Mayo, 2024
Poca presentación necesita Franz Kafka. Escritor checo de origen judío, es considerado uno de los autores más influyentes del siglo XX y una de las figuras clave en la literatura moderna. Con una técnica literaria anclada al expresionismo y al surrealismo, la vigencia de su obra —entre la que se cuentan tres novelas, varias decenas de narraciones, un extenso diario, numerosos borradores y aforismos y una copiosa correspondencia— sigue despertando admiración y asombro. Y no es para menos: en gran parte de ella está reflejada las preocupaciones del hombre contemporáneo: la soledad, la frustración o la alienación son sólo algunos de los temas que sobrevuelan su trabajo. En palabras de Elias Canetti: Kafka es el escritor que más puramente ha expresado el siglo XX, y al que hay que considerar por lo tanto como “su manifestación más esencial”. Ahora que se cumple el centenario de su partida —Kafka nació en julio de 1883 y murió en junio de 1924—, Víctor Roura aquí lo recuerda.
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En su edición del año 2001 de La metamorfosis, la barcelonesa Galaxia Gutenberg incluyó el oportuno comentario de Vladimir Nabokov (1899-1977), entomólogo de formación, que procede de su libro Curso de literatura europea, una recopilación de sus conferencias sobre las obras maestras de las letras universales.
“Naturalmente, por profundo y admirable que sea el análisis de una narración, de una obra musical o un cuadro, siempre habrá espíritus que se queden indiferentes y espinas dorsales que no se inmuten —apunta Nabokov—. ‘Asumir nosotros el misterio de las cosas’, como dice tan sagazmente el rey Lear refiriéndose a él y a Cordelia, es lo que yo sugiero también a todo el que quiera tomarse el arte en serio. A un pobre hombre le roban el gabán (El abrigo, de Gogol); otro pobre diablo se convierte en escarabajo (La metamorfosis, de Kafka); ¿y qué? No hay una respuesta racional a ese ‘¿y qué?’ Podemos descomponer la historia, podemos averiguar cómo encajan sus elementos, cómo una parte del esquema se corresponde con otro; pero tiene que haber en nosotros cierta cédula, cierto gene, cierto germen que vibre en respuesta a sensaciones que no se pueden definir ni desechar”.
Nabokov detesta la recurrente idea freudiana en el relato de Kafka: “Sus biógrafos, como Neider en El mar helado (1948), sostienen que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Franz Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos, cosa que dudo, y deducen que Kafka utiliza el símbolo del insecto para representar al hijo, según estos postulados freudianos. El propio Kafka era extremadamente crítico en cuanto a estas ideas. Consideraba el psicoanálisis (y cito sus palabras) ‘un irremediable error’, y veía las teorías de Freud como cuadros muy aproximados, muy rudimentarios, que no hacían justicia a los detalles o, lo que es más importante, al meollo de la cuestión”.
Aclarado el asunto, el autor de Lolita pasa a hacer un minucioso examen de La metamorfosis.
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Entomólogo que fue, comienza por el fundamental inicio: ¿en qué insecto se ha convertido el pobre Gregorio Samsa, ese oscuro agente viajero de comercio?
“Por supuesto —dice Nabokov—, es de la especie de los artrópodos, a la que pertenecen las arañas, los ciempiés y los crustáceos. Si las ‘numerosas patas’ a que alude el principio son más de seis, entonces Gregorio no sería un insecto desde el punto de vista zoológico. Pero supongo que un hombre que se despierta tumbado de espaldas y descubre seis patas agitándose en el aire puede imaginar que son suficientes como para decir ‘numerosas’. Por lo tanto, supondremos que Gregorio tiene seis patas, y que es un insecto”.
La siguiente cuestión es averiguar qué clase de insecto.
