Un par de músicos filósofos
Nació en noviembre de 1928, falleció hace 10 años ahora. En efecto: se cumple una década del fallecimiento del escritor Carlos Fuentes. Adscrito al llamado «boom latinoamericano», Fuentes fue uno de los autores más destacados de México y de las letras hispanoamericanas. Su obra es vasta y diversa —por lo mismo, también en diferentes niveles dispareja. Conocido sobre todo por sus novelas, escribió además cuentos, obras de teatro y guiones de cine y una ópera. Asimismo, incursionó en el ensayo político, la crónica periodística y la crítica literaria. Su influencia fue amplia dentro y fuera de México, tanto en el terreno de las letras como en el ámbito político. Eso sí, como apunta Víctor Roura en este texto para recordarlo: “Posicionado como hombre de ‘izquierda’, vivió toda su vida a la diestra de los poderes políticos a los que siempre sirvió y se sirvió de ellos ya como diplomático, referente u opinador”.
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Mexicano nacido en Panamá el 11 de noviembre de 1928, Carlos fuentes falleció el 15 de mayo de 2012. Creador de una obra bastante irregular, se encaramó sin embargo en la cúpula literaria al pertenecer, de facto, al grupo dominante intelectual que supervisara los eslabones de las letras nacionales a partir del año 1949 cuando una “mafia” cultural (nombre que interpusiera Luis Guillermo Piazza a este grupo impositivo y selectivo), a cargo de espacios y de burocracias visibles, empezara a determinar, mediante amistades y compadrazgos, quiénes eran, son, los altos valores de la literatura mexicana, señalando, trazando, conformando y tallando el relieve del mapa de la identidad artística, irrefutada e imbatible.
Posicionado, además, como hombre de “izquierda”, vivió toda su vida a la diestra de los poderes políticos a los que siempre sirvió y se sirvió de ellos ya como diplomático, referente u opinador, elementos invisibilizados por la prensa en el momento de laurearlo, como lo hemos atestiguado en los programas televisivos especiales en el décimo aniversario mortuorio del escritor donde se le exhibe, de manera sempiterna, como un avezado hombre progresista sin intervenir, obviamente —los productores de estas series electrónicas—, en sus posturas neoliberales ni propriistas, porque la secuela en la apología de la “mafia” cultural tiene unos engranajes sencillamente perdurables pues ya se sabe que, tradicionalmente, es menos dificultoso proseguir un rumbo ya previamente tatuado que rehacerlo mediante revisiones críticas sin el aval del establishment intelectual.
Porque los elogios de Carlos Fuentes a Luis Echeverría Álvarez o a Carlos Salinas de Gortari, por ejemplo —por convenir a sus particulares intereses económicos— son una minucia, se dice, ante su desmesurada obra literaria. Porque, evidentemente, la “mafia” cultural fue, es, partidaria del poder priista y panista, como se puede apreciar justamente en esos días cuando lo que queda de aquella grandiosa y festejada “mafia” es parte gozosamente opositora del gobierno morenista, que no la satisface pecuniariamente. Recuérdese, además, que en esa victoriosa e invicta “mafia” la teoría grandilocuentemente superaba a la práctica, de tal modo que se podía perfectamente ser derechista revestido de izquierdista o izquierdista aparentando estar en contra de la derecha o ser completamente apartidista beneficiándose de los partidos en el poder, lo cierto es que la mafia —como la mayoría de los grandes medios de comunicación— sobrevivía debido al patrocinio gubernamental, al grado de que fue el propio presidente Adolfo López Mateos quien financió al mismísimo Fernando Benítez para que abriera en la revista Siempre! su suplemento cultural.
Nadie, o muy pocos, podría poner a discusión su inteligencia, sí los procedimientos utilizados para allegarse a los ambiciosos, o ambicionados, poderes culturales.
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Durante un ensayo de Fausto, de Héctor Berlioz, la noche del 28 de diciembre de 1940 en Londres, el afamado director de orquesta Gabriel Atlan-Ferrara conoció a la mexicana Inez Rosenzweig, integrante del coro, ambos insoportables, pedantes, creídos de sí mismos. Ella tenía 20 años; él, 29. Ella interrumpió la sesión, haciendo rabiar al conductor de la batuta; pero de pronto, porque sí, están los dos rumbo a una casa de campo que el director de orquesta ha alquilado. En su primer encuentro se suscitan escenas realmente inverosímiles. En la carretera, el joven maestro le pregunta a Inez si oye a las lechuzas. Ella dice que no porque el motor hace mucho ruido. Gabriel rió:
—El signo del buen músico es saber escuchar muchas cosas al mismo tiempo y ponerle atención a todas ellas.
Que las oyera bien.
—¿Sabías que las lechuzas capturan más ratones que cualquier ratonera? —preguntó Atlan-Ferrara.
—Entonces para qué trajo Cleopatra sus gatos del Nilo a Roma —respondió ella sin énfasis.
Una preciosa muchachita de apenas 20 años de edad con esa cultura en los diálogos sólo puede provenir, por supuesto, de la imaginación de Carlos Fuentes quien, en su libro Instinto de Inez (Alfaguara, 2001) decidió incorporar a estos dos improbables protagonistas en una historia deficiente, que a la primera lectura se cae de las manos.
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Desde el primer momento los dos músicos se atraen, pero nunca lo confiesan. Ya en la casa de campo, el hombre la abraza para decirle que ella es una mujer que entra en su vida idéntica a la suya. Por supuesto ella no sabe qué decir, pues la aseveración la ha dejado extraviada en el mundo de la incomprensión. En esa casa, Inez mira la fotografía de un hombre que es, según Atlan-Ferrara, su hermano, y ella se enamora perdidamente de ese rostro.
