Marzo, 2023
“Estamos andando cuando deberíamos estar corriendo”, afirmó Hoesung Lee, presidente de Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) tras la publicación —el pasado 20 de marzo— del informe de síntesis que pone fin al Sexto Ciclo de Evaluación iniciado en 2015. El economista surcoreano quiso destacar que el cambio climático está dañando la vida humana, los ecosistemas y la economía global. Y que para combatirlo es necesario un “desarrollo resiliente al clima” que reduzca las emisiones de efecto invernadero y actúe para proteger a las personas durante generaciones. El documento presentado, que sintetiza casi una década de ciencia climática, reconoce los años de acción perdidos, proyecta los posibles futuros, y señala las herramientas más efectivas para afrontar la crisis climática. A continuación, reproducimos las voces de dos destacados especialista; por un lado, Julia K. Steinberger, catedrática de Economía Ecológica y una de las autoras del IPCC, pone los puntos sobre las íes: “Seguimos asistiendo al ascenso y triunfo de la industria de los combustibles fósiles sobre nuestras sociedades”, reflexiona. Por su parte, el reconocido climatólogo Michael Mann es esperanzador en su análisis: “No es el momento de sucumbir al fatalismo climático”, escribe. “A diferencia de los dinosaurios, nosotros tenemos la capacidad de reaccionar”.
El clima en 2023: escalada y reacción
Julia K. Steinberger
Vivimos una época de múltiples peligros, el mayor de los cuales es probablemente una percepción errónea de los peligros que nos acechan. Semejante confusión puede tener efectos nefastos: prepararnos para el desafío equivocado significa que somos aún más vulnerables a las puñaladas traperas de nuestros auténticos enemigos.
Esto es lo que siente un científico que estudia el cambio climático en 2023: hemos hecho mucho y nos hemos preparado a fondo para explicar la crisis climática. La ciencia física es ya irrefutable (grupo de trabajo 1 del IPCC). Los múltiples impactos del cambio climático han quedado meridianamente claros, no sólo en términos estadísticos, sino también de incremento en la frecuencia y dispersión geográfica de los fenómenos climatológicos extremos (de nuevo: grupo de trabajo 1). Paralelamente, se han determinado y evaluado las estrategias para protegernos contra esos impactos (grupo de trabajo 2 del IPCC). La ciencia ha avanzado: desde la ignorancia, pensábamos que 2 ºC seguía siendo un margen de calentamiento relativamente «seguro»; la mala noticia que el mundo no acaba de asimilar es que ahora sabemos que, por encima de 2 ºC de calentamiento, la adaptación a los impactos es sencillamente inviable (de nuevo, grupo de trabajo 2). Y, por último, las herramientas y vías para detener la crisis climática se han esbozado, cuantificado y examinado de manera inequívoca (grupo de trabajo 3 del IPCC).
Se diría que los científicos que estudian el cambio climático son instructores de artes marciales que tratan de advertir a la humanidad y sus gobiernos de lo que se les viene encima: «Este es el monstruo al que deberán enfrentar. Así respira y se mueve, mira sus garras y colmillos: podrán defenderse de algunos de sus ataques, pero, pase lo que pase, tienen que detenerlo antes de que se vuelva demasiado grande, pues de lo contrario será demasiado fuerte para derrotarlo y les hará un daño irreparable. Así es cómo deberán entrenarse y luchar para vencerlo».
Pero, ¿y si los científicos nos hemos equivocado de monstruo? Porque parece que el principal peligro al que nos enfrentamos no es ya sólo el agravamiento de la crisis climática, sino la eficacia de la industria de los combustibles fósiles a la hora de frenar las acciones dirigidas a atajar esa crisis. De manera que, mientras volcábamos todos nuestros esfuerzos en las ciencias de la Tierra y la posibilidad de llevar a cabo una transición energética, nos hemos visto claramente superados y desbancados por una industria centrada con todas sus fuerzas en seguir siendo la mayor fuente de energía del mundo.
