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¿Y si los animales sienten igual (o más) que los humanos?

Mayo, 2024

En una nueva entrega de su ‘Calesita’, Juan José Flores Nava nos acerca a La vida interior de los animales, obra escrita por el guardabosques retirado Peter Wohlleben. Mediante los más recientes conocimientos científicos, ilustrados con observaciones y experiencias empíricas, Wohlleben dirige su mirada a un mundo apenas investigado: los complejos comportamientos de los animales del bosque y de granja, su vida emocional y consciente. Como señal Juan José Flores Nava aquí: hablando de los animales, este libro nos muestra que hay muchas cosas que hemos dado por ciertas y que no lo son.

¿Los defensores de los animales defienden a todos los animales? No: en general las manifestaciones más masivas y ardientes son a favor de aquellos que más se parecen a nosotros: mamíferos inteligentes y sensibles como perros, gatos, delfines, ballenas, elefantes, monos, toros, conejos, cerdos y, últimamente, hasta murciélagos; de ahí en adelante el número de “animalistas” se va reduciendo cuando se trata de dar la cara por aves, reptiles, anfibios, peces o insectos.

Estamos dispuestos a pelear para proteger aquellos animales que consideramos benéficos, pero con entusiasmo aun mayor luchamos contra los perjudiciales. Todo según el punto de vista humano, claro. Pero si pudiéramos preguntarle a la “Madre Naturaleza”, si pudiéramos conversar con la Pachamama, ¿en qué categoría, ella, nos colocaría? ¿Seríamos benéficos o perjudiciales?

Éstas son el tipo de cosas en las que piensa uno luego de leer La vida interior de los animales (Ediciones Obelisco), una obra escrita por el guardabosques retirado Peter Wohlleben, quien antes ya había enseñado a sus lectores que los árboles son capaces de aprender, sentir, reflexionar, comunicarse con sus congéneres y cambiar estrategias en el libro La vida secreta de los árboles.

Es verdad que la televisión de paga ha llevado hasta la sala de la casa, con claridad y crudeza, hasta las más extrañas formas de vida del reino animal. Pero leer a Peter Wohlleben es adentrarnos a un rico universo comparativo entre los animales y nosotros, el cual permite observar que ellos (los animales) también experimentan amor maternal, cariño, gratitud, valor, cobardía, duelo, singularidad, conciencia, compasión, altruismo; un universo en el que ellos (los animales) también son capaces de mentir, de robar, de usar triquiñuelas para beneficiarse, de tener deseos sexuales y autocomplacerse; en el que saben contar o incluso reconocerse y llamarse por su nombre.

Desde luego que Wohlleben emplea, en varios momentos, evidencia científica. Sin embargo, los pasajes más interesantes y emotivos del libro son aquellos en los que simplemente recurre a su conocimiento empírico y a su observación para narrar, sin tener que justificar, el comportamiento animal. Él mismo lo expresa del siguiente modo:

“La ciencia es contraria a la sensibilidad de los animales hasta que ésta ya no pueda negarse. ¿No sería mejor argumentar, por si acaso, lo contrario, para no maltratar innecesariamente a los animales? ¿En serio sólo hay un camino, el humano, para experimentar los sentimientos con intensidad y puede que de manera consciente? En vez de eso, ¿no podrían decir [la ciencia] un simple (y, además, más correcto): No lo sabemos”.

¿Cómo, entonces, no pasarla bien enterándonos de que los cuervos tienen estrechas relaciones que cuidan de por vida entre padres, hijos y amigos? Por eso cuando un cuervo no goza de la simpatía de los demás, se lo harán saber con sonidos y comportamientos ásperos y graves. Los córvidos, por cierto, también han mostrado que son autoconscientes. Y que son grandes mentirosos. Las urracas suelen conservar una misma pareja por muchos años. No obstante, mientras la hembra ahuyenta de su territorio con ferocidad a los competidores de su compañero, el macho es un oportunista que, cuando no lo miran ni lo escuchan, corteja con fervor a nuevas y hermosas urracas.

Las hembras también pueden dar un mal paso. Eso lo sabe el macho de las golondrinas, que si al volver al nido lo encuentra vacío emite un sonido de alerta que hace volver a la hembra, asustada, de cualquier lugar en el que se encuentre en ese momento. Pero casi siempre es una falsa alarma para impedir que ella le sea infiel en su ausencia. Puestos los huevos, el macho se relaja: ya no tiene de qué preocuparse. ¿O sí?