“Los comentaristas dicen que una cucaracha —dice Nabokov—; pero esto, desde luego, no tiene sentido. La cucaracha es un insecto plano de grandes patas, y Gregorio es todo menos plano: es convexo por las dos caras, la abdominal y la dorsal, y sus patas son pequeñas. Se parece a una cucaracha sólo en un aspecto: en su color pardo. Aparte de esto, tiene un tremendo vientre convexo, que sugiere unos élitros. En los escarabajos, estos élitros ocultan unas finas alitas que pueden desplegarse y transportar al escarabajo millas y millas en torpe vuelo. Aunque parezca extraño, el escarabajo Gregorio no llega a descubrir que tiene alas bajo el caparazón de su espalda (ésta es una observación más que quiero que atesoren toda su vida —advierte Nabokov—: algunos Gregorios, algunos Pedros y Juanes, no saben que tienen alas). Además, posee fuertes mandíbulas. Utiliza estos órganos para darle la vuelta a la llave de la cerradura, erguido sobre sus patas traseras, sobre el tercer par (un fuerte par de patas), lo que nos da una idea de la longitud de su cuerpo: unos noventa centímetros”.
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Nabokov dice que en el texto original alemán, la vieja asistenta le llama, a Gregorio, mistkäfer, que significa “escarabajo estercolero”. Sin embargo, “es evidente —aclara el entomólogo Nabokov— que la buena mujer añade el epíteto con intenciones amistosas. Técnicamente, no es un escarabajo estercolero. Es sólo un escarabajo grande (debo añadir que ni Gregorio ni Kafka lo ven con excesiva claridad)”.
No se queda ahí Nabokov.
En realidad hace un portentoso desmenuzamiento del relato, examina muy de cerca la transformación.
“El cambio, aunque tremendo y horroroso, no es tan singular como podría suponerse a primera vista. Un comentarista apegado al sentido común (Paul L. Landsberg en The Kafka problem, 1946) explica que ‘cuando nos acostamos en una cama rodeados de un ambiente extraño tenemos propensión a experimentar un momentáneo desconcierto al despertarnos, una súbita sensación de irrealidad; experiencia que debe de acontecerle una y otra vez a un viajante de comercio, ya que esta forma de vida le impide adquirir un sentimiento de continuidad’. La sensación de realidad depende de la continuidad, de la duración. Al fin y al cabo, despertar como insecto no es muy distinto de despertar como Napoleón o como George Washington (yo he conocido a un hombre que se despertó creyendo que era el emperador de Brasil). Por otro lado, el aislamiento y la extrañeza ante la llamada realidad son en definitiva características constantes del artista, del genio, del descubridor. La familia Samsa que rodea al insecto no es otra cosa que la mediocridad que rodea al genio”.
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El análisis literario de Nabokov es asombroso (halla 27 determinantes escenas en tres actos) y encuentra, además, elementos que podrían pasar completamente inadvertidos al lector, como la importancia, por ejemplo, del número tres en la obra: “Tres puertas dan a la habitación de Gregorio. La familia consta de tres personas. Aparecen tres criadas en el curso de la narración. Hay tres huéspedes, con barba los tres. Los tres Samsa escriben tres cartas”… y se apresura Nabokov a aclarar que procura siempre no exagerar en el valor de los símbolos: “Porque una vez que separamos un símbolo del núcleo artístico del libro, perdemos todo sentido de la fruición. La razón está en que hay símbolos que son artísticos, y los hay que son trillados, artificiosos y hasta imbéciles”.
Por lo mismo, no cree exagerar en la importancia del número tres en Kafka: “En realidad tiene un significado técnico. La trinidad, el trío, la tríada, el tríptico son formas naturales del arte, como, pongamos por caso, en el cuadro de las tres edades de la vida o de cualquier otro motivo triple. El vocablo tríptico significa cuadro o relieve ejecutado en tres compartimientos contiguos: y éste es exactamente el efecto que Kafka consigue, por ejemplo, con las tres habitaciones del principio del relato: el comedor-cuarto de estar, el dormitorio de Gregorio y la habitación de la hermana, con Gregorio en la pieza central. Además, el esquema triple sugiere los tres actos de una obra de teatro”.