De hecho, la situación es tan grave que hubo que esperar hasta 2023 para que la comunidad científica se diera cuenta de que la investigación sobre el cambio climático encargada por Exxon (ahora ExxonMobil) era más precisa en sus predicciones sobre el calentamiento global que los estudios universitarios financiados con fondos públicos. Durante los años setenta y ochenta, la industria de los combustibles fósiles invirtió en la investigación sobre cambio climático a nivel interno, pero abandonó estos programas científicos en cuanto se convenció de la trayectoria irreversible del calentamiento global. Buena parte de los científicos que participaron en esos programas creían que las pruebas que sacaban a la luz servirían para persuadir a las empresas de que abandonaran los combustibles fósiles e invirtieran de manera decidida en fuentes de energía alternativas, algo que sólo cabe achacar a un error de base en la comprensión de la cultura empresarial.
Conviene dejarlo muy claro: las empresas de combustibles fósiles no son empresas energéticas, sino empresas de combustibles fósiles. Por su historia, aplicaciones y cultura, están indisociablemente unidas a los combustibles fósiles. El grueso de su personal se compone, desde hace mucho, de geoingenieros del petróleo, economistas del petróleo y comerciantes. Se han desarrollado en entornos y sistemas completamente supeditados a los combustibles fósiles, y todo su capital social, identidad corporativa y sentido existencial proviene de un rol heredado: el de proveer al mundo de combustibles fósiles.
En esencia, volviendo a una de las ideas centrales de Marx sobre el capitalismo, no es posible separar a las empresas de sus materias primas. Las empresas de combustibles fósiles no son empresas energéticas. Se hallan estrechamente vinculadas a los combustibles fósiles a través de sus activos físicos, conocimientos técnicos y cultura laboral. Para cortar esos lazos haría falta mucho, pero que mucho más, que el conocimiento y convencimiento de la ciencia climática. Que nadie se llame a engaño: a principios de los años ochenta los directores generales de las empresas de combustibles fósiles no se hacían ilusiones ni tenían dudas respecto al cambio climático. Sabían perfectamente, porque así se lo habían asegurado sus propios científicos, que los productos de su industria contribuían a la destrucción del planeta.
Pero la dependencia de las materias primas no es el único aspecto en el que se equivocaron los científicos que estudian el cambio climático. Una y otra vez, hemos subestimado la capacidad y determinación de la industria de los combustibles fósiles para controlar a la opinión pública mediante campañas de negación, demora en la aplicación de soluciones y desinformación, desoyendo a sus propios científicos, comprando espacio en los diarios o coaccionando a periodistas y directores de medios informativos para que cubran ‘la cara y la cruz’ del hecho científico del cambio climático.
La triste realidad es que la rapidez y el ansia de innovación que caracterizan el retardismo practicado por la industria de los combustibles fósiles supera con creces la capacidad —o quizá la curiosidad— de los científicos para fiscalizar las acciones de la industria, no digamos ya predecir y contrarrestar sus siguientes pasos.
Un puñado de científicos —entre los que destaca la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes, así como Geoffrey Supran, Ben Franta, Robert Brulle y la periodista de investigación Amy Westervelt— encabezan esa lucha. Mientras tanto, el resto de la comunidad científica permanece aletargada, dando por sentado que los hechos, modelos, gráficos e informes saldrán victoriosos en una guerra sin cuartel por conquistar a la opinión pública. La analogía de intentar apagar un incendio forestal con una pistola de agua es insuficiente, porque el mero hecho de empuñar una pistola de agua revela una mayor voluntad colectiva de afrontar el problema real que la demostrada hasta la fecha por la comunidad científica.
