Relatario: Edición Especial

La batalla

Abril, 2024

Somos afortunadas, nuestros hijos están completos, no les falta ni les sobra nada, son niños sanos e inteligentes. ¿O tú qué opinas, Alejandra?, dijo una de sus amigas. Las otras madres esperaban su respuesta. Siempre era así, todos los viernes se reunían a las afueras del puerto. Al principio acudió con timidez, no sabía cómo ser parte de los grupos de madres, hablar de la maternidad durante horas, de los berrinches, de las manías y obsesiones de los pequeños, del tiempo que pasaban cuidándolos, dándoles de comer y de cómo se había vuelto casi imposible pensar en un trabajo, en tiempo para ellas.

—A mis hijos no les sobran dedos, pero hay cosas más sutiles, cosas que a la sociedad le cuesta digerir.

La miraron, a veces sentía que no la aceptaban, que no era como ellas, madres vegetarianas, cuidadoras del planeta. Para ella su maternidad era difícil de definir, de explicar a otras madres. Sus hijos pasaban por niños tiernos, cariñosos y unidos, o al menos era lo que el grupo parecía creer.

—Tus niños son envidiables —dijo Malia, una mujer suiza que había llegado a Celestún hacía un par de años, con su esposo mexicano y sus hijos. Abrieron una heladería en el centro del pueblo y vivían en la parte de atrás de su local—. Mya es una niña oscura, y fíjate que tiene la misma edad que tu Lorenzo, acaba de cumplir cuatro y siempre tiene esa cara malhumorada, es geniosa, una loba.

Las mujeres rieron. Todas habían llegado de lugares distintos del mundo o del país. Ella era la única yucateca, la que les ayudaba a entender en dónde estaban paradas, por qué la gente hablaba como hablaba y qué era lo mejor para comer, para beber, para ver, para probar. Fuera de la maternidad no compartían mayores intereses y muchas veces se vio apartada, mientras las otras madres hablaban en inglés o francés, y ella apenas podía comprender girones de la conversación.

Observaba entonces a los niños o se iba a recorrer el lugar con ellos. Había toda clase de rapaces que causaban problemas, hacían gala de sus berrinches, pataleaban, pegaban, gritaban, lanzaban piedras. Muchas veces las madres tenían que interrumpir sus charlas para levantarse a regañar a sus hijos. Siempre algún pequeño no escuchaba, no quería entender y estaba dispuesto a defender sus actitudes con patadas y dientes.

Eso pasaba los viernes, pero nunca eran sus hijos. No había nada que hicieran sus dos vástagos sin antes pedir permiso. Sonreían con sus pequeños y afilados dientes blancos, como dos cachorros que apenas están descubriendo el mundo. Abrazaban constantemente a Alejandra, hundían sus rostros en el abundante cabello negro de su madre y le decían “te amo” tantas veces al día que ella no se molestaba en responder, simplemente les sonreía.

Alejandra no se sentía cómoda, no se trataba de uno de esos padecimientos o trastornos que los médicos estaban diagnosticando cada vez con mayor frecuencia. No había madre en el grupo que no hubiera visitado a un neurólogo o a un terapeuta. Cada vez era más frecuente que las maestras se impacientaran porque un niño hablaba más que otro o porque otro fuera callado. Las visitas a sicólogos, pediatras y especialistas nunca terminaban. No era el caso de sus hijos, así que ella se preguntaba a quién recurrir, a dónde dirigirse.

Su primer hijo, Emilio, caminaba de puntas, pero eso no probaba nada. Nunca hablaba de lo que ocurría en casa, aunque quisiera; se levantaba del círculo de madres para caminar alrededor del parque con la firme intención de, al regresar contarles todo; ellas lo entenderían, pero cuando volvía, ahí estaban esas mujeres de vestidos frescos, sonriendo bajo la sombra de las palmeras, no podía. Los niños eran buenos, se decía, quizá su pequeña maña cambiaría con el tiempo, quizá no fuera más que algo pasajero. Así son los niños, tienen toda clase de manías y luego crecen y son sanos y amorosos. Quizá no había nada de qué preocuparse.

Pero se preocupaba. Alejandra había agotado las páginas de internet en busca de respuestas, algo concreto y específico que le diera claridad a lo que estaba viviendo. Estudió durante meses los trastornos del comportamiento en la primera infancia y, algunas veces, le parecía que sus dos hijos eran buenos candidatos para el TDAH. Luego volvía a revisar la información y se reía de sí misma. Los niños del mundo son dispersos y traviesos, soy una tonta. De no ser por la pequeña manía con la que han crecido, serían niños perfectos. Vio uno y mil videos de cómo se comportaban los niños de entre uno y seis años según sicólogos, terapeutas, maestros, influencers. Rebuscó en viejos episodios de reality shows, en donde niñeras domesticaban a niños como si de militares se tratara, y en ninguno de estos casos se encontraba descrito el problema de sus hijos.

