Junio, 2022
Las redes sociales han jugado un papel crucial durante la crisis por la covid-19. Mientras que en ellas algunos científicos y científicas han divulgado su trabajo, otros perfiles las han aprovechado en beneficio propio, generando desinformación y crispación. Los debates en abierto deberían ser útiles, pero las dinámicas polarizadoras de las redes pueden socavar la confianza del público hacia la ciencia.
“SANTA MADRE DE DIOS, ¡¡¡el nuevo coronavirus es un 3,8!!! ¿Cómo de malo es ese R0? Es malo a nivel de pandemia termonuclear […] No estoy exagerando”. Ese tuit, publicado por el epidemiólogo Eric Feigl-Ding el 25 de enero de 2020, sentó el estilo de una de las cuentas de Twitter sobre covid-19 más populares, que hoy supera los 720.000 seguidores: mayúsculas y adjetivos hiperbólicos. Más tarde añadiría a la receta emojis de calaveras, señales de advertencia y luces rojas.
Feigl-Ding fue definido como un “charlatán que explota una tenue conexión para autopromocionarse” por el epidemiólogo de la Universidad de Harvard Marc Lipsitch en un tuit ya borrado. La “tenue conexión” hacía referencia a que su colega, pese a ser también epidemiólogo, estaba especializado en nutrición y no tenía experiencia en enfermedades infecciosas. Como advertía otra investigadora por aquel entonces ante la avalancha de opiniones expertas que se avecinaba: “Soy epidemióloga, pero apenas sé nada sobre epidemias”, escribía en un texto sincero Cecile Janssens, de la Universidad Emory (USA). Insistía en que “la experiencia es subjetiva y tiene límites”.
Algo similar sostenía por aquel entonces el matemático Robert Grant: “Soy un estadístico médico. He estudiado estas cosas […] durante décadas. Por eso no me verás hacer ningún pronóstico sobre el coronavirus”, escribía en Twitter a comienzos de abril de 2020. “Creo que los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) tienen la experiencia que necesitan. También hay mucho postureo que supone el riesgo de distraer o confundir a la gente”.
La covid-19 ha supuesto una oportunidad de oro para perfiles como el de Feigl-Ding, que han logrado el éxito posicionándose en uno de los extremos del espectro ideológico de la pandemia. No sólo alarmar y exagerar da sus frutos: también negar la gravedad del SARS-CoV-2 y el impacto de la pandemia.
El bioquímico Robert Malone sirve como ejemplo contrario a Feigl-Ding. Este también aprovechó su “tenue conexión” como investigador de la tecnología de ARNm para propagar desinformación sobre la covid-19, sus tratamientos y vacunas. Antes de ser expulsado de Twitter a finales de 2021, tenía más de medio millón de seguidores. Según los cálculos del New York Times, ingresa más de 30.000 dólares brutos al mes a través de su boletín de Substack.
En medio de tanto ruido, polarización y posiciones extremas, muchos expertos invisibles señalan la paradoja de que las personas que más de cerca han vivido la pandemia han sido las que menos tiempo y oportunidades han tenido de explicarla.
“Creo que la comunicación que se ha dado por Twitter por parte de algunos científicos ha sido bastante mala”, critica con dureza María Iglesias, investigadora del Centro Nacional de Microbiología (España). “Los que tradicionalmente hemos trabajado en diagnóstico de virus respiratorios hemos estado tan saturados, agobiados y ocupados que no podíamos atender constantemente a la prensa ni hacer hilos larguísimos de cualquier preprint que saliese”.
Adrián Aginagalde, director del Observatorio de Salud Pública de Cantabria (España) logró compaginar su trabajo desde la trinchera con la divulgación en Twitter. Considera que la “sobreexposición” de algunos perfiles ha “distorsionado” y generado “ruido”.
“Ha habido una disonancia muy importante entre los expertos en redes sociales y la labor que hacíamos, con un discurso de brocha gorda sin entender las diferencias entre comunidades”. También admite que “cuando se trabaja 18 horas al día y se opina sobre el trabajo sin conocerlo ni tener información de primera mano ni experiencia previa es un poco difícil de gestionar”.
Se busca investigador que hable con medios
En los peores meses de 2020, mientras Iglesias y Aginagalde apenas dormían, los periodistas se enfrentaban a otro problema: necesitaban encontrar investigadores que explicaran al gran público conceptos tan nuevos y confusos como la hoy famosa R0.