La influencia de la industria de los combustibles fósiles trasciende con mucho la negación de la evidencia científica y se hace sentir cada vez con más fuerza. Fue esa misma industria la que determinó la interpretación en clave económica de los esfuerzos por mitigar la crisis climática, consistente en documentar sólo los costes —y no las consecuencias—, una práctica que sigue enraizada en los modelos de evaluación integrados (IAM, en inglés) utilizados por el IPCC. Por otra parte, ha habido un trasvase de empleados de la industria de los combustibles fósiles al IPCC, donde trabajan redactando y revisando informes. Los grupos de presión de la industria de los combustibles fósiles acuden en masa a las negociaciones internacionales sobre el cambio climático, a menudo integrados en delegaciones nacionales (el tristemente célebre caso del consejero delegado de BritishPetroleum que asistió a la COP27 como parte de la delegación nacional de Mauritania puso de manifiesto las prácticas corruptas de la industria de los combustibles fósiles que se están afianzando en África tras haberse vuelto ligeramente menos aceptables en Europa).
Y ahora, en 2023, las empresas fósiles se han apuntado el que es quizá su mayor tanto hasta la fecha: uno de los suyos preside las negociaciones internacionales en torno al cambio climático, pues el sultán Al Jaber, director ejecutivo de la Abu Dhabi National Oil Company, es también el actual presidente de la COP28, que se celebrará a finales de año. Pese a las protestas internacionales, la UEA se niega a destituirlo mientras periodistas y diplomáticos se rinden ante su «experiencia», cuando tiene de experto en cambio climático lo mismo que un carnicero puede tener de experto en conservación animal. Visto lo visto, a nadie puede sorprender que haya puesto al frente de las negociaciones de la COP28 a profesionales de los combustibles fósiles. En mi propio país, Suiza, un negacionista del cambio climático y eminente lobista de los combustibles fósiles ocupa ahora el cargo de ministro de Clima, Energía y Medio Ambiente.
Así que, pese al sólido aval de los datos científicos que explican y predicen la crisis climática, además de aportar soluciones para atajarla, pese al activismo de millones de estudiantes y los múltiples movimientos y campañas en contra del cambio climático, los discursos de los políticos y las convincentes declaraciones del secretario general de la ONU, António Guterres, mi conclusión es que seguimos asistiendo al ascenso y triunfo de la industria de los combustibles fósiles sobre nuestras sociedades. El primer paso para resolver un problema es reconocer que existe. Tenemos que centrarnos con todas nuestras fuerzas en desenmascarar a la industria de los combustibles fósiles (y a sus aliados, como la automoción y la aviación, entre otros), y extirpar la influencia que ejerce sobre nuestro entorno. Porque no va a parar hasta que espabilemos y nos plantemos de una vez. ¡Adelante!
[Julia K. Steinberger es catedrática de Economía Ecológica en la Universidad de Lausana (Suiza) y autora principal del grupo de trabajo 3 del Sexto Informe de Evaluación del IPCC. // El texto también se puede leer en inglés aquí.]
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Salvemos este frágil instante
Michael Mann
En lo que respecta a la crisis climática, mi amigo y mentor, el añorado Stephen Schneider, solía decir que, dentro del espectro de posibles desenlaces, «el fin del mundo y lo mejor que podía pasarnos son los más improbables». ¿Estaba en lo cierto? ¿Podemos descartar la previsión más catastrofista, es decir, la extinción de la humanidad a causa del cambio climático? ¿O es demasiado tarde para evitar un apocalípsis climático que acabe con la civilización?
En mi próximo libro, titulado Este frágil instante: las lecciones del pasado de la Tierra que pueden ayudarnos a sobrevivir a la crisis climática, investigo la vasta historia climática del planeta en busca de una respuesta a esta y otras preguntas cruciales en torno a nuestro futuro climático.
Las lecciones empiezan pronto, así como los misterios. El gran Carl Sagan reconoció la paradoja del «Sol joven y débil». Al principio de los 4,54 miles de millones de años que tiene la Tierra, nuestro Sol era un 30 % menos brillante de lo que es hoy. Según los cálculos al uso, el planeta debería haber estado helado (y desprovisto de vida) en ese periodo, pero no fue así. Estaba lo bastante templado para permitir la existencia de agua en estado líquido, condición necesaria para la vida tal como la conocemos. Sagan reconoció que la solución vino de la mano de un efecto invernadero mucho más intenso que el actual, probablemente causado por elevados niveles de dióxido de carbono y metano en la atmósfera.