En el grupo de madres se hablaba de mil problemas. Habían acordado que, una vez al mes, se haría un círculo de sanación de mujeres. Todas debían llevar un ramo de flores y juntas, al comenzar la sesión, tejer un collar con las flores que cada una llevaba hasta formar un círculo dentro del cual se sentaban, en un espléndido jardín, mientras las muchachas del servicio doméstico servían té, fruta, panecillos y café. Malia lloraba mucho porque sus hijos no la respetaban, porque eran violentos, porque trataban mal al servicio. Otras madres lloraban por lo difícil que era estar el día entero con las criaturas y otras lloraban simplemente por llorar, porque parecía el sitio y el momento para vaciarse. Alejandra no lograba llorar, le parecía imposible, artificial, histérico. Así que terminaban mirándola; Malia levantaba una ceja.

—Dios mío, Alejandra, ¿qué te pasó ahí?

Una de las madres le miraba la pierna que había quedado al descubierto después de que Lorencito se acercara a abrazarla. Alejandra se levantó, había concluido con su dosis de sanación, no deseaba saber más nada.

Esa tarde revisó su directorio y sacó una cita con un neuropediatra que las madres le recomendaron. No estaba convencida de que esa fuera la decisión correcta. ¿Y si se necesitaba otra clase de ayuda? No había manera de saberlo, ya no podía esperar más. ¿Por qué se complicaba tanto? Durante años vio a otras madres padecer por lo mismo, llorar en el círculo, ser consoladas y adaptarse luego a la situación, triunfantes. Agendó una cita para el día siguiente.

El viaje al consultorio fue tranquilo. Los niños, como de costumbre, se agazapaban sobre ella, le hacían cariños en su cabello y en sus brazos, le decían que la amaban. Incluso se les observaba más serenos de lo habitual y ella quería salir de la consulta sin que se suscitara ninguna escena. Una vez en la sala de espera, los niños se sentaron. El lugar era diminuto. La recepcionista le entregó unos cuestionarios, debía escribir los problemas con sus hijos. Describirlos y enumerar sus preocupaciones. Sentó a los pequeños junto a ella.

Alejandra tomó la pluma y se dispuso a llenar el formulario. Frente a ella se encontraba otra madre y un pequeño como de nueve o diez años. Tenía una sonrisa perspicaz que aparentaba desvestirla. La mujer le sonrió, Alejandra le devolvió el gesto y trató de concentrarse en la hoja. Algo en la actitud del niño le inquietó, quizá supiera por qué ella estaba ahí. En ese caso su madre estaría padeciendo lo mismo que ella, pobre señora, se dijo, y volvió a mirar los papeles que tenía en las manos.

Revisó la prueba, había visto esas preguntas en las páginas que revisaba, no, no, no, sus hijos no tenían esos comportamientos, no eran hiperactivos, podían concentrarse, la miraban a los ojos, hablaban cuando querían, controlaban sus berrinches si se les antojaba. Lo mejor sería esperar a ver el especialista, esperaba que él pudiera entenderlo, acabar con la situación.

El neuropediatra revisó a los niños, los pesó, preguntó sus edades, llevó a cabo la revisión general; ojos, oídos, garganta, pecho. Después pasó a las preguntas y antecedentes médicos. Nada, no había ningún antecedente familiar de enfermedades adquiridas, y llegó el momento. Le preguntó cuál era el comportamiento de sus hijos que le preocupaba. El médico parecía confundido, miraba los papeles y a los pequeños y no encontraba gran cosa qué decir.

— Pues —dudó Alejandra un segundo, no sabía cómo enunciarlo, la expresión del doctor le pareció estúpida—. Mis hijos me devoran.

Imbécil, pensó. Era evidente que ese sujeto nunca había escuchado nada como aquello. Se sintió sola. Había cometido un error, nunca debió llegar hasta ahí. Tomó a sus hijos y salió a toda prisa por un taxi. Por un instante le invadió el miedo, ¿y si el médico mandaba a perseguirla?, ¿y si terminaba internada?, ¿podían quitarles a sus hijos? Ya en el taxi, rumbo a casa, se sintió más tranquila y los niños la abrazaron, uno a cada lado de ella, permanecieron tranquilos.

