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La Guerra de Villa sin Villa

Ignacio Solares (1945-2023)

Agosto, 2023

Publicó cerca de 40 libros entre narrativa, ensayos, periodismo y teatro. Su último volumen lo escribió al alimón con su amigo José Gordon, intitulado Novelista de lo invisible, en 2023, un año después de haber recibido merecidamente la Medalla de Bellas Artes. En el siguiente artículo, el periodista y escritor Víctor Roura recuerda a su colega Ignacio Solares, quien partiera de esta vida el pasado 24 de agosto.

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A los 78 años de edad se fue de esta vida, el pasado 24 de agosto, el narrador Ignacio Solares nacido en Ciudad Juárez el 15 de enero de 1945. Pertenecía a la comunidad de la UNAM, cuya revista dirigió hasta el año 2017 para pasar a manos de Guadalupe Nettel quien declarara, al tomar a su cargo la publicación, que Solares prácticamente la tenía secuestrada, acaso de los pocos señalamientos públicos en contra de su oficio cultural, ya que el otro provenía sobre todo de una de las mezquindades acostumbradas de Fernando Benítez cuando Solares era el director del suplemento cultural de Excélsior, el que abandonara por cierto después de la salida de Julio Scherer García de ese diario en 1976: sencillamente Benítez, al no ser parte Solares de su mafia, lo ignoró diciendo que no sabía quién era ese escritor chihuahuense, aunque ya Solares había trabajado en Revista de Revistas con Vicente Leñero, Plural con Octavio Paz y La Semana de Bellas Artes con Gustavo Sainz, además de ser profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero los desconocimientos de la mafia cultural a quienes no formaban parte de su club eran comúnmente ruines.

Mi acercamiento a Solares fue cuando estuvo al frente de la revista literaria Quimera, de la que fui su jefe de redacción.

Publicó cerca de 40 libros entre narrativa, ensayos, periodismo y teatro. Su último volumen lo escribió al alimón con su amigo José Gordon, intitulado Novelista de lo invisible, en 2023, un año después de haber recibido merecidamente la Medalla de Bellas Artes.

Ignacio Solares. / Foto: archivo El Universal.

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La única invasión latinoamericana que ha sufrido Estados Unidos, perpetrada por los hombres de Francisco Villa, sirvió a Ignacio Solares para armar su novela Columbus (Punto de Lectura, 2003) en la cual el protagonista, el viejo Luis Treviño, narra a un periodista, supuestamente el propio Solares, las vicisitudes de aquella epopeya revolucionaria: “Desde fines de enero [de 1916], Villa intentó la invasión por el rumbo de Ojinaga, pero fueron tantas las deserciones (nomás los rumores hicieron huir a la mitad de nuestra gente) que prefirió posponerla un par de meses. Por eso luego ya fue en Palomas, pequeña ciudad fronteriza a unos cuantos kilómetros de Columbus, donde Villa nos hizo saber su decisión. Esa tarde del 8 de marzo nos habló como yo no lo había oído, con una inspiración que le quebraba la voz y lo obligaba a detenerse a cada momento por la cantidad de lágrimas que derramaba. Nos juntó a sus casi cuatrocientos hombres (después de que la División del Norte tuvo miles) en la falda de un monte, y él se puso en el lugar más alto para que todos lo oyéramos bien y no nos quedara lugar a dudas de lo que decía”.

—Muchachos —dijo Francisco Villa, arengando a su tropa—, ora sí llegó el mero momento bueno en que se decidirá el futuro de nuestra amada patria, y a ustedes y a mí nos tocó la suerte de jugarlo. ¡Vamos, pues, a jugarlo valientemente! Ya aquí, ni modo de rajarnos. Nuestro resto a una carta, como los hombres que traen bien fajados los pantalones para apostar. O lo ganamos todo o lo perdemos todo, total. En esta frontera de Palomas está la raya mágica que nos separa de la gloria o de la perdición. Estamos muy cansados, lo sé, por eso no podemos esperar más, ni un segundo más. Son muchos años de pelear desde que nos levantamos contra don Porfirio…