Paradójicamente, a medida que el Sol se fue debilitando durante los miles de millones de años siguientes, el efecto invernadero de la Tierra fue disminuyendo. ¿Posee nuestro planeta una especie de termostato que lo mantiene dentro de niveles habitables? Eso sostiene la hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, bautizada en honor a la diosa que personifica la Tierra en la mitología griega. Esta hipótesis parece confirmarse a lo largo de las eras geológicas, pero ha habido excepciones notables. Cuando surgió la vida dependiente de la fotosíntesis, hace poco más de dos mil millones de años, el enorme incremento de los niveles de oxígeno en la atmósfera eliminó buena parte del potente gas metano de efecto invernadero, lo que a su vez provocó una galopante retroalimentación positiva o, lo que es lo mismo, un círculo vicioso, en este caso de enfriamiento y acumulación de hielo, que generó más enfriamiento y glaciación. Existen pruebas de que el planeta quedó completamente cubierto de hielo mientras duró ese fenómeno, que tiene incluso nombre: «Tierra bola de nieve». La vida en el planeta estuvo a punto de extinguirse y seguramente sólo sobrevivió buscando cobijo en entornos cálidos, como las fuentes hidrotermales de las profundidades oceánicas.
Llegados a este punto, ¿qué escenario es más probable mientras seguimos aumentando la temperatura del planeta con la desenfrenada quema de combustibles fósiles? ¿Un futuro gaiano de resiliencia climática o sometido a implacables y desbocados procesos de retroalimentación? Tal vez encontremos respuestas en otros periodos de la historia de la Tierra. Empecemos por la extinción más masiva de todos los tiempos, que ocurrió entre los periodos Pérmico y Triásico, hace ahora 250 millones de años.
Durante décadas, se ha especulado con la posibilidad de que una liberación masiva de metano almacenado bajo el lecho marino pudiera haber desencadenado un pico de calentamiento de efectos catastróficos. Quienes auguran una hecatombe climática sostienen que este fenómeno —junto con otro episodio natural de calentamiento rápido (en una escalade tiempo geológica) conocido como MTPE que ocurrió más tarde, hace ahora unos 56 millones de años— es comparable a la «bomba de metano» que nos amenaza en el presente: una rápida liberación del metano congelado en el permafrost del Ártico y las plataformas costeras que ya ha desencadenado el aumento de las temperaturas causado por las actividades humanas. El imparable calentamiento global y la extinción humana, aseguran, están garantizados.
Sin embargo, la revisión de los datos paleoclimáticos simplemente no respalda estas predicciones. En esos fenómenos climáticos del pasado, la principal causa del calentamiento fue la liberación de dióxido de carbono (CO2), el mismo gas de efecto invernadero que bombeamos hoy a la atmósfera por la quema de combustibles fósiles y otras actividades humanas. Los mejores datos científicos disponibles indican que las llamadas «retroalimentaciones de metano» desempeñaron un papel cuando menos modesto en esos fenómenos. De hecho, hace 120 000 años, antes de la última glaciación, las temperaturas en el Ártico eran más cálidas que las actuales y, sin embargo, no se produjo una liberación masiva de metano.
Esa es la buena noticia. Luego está la mala. Actualmente, la concentración de CO2 en la atmósfera está aumentando a un ritmo que multiplica por diez el de cualquier fenómeno natural conocido, lo que representa un reto monumental para la humanidad y todos los demás seres vivos de este planeta. Si no reducimos las emisiones de carbono, la historia paleoclimática también nos advierte —y lo hace sin medias tintas— que, en cuestión de décadas, habremos superado niveles de calentamiento global nunca vistos en millones de años.