¿Cómo permitió que eso pasara? Fue cuando nació su segundo hijo. Emilio tenía poco más dos años y ya tenía un hermanito que le hacía competencia a la hora de la lactancia, así que comenzó a patear, a pellizcar y a pegarle a su hermano pequeño. Alejandra había decidido quitarle la teta, pero nada funcionaba. Ya no puedes tomar tete, ya estás grande, pero puedes comerte mi dedo, le dijo en broma, y el pequeño sonrió, así que cuando su hermanito lloró y su madre lo sostuvo en brazos para darle de mamar, él también se prendió de su madre y le mordió el meñique con tanta fuerza que la hizo sangrar; luego se quedó dormido chupando ese dedo. Podía sentir el aroma de los pequeños, despedían un olor a durazno, a infancia. Sus cuerpos cálidos se pegaban a ella y sus manos regordetas jugueteaban con su ropa.

—¿Quieren ir por un helado a casa de Malia?

—Sí, mamá, sí —contestaron emocionados.

—Vamos al centro, por favor, a la helaría suiza —dijo al taxista.

Alejandra había balanceado el dolor con el estupor, pero su hijo, por fin, después de varias semanas de martirio, estaba feliz. Ese fue el comienzo. Su hijo de dos años empezó a alimentarse de su cuerpo; de alguna manera, y lo hacía de una forma tan cuidadosa y eficaz, que apenas le dejaba unas llagas minúsculas que cicatrizaban con rapidez. Alejandra tenía fístulas en las piernas, los senos carcomidos, el vientre llagado, pero ninguna de estas heridas se había infectado. Lorenzo, de tanto observar a su hermano, también aprendió y jamás peleaban por una parte de su cuerpo, se lo sabían repartir sin mayores problemas.

—¿Aquí la dejo, señora?

—Sí, por favor.

Se sentaron en una de las mesitas metálicas del interior del local, sólo había otra mesa ocupada por unos turistas y Malia salió detrás de unas cortinas y les sonrió. Alejandra se levantó y la abrazó. Malia también la abrazó y después se acercó a los pequeños.

—¿Qué van a querer, príncipes? —les dijo cariñosa.

—¡Chocolate, yo quiero chocolate!, mami, ¿puedo? —pidió Lorenzo.

—Yo también, mamá, ¡chocolate!, ¡chocolate!, ¿podemos?

Mientras los niños disfrutaban su helado, Malia la tomó de la mano y el gesto, cálido, tomó por sorpresa a Alejandra.

—No te olvides de ti, Ale. ¿ok?

Ale levantó la vista, no sabía qué responder y por un segundo sintió una cólera como un relámpago que se disolvió al ver la sonrisa sincera de Malia.

—Tengo que ir atrás un momento, discúlpame, estoy sola con el local y los niños; estas mañanas son una locura.

—No te preocupes.

—Sí, dame un segundo.

No la esperó. Aprovechó que los niños habían terminado, dejó el dinero en la mesita y salieron del lugar. Afuera el sol la sacudió como una madre enfurecida. Buscaron otro taxi y se dirigieron a casa, los niños volvieron a pegarse a ella, adormilados. Aquellas acciones los unían, al menos al principio así lo creyó, pensaba que de esa manera compensaría la pérdida de la lactancia de su primer hijo. Los ojos del pequeño brillaban cuando relamía la sangre y la abrazaba fuerte. Lo mismo pasó con Lorenzo, que podía decir trescientas veces “te amo, mami”, siempre que cada noche pudiera llevarse una parte de ella al estómago. Emilio prefería las mañanas. Caminaba de puntas a su habitación, la despertaba con un mordisquito certero que le arrancaba un pedazo superficial de piel y la hacía sangrar.

Lo que en un principio habían sido pequeñas heridas, cada día se convertían en trozos más sustanciosos de su cuerpo. Los niños ya no se saciaban. Así que Alejandra se levantaba sin fuerzas, con miedo y se dormía adolorida y resignada. ¿Cuánto tiempo más?

Abrió los ojos, apenas amanecía, la luz entraba por la pesada cortina blanca, la habitación estaba en silencio. Afuera los pájaros comenzaron sus juegos, quizá su desayuno. Ahí estaban los dos pequeños, regordetes, blancos, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, con los dientes afilados y perfectos. Alejandra los escuchó llegar, sus pacitos torpes y somnolientos. Se destapó, su cuerpo lleno de heridas mostraba líneas irregulares, protuberancias y cicatrices extrañas. O los devoraba ella, o ellos la devorarían sin más, no había otro camino.

—Buenos días, amores —les dijo, y comenzó la batalla.

Ileana Garma-Estrella (Mérida, Yucatán, 1985) es escritora y artista visual. El presente relato ha sido extraído del libro Cómo vivir sola después de los cuarenta, Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez. Pueden seguir su trabajo en behance.net: aquí, y en Poesía Mexa: aquí.

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