Abril, 2023
Fue un viaje largo y cansado en compañía de mi novia, en todo el camino hubo sol y un viento caliente, caía la tarde cuando llegamos. No bien entramos al pueblo cuando lo vi. Quedé paralizado. Después de tantos años que escuché hablar de él lo tenía cerca, tan cerca que mi mente voló ante la marea de posibilidades. No me iría sin probarlas.
Luego de instalarnos pensé en salir a buscarlo. Fue imposible. Fuimos a recorrer el lugar y, para mi sorpresa, comenzó a seguirme. Nunca supe cómo adivinó que le pensaba. De vez en vez lo veía por entre los aparadores o la gente, se limitaba a sonreír con malicia. Los lugareños, acostumbrados a su presencia, no le prestaban atención. Parecía ser invisible. Regresamos al hotel y después de tomar un baño me asomé a la terraza. Estaba vigilándome. La noche intensificaba su mirada agresiva y luminosa. Pude escuchar su voz oculta entre la briza. Me resistí a ir, quería disfrutar más del misterio.
Durante los siguientes días pasamos las mañanas en pareja, pero las tardes nos pertenecían a cada uno por separado. Una de esas tardes conocí la otra cara del pueblo. Allí no había pavimento ni turistas; no había música de fondo ni alharaca en las personas; la vida era silenciosa y tranquila; la rutina caminaba entre las casas, los vecinos y uno que otro perdido como yo. Me sentí libre. Al día siguiente regresé a la misma zona buscando una cantina, cuando di con una entré sin pensarlo. De pronto me imaginé en una escena de película: todos voltearon cuando abrí la puerta, un crujido del piso de madera, chorros de tequila y de brandy embarrándose en la cristalería, el aleteo de un ventilador desvencijado, las cosas sucedían en cámara lenta. Saludé con una mueca de amabilidad y quienes me miraban regresaron a sus asuntos: apuestas, penas disfrazadas de carcajadas y conversaciones alcohólicas. Pedí una cerveza y me senté en una esquina de la barra, observé con calma el polvo y desazón en el ambiente; vi una señal: en la pared del fondo había una fotografía de él. Daba la impresión de ser una ventana por la cual observaba.
—¡Está chingona! ¿Verdad, joven? —me dijo el cantinero al verme tan absorto en la imagen—. Nunca se deja tomar fotos a esas horas, pero vea, ¡qué bien salió en esa! Me la vendió un gringo que vino a tomar una cerveza, así como usted… ¿A poco no da miedo?, por las noches no se le acerque, es peligroso; de día no tanto.
Ese retrato me hizo saber que era el momento. Me comían las ansias de estar juntos, de probarlo y olvidar al mundo. Tuve que aguantarme. Ya entrada la madrugada pude escuchar cómo el viento traía de afuera su respiración húmeda, el eco de sus pasos yendo de un lado a otro, sus golpes en el suelo; estaba enojado, quería verme, estar conmigo. Cuando amaneció me asomé a la terraza y vi su rabia esparcida por las calles: una barda y árboles derribados, varias mujeres y sus hijos consternados ante el inusual paisaje. Los lugareños se acercaron, sabían lo mismo que yo: era él. Si no nos veíamos pronto era capaz de cualquier cosa, o peor: de no desearme más.
El hotel se quedó vacío por la paranoia de los hechos, mi novia dormida y yo en silencio, con la mente en blanco, si acaso el sabor de su presencia por entre mis venas caminando lento, muy lento, cada vez más lento, a cuentagotas, casi estático, derramado sin pudor, seguro de su efecto, seguro de mí. Finalmente decidí buscarlo. Cuando lo encontré me senté a una distancia discreta. Varios ancianos se acercaron a platicarle algo, seguramente sus recuerdos, pero él no contestó, los viejos se conformaron con ser escuchados. Me adivinó sentado entre una multitud de personas y siguió en lo suyo.
Las horas caminaron, se fue el sol y la gente, la noche le arrebató ese aire familiar y fue brotando ese lado siniestro que me estremecía. Su piel se oscureció convirtiéndose en una enorme mancha negra, una mancha a la que todos le huyeron. Susurró algo que no entendí, no fue necesario. Me recosté y fue acercándose, su aliento salpicó mis pies, fue subiendo por mis piernas, de pronto estaba sobre mí. Sus brazos eran de proporciones descomunales, cubrían varios metros del suelo. La vista no me alcanzaba para apreciar su fuerza y sus dimensiones. Cerré los ojos, no quería verlo, sólo sentirlo, sofocarme bajo el peso de sus deseos. Me envolvió en un abrazo, sentí asfixiarme entre su frío pecho. El tiempo se detuvo. Sus manos atravesaron mis poros, ya no estaba encima: estaba debajo, arriba, en los costados, lejos y cerca, por todas partes.
Abrí los ojos y pude ver la lejanía entre la arena y nosotros. Ante el éxtasis que lo sacudió, el amanecer nos echó una mirada. Intenté explicarle que debía partir, que volvería en un par de meses. Por vez primera el temor se presentó, no estaba dispuesto a escapar con él. Limpió unas lágrimas que, por el ímpetu de su aparición, supe que eran chorros de desprecio, de venganza. En ese momento me solté y corrí rápido, muy rápido y sin voltear atrás.
A lo lejos, mi novia me buscaba, pude distinguir su voz pronunciándome con desesperación. Le hice señas para que no se acercara. Se asustó al ver lo que me perseguía.
De pronto sentí elevarme por los aires, me cargó en sus espumosos hombros. Se burló de mi compañera, se burló de sus gritos pidiendo auxilio; unos gritos a los que nadie respondió. Le escupió en la cara mientras ella, paralizada, contempló cómo me arrebataron del mundo.
No pude escapar, me arrastró junto a él. Fue la última vez que vi la vida.