Jóvenes de corazón
Enero, 2023
Antes, la juventud era algo que uno había sido, lleno de felicidad y tontería, que pasaba pronto y se recordaba mucho. Y hasta ahí. Pero entre que la juventud se puso de moda en los años sesenta y que la compañía Adidas necesitaba vender más tenis, había que volver joven a todo el que se dejara, y entonces se inventaron los jóvenes de corazón, que es cualquiera que tenga ese espíritu de que siempre hay que luchar y no hay que darse por vencido, de que en la vida nunca se acaba de crecer, de superarse, de aprender, de trabajar, escribe Pablo Fernández Christlieb. Y, en efecto, lo que más les ha servido a los viejos para sentirse jóvenes es que todavía tienen proyectos y aún pueden hacer algo más, que es también lo que más le ha servido al mercado para hacerlos trabajar hasta que truenen y para venderles pants y otras jovialidades en edades seniles.
Todo comenzó en un fatídico 1896, cuando a Pierre, barón de Coubertin, se le iluminó la cara al ocurrírsele el lema de sus recién reinventadas olimpiadas: más rápido, más alto, más fuerte, después de lo cual ya nadie podría ir lejos, sino siempre tendría que ir más lejos, con lo que iba a marcar, para de entonces en adelante, la manera de ser joven. Antes de eso, la juventud era algo que uno había sido, lleno de felicidad y tontería, que pasaba pronto y se recordaba mucho, pero hasta ahí, y se podía querer volver a ser joven, pero nunca intentarlo. Ahora, como si la vida fuese sólo para los atletas, la juventud era la voluntad de mirar más allá, buscar nuevos retos, vislumbrar otros horizontes, aceptar desafíos, tener proyectos, estar lleno de planes, y siempre avanzar venciendo cada obstáculo, todo lo cual estaba bien para esa edad.
Pero entre que la juventud se puso de moda en los años sesenta y que la compañía Adidas necesitaba vender más tenis, había que volver joven a todo el que se dejara, y entonces se inventaron los jóvenes de corazón, que es cualquiera que tenga ese espíritu de que siempre hay que luchar y no hay que darse por vencido, de que en la vida nunca se acaba de crecer, de superarse, de aprender, de trabajar, de fijarse nuevas metas, porque el que acaba algo es que ya está acabado. Es por eso que se registran esas oleadas de regresos de boxeadores, escritores, divas, actores, ladrones, cantantes, bellas, donjuanes y políticos que nunca acaban de irse y que declaran, para dar el ejemplo, que todavía tienen mucho que aportar, que aún les falta mucho por hacer.
Y, en efecto, lo que más les ha servido a los viejos para sentirse jóvenes es que todavía tienen proyectos y aún pueden hacer algo más, que es también lo que más le ha servido al mercado para hacerlos trabajar hasta que truenen y para venderles pants y otras jovialidades en edades seniles. Esta constante superación se parece mucho a las leyes del mercado, porque al dinero siempre se le puede aumentar uno, y a “más” siempre se le puede aumentar más, y todos quieren seguir en circulación como si fueran capital, que jamás se detiene porque de vender y ganar nunca se termina. La idea de la superación constante es la misma idea que la del dinero creciente.
Y con este rollo de al infinito y más allá, a toda tarea que se haga le sucede que se vuelve interminable, porque cuando siempre se debe continuarla nunca se puede saber cuándo ya quedó concluida, de modo que a los que siempre creen que pueden hacer algo más les pasa que nunca han terminado de hacer nada, y tienen que vivir con la desazón de seguir siendo pujantes y ardorosos, porque como no iban lejos, sino más lejos, no tienen punto de llegada. A los jóvenes de corazón más bien se les adivina cierta febrilidad de nunca parar de hacer sin saber ni qué están haciendo, de estar perdidos de tanto seguir adelante sin saber a dónde iban, como si estuvieran encerrados dentro de un lema olímpico y ya no encontraran la salida. Los incansables son agotadores. Y la idea tan frenética de que uno puede, debe y quiere seguir haciendo cosas impide que exista la idea de que uno ya las hizo, y así se la pasan cantaleteando citius altius fortius cada vez más lento más bajo más débil. Quien no se da cuenta de que ya acabó lo que estaba haciendo en realidad nunca supo lo que hacía.
Ciertamente, la sociedad contemporánea con sus ideologías de que siempre hay algo más que alcanzar puede lograr que todos estén muy activos y juveniles, pero a costa del desperdicio de resto de las edades: la de calcular y saber cuánto falta para terminar las cosas, y la de la bendición de que las cosas se terminen, que es la mejor parte de toda tarea: saber que ya está y que con eso es suficiente y después sentarse a descansar, a ver qué tal le quedó, a mirar el horizonte sin tener que levantarse para perseguirlo, y estar satisfecho, o resignado, da lo mismo, ya ni modo.
Pero, por el contrario, aquí ya ni la burla se perdona, porque resulta que cuando a alguien le da cáncer o pura vejez esto ya no se le presenta como una enfermedad terminal, sino que se le vende como un nuevo reto, un gran desafío, otra batalla, una nueva cima que alcanzar, en la cual el malhadado susodicho tiene que emboletarse con sonrisa jovial de ¡sísepuede! para luchar contra la enfermedad, y así morirse joven de corazón y metastaseado de todo lo demás. En términos un poco más ejecutivos, esto significa que previamente va a dejar todo su dinero en el hospital, lo cual, de alguna manera, es seguir circulando en espíritu, bueno, en capital, que es lo mismo.