Para terminar con los asuntos sexosos miremos el comportamiento de las cabras en este terreno: como parte del cortejo el macho suele perfumarse lanzando su propia orina sobre su piel, patas y boca; luego irá a meter la nariz en el chorro de orina de ella para conocer si el nivel hormonal es propicio. Y no es puro instinto: hay una pulsión (con perdón del señor Freud) que lleva a algunos animales a poner incluso en peligro su vida con tal de aparearse: estar unidos unos segundos (o minutos) los deja a merced de los depredadores. Los hay también, desde luego, esos que, según se ha visto, se dan placer a sí mismos: ciervos, caballos, gatos salvajes, osos pardos, etcétera.

De entre los muchos animales que Wohlleben menciona, hay uno que aparece en varios capítulos: el cerdo. Un animal en extremo sagaz. ¿Por qué no se difunde esta capacidad de inteligencia?, se pregunta el autor, “quizá porque si son tan listos no nos gustaría tenerlos en el plato”, afirma. Ni siquiera se les conceden sensaciones de dolor: hasta 2019, en la avanzada civilización de Europa, los lechones con días de vida podían castrarse sin anestesia. ¿La razón? Es más rápido y barato.

Sin embargo, los chanchos son capaces de reconocer a sus familiares a tal grado que “una puerca que parió 160 lechones les enseñó a construir nidos de paja y ayudó a sus hijas a prepararse para el parto”. Y en una granja se comprobó que tan sólo en tres semanas los lechones podían aprender y responder a un nombre. Para evitar aglomeraciones a la hora de comer, los dueños de una moderna pocilga decidieron probar si los cerdos eran capaces de aprenderse su nombre. El éxito fue de 90 por ciento: luego de unas cuantas semanas de enseñanza la mayoría acudía a los comederos sólo tras ser llamados, no antes ni después. En tanto, los animales que no eran llamados por el altavoz continuaban con lo que estaban haciendo tan tranquilos.

Se ha demostrado, asimismo, que las sensaciones de hambre en los animales no son posibles. “El hambre es un impulso del subconsciente que exige ingerir alimento de inmediato”, dice Wohlleben. Eso no evita que existan jabalíes y ardillas que saquean despensas ajenas. Pero si se trata de artimañas y mentiras, nadie como el gallo Fridolin, quien vivía felizmente con dos gallinas, Lotta y Polly, en un enorme corral protegido contra depredadores. Su instinto sexual, según cuenta el escritor y conferencista alemán, da para dos docenas de amantes, pero cómo su harem era pequeño y sus compañeras emplumadas no siempre estaban dispuestas, Fridolin solía usar algunos trucos para engañarlas. El más socorrido era el de emitir cierto sonido cuando se encontraba un alimento sabroso. Ellas respondían al llamado a comer. Pero de tanto en tanto, Fridolin, sin tener alimento cerca, las convocaba a un inexistente bufé sólo para abalanzarse sobre alguna de ellas, en un nuevo intento de apareamiento. Las gallinas, con el tiempo, aprendieron a desconfiar de su pícaro compañero.

La vida interior de los animales nos muestra, en fin, que hay muchas cosas que hemos dado por ciertas y que no lo son. Como pensar que los más aptos son también los más valientes y los más fuertes. Pero eso no es verdad. No siempre los valientes ganan. Entre los carboneros comunes los individuos más tímidos son más sociables con otras aves, y prefieren vivir en grupos reducidos afines. Así, los lentos y tímidos descubren cosas que sus valientes y rápidos colegas no detectan: semillas del verano anterior, por ejemplo.

Y mientras las ardillas nos causan ternura y las alimentamos, deseamos exterminar a las garrapatas, unos bichitos capaces de aguantar sin comer hasta un año, lo que provoca que su transición a la edad adulta se postergue hasta por dos años. Hacia el final de su existencia, las hembras de garrapata que lograron alimentarse pueden poner hasta dos mil huevos. Luego fallecen. Y mientras a las mamás tortuga las llamamos abnegadas por la odisea que emprenden para depositar sus huevos en alguna playa, nos repugna sólo pensar en lo asquerosa que es la mamá garrapata cumpliendo con su misión de supervivencia para su especie.

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