Una de las caras que la pandemia ha convertido en conocidas es la del investigador de la Universidad de Alcalá Manuel Franco, cuya experiencia define como “larga y compleja” por el número de medios en los que ha colaborado: radio, televisión, periódicos, así como medios online. Este epidemiólogo ha experimentado el lado mediático de la covid-19 con sus luces y sus sombras.
“Yo aprendí mucho de una cosa que decía Anthony Fauci: que para poder divulgar necesitas preparar datos y un discurso, ser humilde y contarlo para que se entienda, y como experto en un área científica, saber decir que no cuando te preguntan sobre otra”, explica Franco. “Esto último ha sido difícil, no sólo porque ha habido gente que se ha atrevido con todo, sino porque el conocimiento iba saliendo poco a poco”.
“El problema esencial sobre la sobrerrepresentación de discursos es que los medios de comunicación debían cumplimentar muchas horas de emisión y llamaban constantemente a investigadores para que intervinieran”, explica la investigadora y catedrática de Periodismo de la Universidad de Valencia Carolina Moreno, especialista en analizar la percepción social de la ciencia y su comunicación.
“Había quien siempre decía que sí a todo y quien era más selectivo. No se puede estimar porque no hay constancia, pero sería interesante preguntar a los medios cuántas personas rechazaron participar porque consideraban que no tenían nada que aportar más allá de sus percepciones como cualquier otra persona próxima al entorno sanitario”, añade Carolina Moreno.
Esta sobrerrepresentación de ciertas posturas en los medios ha sido estudiada por investigadores como Timothy Caulfield, cuyo equipo analizó los discursos sobre la polémica inmunidad de grupo en los medios de Estados Unidos y Reino Unido. El resultado, concluyeron, fue que la postura de algunos investigadores minoritarios provocó un “falso equilibrio” en la cobertura de los medios sobre este tema.
Franco asegura haber aprendido mucho durante la pandemia, tanto de comunicación como de ciencia, y dice que algunas de sus experiencias han sido “maravillosas”. Sí defiende “hacer un poco de autocrítica para saber qué puedes aportar tú y qué no, y de qué sabes y de qué no sabes”. También adaptarse al formato y a la audiencia: “No es lo mismo radio que televisión, tener 20 minutos o 20 segundos”.
Los investigadores como fuente de desinformación
“Los científicos pueden ser generadores de desinformación cuando se salen de su área de experiencia y comentan temas que no son el centro de su investigación”, asegura Dominique Brossard, directora del Departamento de Comunicación de Ciencias de la Vida de la Universidad de Wisconsin-Madison (Estados Unidos). “Esto lo hemos visto bastante durante la pandemia”, puntualiza.
La socióloga de la Universidad Complutense de Madrid Celia Díaz explica que puede ser negativo si los investigadores hablan desde una posición de autoridad sobre temas que no tienen relación con su campo de experiencia, como puedan ser los aspectos sociológicos de la pandemia. El resultado: “Pueden convencer a la población, aunque no tengan detrás evidencias”.
La cuenta que más retuits logra sobre estudios de covid-19 es la del cardiólogo Eric Topol, con más de 600.000 seguidores. Sin embargo, algunos investigadores critican que no ejerza un mayor filtro sobre lo que tuitea. Su poder mediático trasciende las redes sociales, ya que es usado como fuente a menudo en artículos periodísticos y escribe en medios como The Guardian. Por ello, ha logrado una gran influencia a la hora de defender su posición en temas como las dosis de refuerzo generales.
Dominique Brossard publicó este año un artículo en Science en el que analizaba los “crecientes dolores crónicos” de comunicar ciencia en un internet hiperpolarizado y repleto de cámaras de eco. Considera que un problema es que los científicos han sido lentos en adaptarse a estos cambios en los ecosistemas de información científica, algo agravado por la covid-19.
“En un contexto como el de la pandemia la ciencia evoluciona muy rápido, y, al exagerar la certeza de algunos resultados que pueden ser cuestionados en el futuro, los científicos corren el riesgo de generar desinformación que sea amplificada a través de las redes sociales”, asegura.
El camino hacia Twitter también está empedrado de buenas intenciones. La cofundadora de FactCheck.org e investigadora de comunicación en la Universidad de Pensilvania, Kathleen Hall Jamieson, criticaba en un artículo publicado en Science el uso por parte de los científicos de mensajes absolutistas como “las mascarillas funcionan” en detrimento de otros más rigurosos como “las mascarillas ayudan”. Esto puede producir un efecto rebote si los antivacunas les dan la vuelta a eslóganes como “las vacunas funcionan” para señalar las infecciones entre vacunados como supuesta prueba de que no lo hacen.
