Septiembre, 2022
Futurofobia es, literalmente, miedo al futuro. Es esa sensación que nos hace imaginar que todo lo que está por venir va a ser peor que lo que ya tenemos. A partir de esta realidad que marca el presente, el periodista Héctor García Barnés ha publicado Futurofobia / Una generación atrapada entre la nostalgia y el apocalipsis. En él desgrana las consecuencias de esa visión pesimista del mañana que parece haberse extendido. Hemos llegado al futuro y allí no hay coches voladores, sólo crisis climática y los mismos problemas que arrastramos desde el pasado. En esta conversación con Juan F. Samaniego, Héctor García Barnés es claro: “Es el momento de abrir el debate sobre cómo conseguir una sociedad más justa para todos”.
Sentimos que el sistema hace aguas, pero que no hay escapatoria. Que el colapso medioambiental es inminente y el margen de acción es cada vez más escaso. Que hemos hecho todo lo que teníamos que hacer, pero nadie nos ha dado lo que nos habían prometido. La visión progresista del mundo, tan extendida en otros momentos de la historia, se esfuma ante nuestros ojos. ¿Qué podemos hacer?
En Futurofobia / Una generación atrapada entre la nostalgia y el apocalipsis (Plaza & Janés), el periodista Héctor García Barnés desgrana las consecuencias de esa visión pesimista del mañana que parece haberse extendido. Hemos llegado al futuro y allí no hay coches voladores, sólo crisis climática y los mismos problemas que arrastramos desde el pasado.
—La futurofobia es esperar. Esperar a que ocurra algo malo. Cuando uno lee los pronósticos del IPCC sobre el cambio climático, parece difícil no pensar así.
—El cambio climático es uno de los temas que sobrevuelan el libro, aunque no de forma explícita. En el primer índice pensaba dedicarle un capítulo entero, pero decidí ser modesto y no abordarlo de forma específica, porque hay mucha gente que lo haría mucho mejor.
“Creo que uno de los problemas que tiene el cambio climático es que impone una visión del mundo en que parece que sólo queda esperar a que llegue el cataclismo. Provoca una sensación paralizante. La lucha contra el cambio climático debería ir ligada a una cierta visión del mundo, a una alternativa gracias a la cual podamos mejorar nuestras vidas, a pesar de que vayamos a lidiar con problemas medioambientales”.
—La ciencia climática es la que es, ¿quizá nos equivocamos en la forma de contarlo?
—Si tomamos la amenaza climática como algo inevitable y aceptamos el inmobilismo, estamos renunciando a cambiar las cosas. Al final, y lo digo sin ser un experto, los impactos climáticos afectarán más a los de siempre, y no tanto a esa parte de la sociedad que se puede permitir vivir bien. Es decir, si no cambia nada, seguiremos acentuando las desigualdades.
—¿Cómo vivir sin esperar a que ocurra algo malo y sin bloquearnos, y al mismo tiempo trabajar para evitar que ocurra?
—La lucha contra el cambio climático debe insertarse en una visión de lo que queremos como sociedad. Creo que gran parte de la sociedad tiene la sensación de que durante los últimos 15 años ha empeorado su calidad de vida y no está dispuesta a empeorarla aún más.
“Ahora mismo hay muchos debates alrededor de los sacrificios que hay que hacer para luchar contra el cambio climático. Este marco es problemático, porque creo que no se le puede pedir a la gente, que lleva años sacrificándose, que siga perdiendo calidad de vida. Es el momento de abrir el debate sobre cómo conseguir una sociedad más justa para todos, una sociedad en la que las renuncias y los sacrificios vengan también acompañados de beneficios”.
—¿Cuál sería el camino para lograrlo?
—Las soluciones creo que deben pasar por la justicia social, la redistribución de las rentas, los impuestos a las grandes fortunas y las herencias, un nuevo pacto laboral con jornadas más reducidas y mejoras salariales… Todas las medidas que ya conocemos para lograr que la sociedad sea más justa y que las externalidades de la lucha contra el cambio climático y sus consecuencias no las paguen siempre los mismos.
—En relación al papel de los medios de comunicación, en una parte del libro señala cómo predecir la siguiente crisis se ha vuelto algo muy barato.
—Si predices una crisis y aciertas, pasas a la historia. Pero si te equivocas, nadie se va a acordar a la larga. Sin embargo, si predices una buena noticia y te equivocas, te perseguirá para siempre. A efectos prácticos, parece que es más conveniente apostar a caballo perdedor.
—Antes señalaba algunas alternativas para lograr una sociedad más justa. Sin embargo, a nivel mediático, cualquier avance social se vende como algo peligroso. Así será imposible hacer los cambios necesarios.
—Más que los medios, diría que esta reacción se produce desde la ideología de los medios. Gran parte de la agenda de la derecha es criticar todas las cuestiones de cambio social. Es algo que se arrastra desde hace décadas. Parece que cualquier cosa que huela un poco a izquierdas nos va a conducir al estalinismo.
“El salario mínimo es el mejor ejemplo. Con cada subida, parece que se van a ir al paro millones de personas. Nunca acaba de ocurrir, pero la sospecha siempre está ahí. Creo que es una especie de chantaje emocional a la gente que menos tiene y a la clase trabajadora. Te van a subir el sueldo, pero va a ser peor para ti. Y no lo entiendes porque no tienes los conocimientos suficientes”.
—¿Es entonces el miedo al futuro algo infundado, la futurofobia, algo impulsado desde las ideologías de derechas?
—Se manifiesta de distintas formas y la izquierda también tiene su parte de futurofobia. Diría que es más el espíritu de una época, aunque es algo que le ha servido muy bien al capitalismo.
