos, no para los cooperativos. Mientras, en países de renta baja y emergentes se dan algunos beneficios a corto plazo, aunque asociados a un desarrollo menos respetuoso con el medio, como ocurre con la dependencia india del carbón.

Todo ello, pese a la evidencia de que los beneficios subsidiarios de la reducción de las emisiones de carbono justifican en varios sectores los esfuerzos de mitigación.

Protesta de Alianza por el Clima, el 1 de junio de 2024, en Madrid. / Wikimedia Commons.

Soluciones escurridizas

Ante este panorama, parece evidente que no hay una única solución para alcanzar el objetivo deseado. Algunas alternativas requieren infraestructuras o tecnologías que permitan una gestión más eficiente de los recursos, pero varias de ellas apelan crecientemente a nuestro estilo de vida y escala de valores.

En la teoría económica tradicional la idea de racionalidad asume que un individuo con un conjunto de preferencias, con una información y renta dadas, siempre elegirá aquello que maximice su bienestar. Pero es una explicación insuficiente: las personas no sólo vivimos de maximizar nuestra satisfacción a partir del consumo, tenemos ilusiones, expectativas, metas que incluyen a nuestros semejantes.

Desde el trabajo de Herbert Simon en 1955, sabemos que nuestras decisiones se explican de modo más realista por la racionalidad limitada: nuestra capacidad cognitiva, la información y el tiempo de que disponemos son limitados, simplificamos la realidad e incluso mostramos capacidad de adaptación.

Por otra parte, cuando Zygmunt Bauman hablaba de “modernidad líquida”, visualizaba la transición de una modernidad sólida a una forma más fluida, incapaz de mantener un comportamiento por mucho tiempo, propensa al cambio.

En la misma línea, Gilles Lipovetsky se refiere al individualismo y el hedonismo de una cultura que prima la realización inmediata de deseos individuales, frente al compromiso con principios éticos exigentes a los que, por otra parte, nos adherimos.

¿Cómo compatibilizar esas y otras ideas que explican nuestra forma de actuar con imperativos de sacrificio o renuncia que, implícita o explícitamente, aparecen en los relatos sobre la acción climática y transición justa?

Quizás el reconocimiento de la complejidad y el intento por comprender cómo decidimos sea parte de la respuesta. Los sesgos y las inconsistencias son más fáciles de detectar en los demás que en uno mismo.

[Manel Poch Espallargas: catedrático de Ingeniería Química, Universitat de Girona // Gonzalo Delacámara Andrés: director del IE Centre for Water & Climate Adaptation, IE University // Fuente: The Conversation. Texto reproducido bajo la licencia Creative Commons.]

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