“Era imposible ver la fotografía del muchacho sin sentir algo por él, amor, inquietud, deseo sexual, intimidad quizás, o quizás cierto desdén helado… Indiferencia no. No la permitían los ojos claros como lagunas jamás cruzadas por navegantes, la cabellera rubia y lacia que era como el ala de una espléndida garza real y el torso esbelto y firme”.
Desde que lo vio en la fotografía, ¡Inez quiso acostarse con él!
La plática entre ambos giró en torno a ese joven ausente; el director de orquesta se desnudó para amarla, pero ella se negó, razón por la cual durante la noche el hombre la dejó sola en aquella solitaria casa de campo británica… mas ella no se quedó realmente sola, ¡pues tenía en su mente a ese adorable joven desconocido de la fotografía!
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Bueno, sólo porque es Carlos Fuentes uno prosigue con la lectura.
—Para mí, el pasado es el otro lugar —dijo Gabriel “mirando intensamente hacia la otra orilla del Canal de la Mancha”.
—Yo no tengo nada que olvidar —dijo ella, moviendo “los brazos con una acción que no era suya, que sintió extraña”—, pero siento la urgencia de dejar atrás el pasado.
El director de orquesta remata el candoroso diálogo:
—En cambio yo, a veces, tengo deseos de dejar atrás el porvenir.
Vaya por Dios con este par de filósofos personajes… y luego uno ya comprende la razón por la cual nunca lograron enamorarse. Cuando ella abrió los ojos y se vio, de súbito, sola en esa cabaña inglesa, guardó rencor al músico. Porque, pese a haberlo rechazado (y preferir por encima al hermano del director de orquesta), “Atlan-Ferrara había sembrado en ella la imagen de lo inalcanzable”, pues por él la semblanza del joven bello y rubio era “una tierra prohibida”.
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Pero lo curioso de este caso literario es que, en algunos capítulos, Fuentes se distancia del anecdotario central para penetrar en un mundo primario vaya uno a saber con qué intelectuales intenciones. Quizás ni la propia casa editorial lo supo nunca: “Dos historias, dos parejas, dos tiempos y dos pasiones —leemos en la contraportada—. Una de éstas encarna Gabriel Atlan-Ferrara, director de orquesta, y en Inez Prada, una excelsa cantante de ópera. La otra remite al primer encuentro de la humanidad entre un hombre y una mujer; esas pasiones rompen con todos los límites para consagrarse en una historia que comenzó en la prehistoria y que continúa en una espiral infinita hacia el futuro”. En realidad, son dos cosas totalmente separadas y diferentes. Que una mujer haya amado a un hombre en la prehistoria nada tiene que ver con las petulancias y frivolidades de una Inés Rosenzweig, que cambiara su nombre, ya en la cima de la fama, por Inez Prada. Dos momentos narrativos ajenos entre sí, sólo concebibles en la pirueta novelística de Fuentes.
Pocas veces se vieron Atlan-Ferrara e Inez. Nueve años después, en 1949, en Bellas Artes en la capital mexicana, volvieron a encontrarse, y se vieron también a solas. Esa vez, para recibir al director de orquesta, Inez despidió a uno de sus amantes aposentados, desnudo, en su cuarto de hotel… pero lo que ignoraba Gabriel era que, después de dirigir Fausto de Berlioz (que es lo único que los une, por cierto), iba a ser golpeado en la Alameda Central por ese enamorado celoso.
Dieciocho años después, en 1967 (ella, 47 años; él, 56), volvieron a estar juntos para interpretar, obviamente, el Fausto en el Covent Garden británico. “Sus encuentros prescritos, por más tiempo que dejan de verse, eran así un homenaje no sólo a la juventud de ambos, sino a la intimidad personal y a la colaboración artística”, dice Fuentes.
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Al encontrarse, “se miraron primero. Ella había cambiado más, las mujeres cambian más que los hombres, más rápidamente, como para compensar la maduración más precoz de su sexo, no sólo física, sino mental, intuitiva… una mujer sabe más y más pronto de la vida que un hombre lento que tarda en abandonar la infancia. Adolescente perpetuo o, peor, niño viejo. Hay pocas mujeres inmaduras y muchos niños disfrazados de hombres”… (párrafo sin duda que sobrecoge a las feministas, de ahí, quizás, la adopción de estas mujeres por las lindas frases fuentesianas que no merman, en lo absoluto, el ambiguo contenido).
Lo asombroso es que Carlos Fuentes dice que el cuerpo de Atlan-Ferrara “había recuperado la salud después de la golpiza que le propinó la pandilla del bigotón en la Alameda”, ¡acaso sin percatarse de que habían transcurrido nada menos que 18 años!
—Pero tu alma quedó dañada —dijo Inez.
—Creo que sí —indicó Atlan-Ferrara—. No pude entender la violencia de esos hombres, aun sabiendo que uno de ellos era tu amante.
Insoportables como fueron toda su vida, aun en los momentos de ancianidad no dejaban de filosofar (“¿no temes que lo que temes ya sucedió y que lo que sucedió, Gabriel, es lo que no sucedió?”, dijo Inez al hombre de casi 60 años de edad). Ella nunca se olvidó del hombre de la fotografía (el supuesto hermano de Atlan-Ferrara), a quien amó, ¡ay!, hasta el fin de su vida.
Y en su momento las reseñas literarias en suplementos y revistas dedicados a las letras nacionales se volcaron en elogios desmesurados a esta impar novela de Carlos Fuentes, sí, ¡nada más ni nada menos que de Carlos Fuentes!