—¿Tiene también que ver con la dificultad de imaginarnos otro futuro, una alternativa al capitalismo?
—Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Esa frase se ha repetido muchas veces. Esta idea genera también una especie de parálisis por una razón. Si somos capaces de cambiar el capitalismo, al final estaremos sirviéndole al sistema y evitaremos un cambio más profundo. Pero, si apostamos por esperar al fin del capitalismo, condenamos a los más desfavorecidos a seguir sufriendo las consecuencias hasta el final.
“De todas formas, creo que la imposibilidad de pensar una alternativa al sistema en que vivimos es una de las características claras de nuestra época. En otros momentos de la historia no ha sido así”.
—De una forma u otra sentimos que el sistema no funciona. Hemos hecho lo que se suponía que teníamos que hacer, pero no hay progreso, sino más bien retroceso. ¿Todo el mundo se da cuenta de esto?
—Hasta cierto punto, creo que sí. Hay un documental de Adam Curtis, HyperNormalisation, que habla de cómo en los años 80 del siglo pasado, en la Unión Soviética, todo el mundo sentía que aquello no funcionaba y que no iba a ningún sitio. Sin embargo, todos seguían viviendo de forma automática. Ahora pasa algo parecido.
“Todo el mundo siente que el sistema no funciona, pero la imposibilidad de imaginarse una alternativa hace que todo siga funcionando de forma casi espontánea. Nadie, incluso el más capitalista de los capitalistas, admitiría abiertamente que el sistema funciona perfectamente”.
—Quienes mejor parecen haber capitalizado este sentimiento, por ahora, son los populismos de derechas. Presentan un retorno al pasado como solución a los problemas de la globalización. ¿Por qué parece tan difícil evocar una alternativa progresista?
—Por un lado, creo que hay que tener en cuenta eso de que toda alternativa progresista es vista con sospecha, de lo cual ya hemos hablado. Por otro lado, también es importante tener en cuenta que, en las últimas décadas, una parte de la izquierda se ha quedado sólo como muro de contención frente a los avances del capitalismo desenfrenado, sólo busca conservar los logros del pasado. Esto ha provocado cierta parálisis y ha dificultado que se generen alternativas sociales novedosas, que causen cierta emoción entre la gente.
—¿Cae el activismo climático y el ecologismo en los mismos errores?
—No creo. El feminismo y el ecologismo son los dos movimientos sociales más activos. Los activistas tienen las ideas más claras y son capaces de generar esa emoción, son movimientos de los que salen propuestas reales de futuro. Muchas veces se tiende a caricaturizar el ecologismo con cuatro rasgos simples y llenos de prejuicios, pero es un entorno muy dinámico que genera alternativas de futuro.
—Otro tema que trata a fondo en el libro es el de las expectativas. Las de los millennials eran muy altas y no se cumplieron. ¿Las generaciones que vienen detrás son más realistas y menos futurofóbicas?
—Sus expectativas están más bajas, seguramente, pero la futurofobia se ha extendido a través de todas las generaciones. Los millennials fuimos los pioneros, porque vivimos el cambio de época, de la hinchada de los noventa a la decepción del siglo XXI. Pero los discursos derrotistas se han hecho hueco en todas las generaciones.
—¿Cuáles son las consecuencias de este derrotismo ante el futuro?
—El individualismo, el egoísmo, el cinismo, el sentirnos las peores versiones de nosotros mismos, la competición extrema, la sospecha continua de los demás, la depresión, la ansiedad… Creo que todo deriva de esta futurofobia. Y la peor consecuencia de todas es que uno acaba provocando lo que sueña. Si todos pensamos que vivimos en un mundo ultracompetitivo en el que hay que pelearse por todo con el de al lado, acabaremos teniendo una sociedad así.
—Al inicio de la pandemia, parecía que desconfiábamos de todos y vaciamos los supermercados por miedo a quedarnos sin nada. A la hora de la verdad, quedó probado que estamos mucho más dispuestos a apoyarnos de lo que podríamos pensar. ¿Cómo recuperamos esa confianza en la gente?
—Es muy curioso que durante los primeros meses de la pandemia, las películas de zombis y de colapsos se volvieron muy populares. La gente decía que era tal cual lo que estaba pasando. Pero no, no estaba pasando. Nos quedamos en casa, fuimos responsables, nos preocupamos por el vecino, etc. Mucha gente parecía incapaz de creer en su propia generosidad.
“En ese momento, es cierto que nos sentíamos interpelados por algo muy concreto. Sin embargo, el cambio climático, al igual que otras grandes crisis, tiene el problema de ser abstracto, global y muy general. Si la gente tuviese de forma muy clara qué hacer para llegar hasta un punto concreto a corto plazo, sería más fácil actuar. En el cambio climático, las causas y los efectos se diluyen en el tiempo y en su propia complejidad y es mucho más difícil apelar a la acción”.
—Terminas el libro con polémica, hablando de la importancia de las terrazas y de esos placeres improductivos del bar que nos hacen felices. ¿Salvaremos el futuro desde la barra?
—En los bares, en los parques, en casa con nuestros amigos, tomándonos una cerveza o lo que sea, es donde nos sentamos a hablar de forma distendida. Y suelen ser momentos en los que hablamos del futuro, nos olvidamos de lo inmediato y nos lanzamos a elucubrar, como si fuese una especie de ágora griega. Por eso defiendo los bares como espacio de socialización.
“Esa cosa tan denostada de arreglar el mundo desde la barra del bar, en realidad, creo que está bien. Es un lugar en el que plantearse lo que uno quiere y cómo le gustaría que fuese el mundo. Evidentemente, no es una discusión de expertos, pero todo el mundo tiene su derecho, y su obligación, de pensar y filosofar, aunque sea desde la barra de un bar”.