Las fotos
Julio, 2022
Estas vacaciones todo puede faltar, menos una cámara fotográfica. No importa que sea la del celular: el chiste es tener un dispositivo a mano para captar la experiencia y vivir el momento para siempre. Lo peor sucede cuando quien está detrás de la cámara se siente artista, pues hará todo lo posible para que los demás lo noten hablando de tecnicismos, encaramándose en una banca o colocando su réflex entre dos ramas para tomar fotos “pintorescas”. Así es el furor actual de la fotografía.
Los pobres fotógrafos profesionales han de vivir molestísimo ahora que resulta que todo el mundo se cree fotógrafo, y por lo menos toma más fotos que ellos: el promedio de fotografías tomadas por cámara existente en el último año fue de 538, al tiempo que el número mismo de cámaras se incrementó en un 50 por ciento, sobre todo de celulares, pero también de las normales y de las réflex, al grado de que cualquiera que quiera “dedicarse a la fotografía” estas vacaciones seguro tiene mejor equipo que un fotógrafo profesional.
Los japoneses fueron los que empezaron. No sólo a tener cámaras Yashica y rollos Fuji, sino a tomar fotos a lo loco en sus viajes a Europa y a Estados Unidos, y la razón era una especie de ansia de Occidente, de querer agarrarlo quién sabe cómo, así que, no entendiendo mucho del asunto, la única manera de hacerlo suyo, de absorberlo, fue capturándolo en sus cajitas Minolta. La Monalisa todas las tardes acababa encandilada de flashazos. Ya luego de los japoneses siguieron todos. Y de igual manera, a lo que se debe el furor de la fotografía es que la gente anda con necesidades de “captar la experiencia” de la realidad, que dada la velocidad de la vida actual siente que se le escapa; como que la vida se les escurre, y, al parecer, la única solución que encuentran es tomarle foto a todos los momentos, para ver si así pueden retenerlos.
Y por sus métodos, los tomadores de fotos se dividen en familiares y artísticos. Los primeros son aquéllos que quieren “atesorar recuerdos” y con una foto pueden “vivir el momento para siempre”. No importa dónde aprendieron ese lenguaje, pero a cada saludo, despedida y lo que suceda en medio le toman una foto con el celular: luego ya no se acuerdan de qué era. Y cuando ya saben de antemano que va a haber una “experiencia” entonces llevan la otra camarita, la buena, en primeras comuniones, graduaciones, domingos con la abuelita, roscas de reyes y tantos y tantos otros momentos inolvidables por decreto. Son los que dicen cheese y whisky, los que hacen la “v” de la victoria, los que se ponen cuernitos. La consecuencia neta de esta captación del instante es que un niño a los seis meses ya ha sido más fotografiado que Marilyn Monroe: le toman fotos hasta cuando dice su primera palabra, que no sale en la foto.
Los artísticos, por su parte, son los que sostienen el consumismo réflex, porque a los profesionales ni les alcanza ni les interesa, y, en efecto, les emociona saber de los tecnicismos del gran angular y desde luego siempre prefieren las fotos en blanco y negro para que sea vea que lo suyo es el arte (y el arte siempre es como artesanal), o sea que aquí la pose no es del fotografiado sino del fotógrafo. Son los que toman fotos “pintorescas”, una puerta, un mercado, un charco, una indita, y para lograrlo enchuecan la cámara, se encaraman en una banca, se ponen entre dos ramas, de modo que quede claro, no el objetivo, sino el hecho de que no son unos primerizos.
Antes, lo pintoresco se pintaba, y por lo menos costaba más trabajo, pero ahora se puede ser artístico en cuatro segundos con sólo apretar un botoncito, eso sí, aguantándose la respiración. Sin embargo, el invento de la fotografía no sustituyó a la pintura, sino que sustituyó a la vida, porque dada la obligación de “atrapar el instante”, “conservar el momento”, “captar la experiencia”, de pronto se les olvidó la experiencia y el instante y el momento y de lo único que se acuerdan es de tomar las fotos, según el instructivo de que un cumpleaños es el dato en el calendario de que ahí hay una experiencia y, por lo tanto, hay que tomarle foto, de modo que pasan del dato a la foto sin pasar por la experiencia.
O dicho de otro modo, lo que desaparece es la realidad. Del mundo ya sólo quedan sus fotos. Los anuncios de Aeroméxico o de Zara o de Hewlett-Packard, bien vistos, ya no venden viajes ni ropa ni computadoras, sino que venden fotos, concretamente la de alguien sonriente, embelesado y vital, o sea, teniendo una experiencia. Y la gente va y compra la imagen al precio del viaje y se va a la playa y se saca una foto igual a la del anuncio en donde aparece sonriente, con lo cual se comprueba que la verdadera realidad es lo que sale en una foto.
Así que, al final de cuentas, la experiencia de la vida cambió de lugar y ya no se encuentra en el mundo o en la realidad (estar ahí ya no se siente nada), sino, curiosamente, en el momento de tomar la foto: ésa es ya la única experiencia que hay, la cual no queda registrada: para registrarla y captar ese momento lo que habría que hacer es tomarle una foto, y tal vez ni así, pero, comoquiera, la próxima frase que falta en el vocabulario general es “tómame una foto tomando una foto”. Puede que al que le pidan esto se queje contestando “y a mí quién me la toma tomándotela”.