Por extraño que parezca, nos hemos beneficiado de fenómenos climáticos ancestrales. La extinción masiva más famosa de todos los tiempos fue la provocada por el asteroide que se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años, generando una nube de polvo que enfrió rápidamente el planeta y aniquiló a los dinosaurios (con la notable excepción de sus descendientes aviarios). Su pérdida nos favoreció como especie, pues propició un nicho ecológico para los pequeños mamíferos que evolucionarían hasta convertirse en primates. Hace dos millones de años, la desecación de los trópicos durante el Pleistoceno creó un nicho para los primeros homínidos, los protohumanos, que desarrollaron la capacidad de cazar a medida que los bosques fueron dando paso a las sabanas en los trópicos africanos. Hace 13 000 años, mientras la Tierra se recuperaba de la última glaciación, el periodo de enfriamiento conocido como el Dryas Reciente impulsó el desarrollo de la agricultura en el Creciente fértil. Asimismo, hace cerca de 6 000 años, surgieron las primeras y pujantes ciudades Estado —es decir, la civilización humana— cuando la sequía en Oriente Medio y Oriente Próximo hizo necesarios los primeros proyectos de ingeniería, que liberaron a los ciudadanos para realizar otras tareas como la construcción, lo que a su vez propició la formación de los primeros asentamientos urbanos dignos de ese nombre.
Queda claro, por tanto, que el cambio climático natural ha creado a veces nuevos nichos ecológicos que nosotros o nuestros antepasados hemos sabido explotar, así como retos que han espoleado la innovación tecnológica. Sin embargo, el margen de variabilidad climática en el que la civilización humana sigue siendo viable es relativamente estrecho, y se está reduciendo a pasos agigantados. Las condiciones que nos han permitido vivir en este planeta son frágiles. Este frágil instante está en peligro. La historia paleoclimática es rica en ejemplos de ganadores y perdedores, y todo apunta a que, esta vez, nosotros somos los que saldremos perdiendo.
No hacen falta predicciones inverosímiles de calentamiento descontrolado inducido por una «bomba de metano» para pasar a la acción. La realidad ya es bastante mala de por sí: si no adoptamos medidas adicionales de política climática, es probable que el calentamiento global alcance o supere los 3 ºC. Peor aún: si, lejos de reforzar las políticas actuales, las abandonamos y aceleramos la extracción y quema de combustibles fósiles, el calentamiento global podría situarse en 4-5 ºC, un incremento de la temperatura nunca visto en decenas de millones de años, y que se produce a un ritmo sin precedentes.
Nos enfrentamos a un futuro marcado por la pérdida masiva de capas de hielo, una subida del nivel de mar de varios metros, la inundación de las principales ciudades costeras del mundo, la mitad del planeta inhabitable de puro tórrido, así como olas de calor, sequías, inundaciones y supertormentas como nunca se han visto. Hollywood nos ha enseñado cómo sería ese mundo, y no es una visión agradable.
Sobre nosotros recae la responsabilidad de no condenar a las generaciones venideras a un futuro tan distópico. Un reciente estudio con revisión de pares publicado en la prestigiosa revista Nature demuestra que aún podemos impedir que el calentamiento global sobrepase la marca de los 2 °C que el Acuerdo de París de 2015 estableció como límite de seguridad, siempre y cuando los compromisos de Glasgow se mantengan y apliquen a tiempo. Pero es preferible limitar el calentamiento a 1,5 ºC, en vista del peligro creciente de daños por fenómenos meteorológicos extremos y, en particular, de la amenaza que se cierne sobre los países insulares de baja altitud, ya en riesgo de sufrir inundaciones por el deshielo de los polos y la subida del nivel del mar. Por tanto, siguen siendo necesarias medidas más estrictas, y de nosotros depende que los políticos y otras personas y organismos influyentes se pongan manos a la obra.
No es el momento de sucumbir al fatalismo climático, sobre todo si se basa en falsas predicciones pseudocientíficas de extinción inevitable. A diferencia de los dinosaurios, nosotros tenemos la capacidad de reaccionar. Vemos cómo ese asteroide metafórico se va acercando a la Tierra, pero aún podemos hacer algo al respecto.