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Villa recordó a Madero (“el hombre al que yo más he querido y respetado, por el que me inicié en este asunto de la guerra, y por quien aún sigo aquí”), mostrándoles incluso, extrayendo de un bolsillo de la casaca, del lado del corazón, una foto de Madero, que siempre lo acompañaba a donde fuera, “en las buenas y en las malas”. Esta foto, dijo Villa, “la veo yo a cada rato y se me llenan los ojos de lágrimas y se me quitan los temores que a todos nos dan. Me digo: si él dio su vida que valía tanto, ¿por qué no yo la mía que apenas si vale? Y veo la foto y me entran las ganas de luchar por los ideales que nos dejó y de acabar hasta la extinción total de sus asesinos. Asesinos que, hoy lo sabemos, están allá —y señaló hacia tierra mexicana—, pero también, y sobre todo, están allá —y señaló hacia tierra norteamericana—. Fueron los gringos quienes utilizaron al traidor de Victoriano Huerta para derrocar al presidente Madero. Así como hoy utilizan al traidor de Carranza para apoderarse del país y robarse los mejores frutos de nuestra tierra. Esos mismos gringos ladrones que pretenden manejar nuestros gobiernos a su antojo, quitar y poner autoridades como se les pega la gana y según lo dictan sus intereses económicos y políticos. Hablan de democracia, ya ustedes los han oído, pero a nosotros nos tratan como animales si llegamos a trabajar a sus tierras”.

Tuvo que interrumpirse, dice Luis Treviño, “porque las lágrimas ya no lo dejaron continuar, y quizás fueron esas lágrimas las que terminaron de inflamar nuestro ánimo para levantar al unísono nuestras armas” y gritar vivas a Villa y a Madero.

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Pero, bueno, la historia corrobora la ausencia del Centauro del Norte en aquella lamentable invasión (“Villa no entró a Columbus —dice Treviño—, nunca he entendido por qué después de como nos habló”), sino el guerrillero se quedó en Palomas, “y Pablo López salió al frente de la columna. Sólo la mitad de nosotros, o menos, iba a caballo (una de las instrucciones era, precisamente, hacernos de los caballos del cuartel, con la mala suerte de que nosotros mismos los matamos), pero como Columbus estaba a tiro de pájaro de Palomas, no parecía problema que los hombres de a pie llegaran a reforzarnos una vez que estuviéramos en la ciudad y tuviéramos controlada la situación, lo que tampoco sucedió, y por eso los hombres de a pie fueron de los que más mataron. Los pobres llegaron al centro de Columbus corriendo, ahogándose, con sus armas desvencijadas, cuando nosotros los de a caballo ya salíamos huyendo, por eso les fue como les fue”.

Entraron a Columbus exactamente a las cuatro y cuarto de la mañana. Luis Treviño lo supo “porque uno de los primeros tiros que disparamos le dio al reloj de la aduana, deteniendo su funcionamiento. No me di cuenta durante esa misma noche, por supuesto, pero luego al ver las películas que filmaron los gringos lo descubrí. De un lado de esa calle principal, apenas a la entrada, estaba, en efecto, el cuartel con sus quinientos soldados dormidos: el XIII Regimiento de Caballería de Estados Unidos, al mando del general Herbert Slocum. Del otro lado de la calle, quién podía adivinarlo en la oscuridad, estaban los establos. Pablo López nos dijo: al primer disparo que suelte, todos al galope, al grito de ‘¡Viva México! ¡Mueran los gringos!’, y a acabar con ellos, muchachos; que no quede uno vivo, señalando en seguida, para su desgracia, el lado equivocado de la calle. Fue un volado y lo perdimos, como nos ha pasado tantas veces en la historia de México. ¿Qué hubiera sucedido si Pablo López atina?”

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Mataron a los caballos en lugar de los soldados. Otro error: en su frenético entusiasmo, la tropa, más en el desmadre que en una estrategia guerrera, prendió fuego a la tienda Lemon and Payne (“o quizás fue un accidente —dice Luis Treviño—, ¿por qué echarnos a nosotros mismos la culpa de todo?”), “atiborrada seguramente de artículos inflamables [los revolucionarios ya sabían que ahí vendían armas], lo que iluminó en forma esplendorosa la calle por la que andábamos con nuestro relajo”, señal, la del incendio, que ubicó perfectamente a los invasores, que fueron, con prontitud, aplastados cuando los gringos se levantaron.

La novela es la crónica, contada por uno de los villistas, de la descabellada irrupción de la menguada División del Norte al territorio estadounidense, pero es también la historia de amor del viejo Luis Treviño con Obdulia, una jovencita que abandonó todo por acompañarlo con los revolucionarios, acabando siendo de otro (o de otros, no se sabe en realidad) a espaldas de su primer amante, aunque asimismo también se sugiere que la mujer pudo haber sido violentada para aceptar los favores del desconocido (o desconocidos, quién sabe), si bien ella calló para sí la desvergüenza. Porque se sabía, entre los guerrilleros, que nadie podía hacer escándalos con una mujer (“el general Villa no soportaba oír los ruidos del amor”), a la que, se decía entre la tropa, odiaba el líder opositor: una vez, en Camargo, mandó fusilar a más de noventa, dizque por inútiles.

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