Peleas públicas que dañan la confianza
En muchos países, la pandemia polarizó a la población en torno a conceptos tan técnicos y mal entendidos como la inmunidad de grupo. Parte de estos bandos han sido formados alrededor de académicos que han llevado el debate científico a las redes sociales, en ocasiones de una forma cruenta.
“Creo que el problema está relacionado con el hecho de que los científicos hablen y discutan entre ellos en abierto”, dice el editor jefe de la revista Science, Holden Thorp, que este año analizó en un número especial el papel de las redes sociales durante la pandemia. “Esto antes sucedía en congresos a los que el resto de la gente no va, pero ahora tiene lugar en Twitter, donde cualquiera que quiera puede sacarlo de contexto”.
Thorp pone como ejemplo cuando se barajan ideas “extravagantes” que terminan siendo erróneas: “Esto es una parte muy importante del proceso, pero puede ser utilizado por la gente para socavar la ciencia”. Asegura que no hay soluciones fáciles, pues “los debates online son útiles para llegar rápidamente a conclusiones científicas”.
En este sentido, el debate científico y la polarización han dado lugar a situaciones de acoso en redes sociales durante la pandemia. Algunos investigadores han tenido que cerrar, temporal o definitivamente, sus cuentas de Twitter. En ocasiones, ante los ataques de otros colegas.
Un editorial publicado hace más de un año en la revista BMJ ya lamentaba que esta situación estuviera dañando el debate y libertad científicos. “Los comentarios poco amables, agresivos o burlones sobre el trabajo de otros son inaceptables y perjudican a los individuos y a la investigación en general. Calificar de desinformación las diferentes interpretaciones de las evidencias es inadecuado”, escribían sus autores. “La crítica mesurada y constructiva limitada al contenido, no a la persona, es la base de la libertad académica”.
El reto de comunicar online
“Sin investigación aplicada sobre cómo comunicar mejor la ciencia en internet nos arriesgamos a crear un futuro en el que las dinámicas de los sistemas de comunicación online tengan un mayor impacto en la visión del público sobre la ciencia que la investigación específica que los científicos intentan comunicar”, advertía Brossard en un profético estudio publicado en 2013.
Brossard considera que los investigadores deberían hacer autocrítica sobre el papel que han jugado en las redes sociales durante la pandemia: “A la hora de comunicar los riesgos durante la pandemia mucho se ha hecho bien, pero mucho se podría haber hecho mejor. Necesitamos aprender de nuestros errores y asegurarnos de no repetirlos en el futuro”.
“Más que los científicos, deberían haber tenido más presencia y visibilidad las instituciones científicas”, opina Carolina Moreno. “Seguimos teniendo un déficit de comunicadores científicos en los institutos y laboratorios. Se consideran algo extra a lo que no se le da importancia, cuando es vital para trabajar la información periodística que se disemina a la sociedad con criterios de actualidad, interés, veracidad y transparencia”.
¿Creará todo esto una crisis de confianza? Brossard no lo tiene claro: “Sabemos que la confianza en los científicos es alta en los países desarrollados, pero que fluctúa según el tema: la gente tiende a confiar en la investigación médica, pero puede mostrarse más cautelosa con la relacionada con pandemias en el futuro”. Sí le preocupa que la confianza en las agencias gubernamentales que recurren al conocimiento científico, como los CDC de su país, “haya bajado mucho” en el último año. “Esto es algo que debería preocuparnos y que deberíamos tener en cuenta cuando comunicamos al público”.
Celia Díaz considera que cada vez es más importante tener claro dónde acudir en busca de información, como por ejemplo a las oficinas de divulgación de las universidades, y también defiende que se destaquen los conflictos de intereses en la comunicación. Además, ve importante “asumir la responsabilidad de los lugares que se ocupan y no emitir opiniones que pueden ser trascendentales sin evidencias o con alarmismo”.
Aginagalde cree que los fenómenos observados son habituales y esperables en crisis como epidemias, pero que las administraciones de salud pública tienen que adaptarse para gestionarlos. Su apuesta pasa por integrar a los divulgadores en el proceso y explicarles lo que no conocen: “Es complicado que quienes trabajan 18 horas al día divulguen, y que quienes divulgan entiendan lo que ocurre de primera mano, pero hay que intentarlo”.