Es mejor pensar en las míticas tríadas de la estética y la lógica que en los mitos de los mitómanos y mitólogos sexuales inspirados en el médico hechicero de Viena, concluye Nabokov.
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En el volumen, con portada dura e ilustraciones del madrileño José Hernández, los editores se enorgullecen de la traducción realizada por Juan José del Solar (“probablemente la mejor versión castellana de este relato”, afirman), pero olvidaron, o quisieron olvidar, la impecable versión de Jorge Luis Borges efectuada en 1943, la primera en español divulgada por la argentina Losada. Entre ambas traducciones hay, por supuesto, un abismo léxico y una distinta comprensión.
De la versión de Borges:
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia”.
De la versión de Del Solar:
“Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un bicho monstruoso. Yacía sobre su espalda, dura como un caparazón y, al levantar un poco la cabeza, vio su vientre abombado, pardo, segmentado por induraciones en forma de arco, sobre cuya prominencia el cubrecama, a punto ya de deslizarse del todo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, de una deplorable delgadez en comparación con las dimensiones habituales de Gregor, temblaban indefensas ante sus ojos”.
Por supuesto, los españoles nunca se han destacado por ser unos buenos traductores. Habría que oír sus pésimos doblajes de las películas (Woody Allen diciéndose a sí mismo que es un “gilipollas”, por ejemplo) o sus imposiciones expresivas en los textos que circulan en su territorio (¡hasta a Juan Rulfo le modificaron expresiones en sus dos libros por no ser comprensibles en su habla!): los escritores tienen que adaptarse a sus caprichos lingüísticos (¡en una serie infantil dicen, lo juro, Spider Man a Spaider Man y dicen, lo juro, Hermione a Jermayoni, la de Harry Potter!), de manera que toda la escritura que circula en España tiene que pasar atingentemente por sus correctores, de ahí que resulte cómico, luego, leer a una Laura Esquivel escribiendo “horteras” puntualizaciones en su libro sobre las emociones editado en España.
Volviendo a Kafka, cuando la asistenta llega en la mañana y mira a Samsa tirado en el piso, Del Solar traduce: “Como por azar tenía la escoba grande en la mano, intentó con ella hacerle cosquillas desde la puerta. Al ver que no conseguía nada, se irritó y empezó a pinchar un poco a Gregor, y sólo cuando lo hubo desplazado de su sitio sin hallar la menor resistencia le prestó atención. Poco después, al darse cuenta de la verdadera situación, abrió mucho los ojos y dejó escapar un silbido, pero no se entretuvo mucho rato, sino que abrió de golpe la puerta del dormitorio y exclamó a voz en cuello en la oscuridad: ‘¡Vengan a ver, la ha palmado! ¡Ahí lo tienen, la ha palmado!’.”
Borges, en ese mismo pasaje, apunta: “Casualmente, llevaba en la mano el deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la puerta.
“Al ver que tampoco con esto lograba nada, irritóse a su vez, empezó a pincharle, y tan sólo después que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se fijó en él y, percatándose al punto de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de sorpresa. Mas no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad:
“—¡Miren ustedes, ha reventado! ¡Ahí lo tienen, lo que se dice reventado!”
De “palmado” a “reventado” hay, obviamente, un prudente puente que va del localismo al universalismo.
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El Kafka de Juan José del Solar parece haber nacido en Galicia y el Kafka de Jorge Luis Borges es un Kafka que lo mismo ha sido creado en Argentina o Perú, Madrid o Colombia, Bolivia o México.
Ahora conmemoramos el centenario de la muerte del escritor checoslovaco nacido en Praga el 3 de julio de 1883 y fallecido cuatro décadas después, el 3 de junio de 1924, exactamente un mes antes de cumplir los 41 años de edad.