Se abre la puerta y de adentro saca la cabeza una enfermera. Checa una lista y llama al hombre sentado junto al laboratorio. Al hombre, de pies sucios y pantalón atrincado con un mecate. Al hombre, acompañado de esa niña: pequeña, enjuta, de párpados pálidos. El hombre se incorpora y la arrastra donde la enfermera. ¿Don Manuel Zepeda? Sí, señorita. ¿Es usted el padre? Sí. Pase. El hombre entra en el consultorio. Presiona el sombrero contra su pecho y permanece en ristre. Siéntese. Gracias. La mano huesuda del doctor Cenobio Ramírez abre el expediente, sobre el escritorio. Lamenta que la enfermedad de la niña no la puedan tratar en Colima. No tenemos el equipo. Es un cáncer desalmado, concluye. El hombre mira la mano huesuda del doctor, el expediente abierto por el medio, la pluma Bic negra encajada en el bolsillo de su bata blanca, todo como si fuera la última vez que fuera a ver eso que está mirando, y baja la vista. Pero yo conozco a alguien que lo puede cruzar al otro lado, agrega y su mano huesuda garabatea algo en un papelito, con la pluma Bic negra. Un papelito arrancado de una libreta de rayas. Llámelo. Allá algo harán. El hombre coge el papelito y lo introduce en la bolsa del pantalón. Dígale gracias al doctor, mija. Ándele. Gracias, se oye ese hilito de voz. El hombre sale del consultorio, remolcando a la niña, tal como llegó. Una semana antes estuvo aquí. Vino por una lesión en la espalda, al caer de una pila de rejas, mientras descargaba un tráiler, en la empacadora de limón. Caminaba con dificultad. Postrado en cama tres días, cuatro, imposible volver a la empacadora así. Pero el patrón movió palancas y la aseguradora no quiso reconocer el tal accidente. Tuvo que venir aquí también arrastrándose por su propio pie. Contando los pesos para poder pagar la medecina aquel día. De regreso a casa, el hombre habla con su mujer, raspan un tazón de frijoles y un chile verde, sentados en una mesa hecha de tablas mal ensambladas. Cuenta lo dicho por el doctor mientras la tortilla se hunde al fondo del tazón de frijoles. Saca el papelito y lo desdobla. ¿Y esto con qué?, pregunta la mujer. No faltará quién, contesta el hombre. Va a la tienda de abarrotes de la vuelta y marca el número que le han dado. Una voz cauta, astillosa, le responde. Al terminar su explicación, el hombre pregunta: ¿se podrá? Sí, en tanto. ¿Cómo me dijo que se llamaba? Manuel Zepeda. El hombre habla con el dueño de la empacadora, le pide un préstamo. El dueño consiente, pero sólo puede la mitad. El hombre acepta: es justo lo que necesita. Tendrá que trabajar horas extras, a su vuelta, y fines de semana. Por un año. ¿Me oíste, Manuel? Sí, patrón. Dos semanas después el contacto los espera en El Limonero. No son los únicos. Hay una pareja más, una muchacha con una mochila negra colgada en la espalda, esa señora gorda y dos muchachos. ¿Manuel Zepeda? Sí. ¿Y ésta? La Pirru, mi hija. ¿La Pirru?, pela los dientes el contacto. Sí, por pirruña. Acaricia su pelo el contacto. La niña esboza una sonrisa: sus carnes trasijadas, sus pómulos maltrechos. Mira como pidiendo algo, siempre, pero quién lo sabría. Suben a una camioneta Van negra, en la parte de hasta atrás, los vidrios polarizados y la placa delantera desprendida de un ribete. Nada más que no me suba los pies la niña al asiento, don Manuel, dice el contacto, y se encaja los lentes oscuros en el tabique de la nariz. Bájelos, mija. Ándele. Los pies de la niña bajan del asiento, donde iban recostaditos. Qué viaje más largo: Guadalajara, Torreón, Chihuahua, Ciudad Juárez, El Paso Texas. El hombre sigue la trayectoria de la línea blanca de la carretera, las luces difuminadas de los automóviles, las antenas de luz roja en la punta de los cerros. Cabecea. Sus hombros se sobresaltan en las casetas de cobro. Su quijada vuelve a encajarse al fondo de su pecho. La niña dormidita recargada en su costado, hace ya cinco horas, diez. Paran en un restorán de paso. El hombre devora dos quesadillas, una Coca-cola, se limpia la jeta con el antebrazo. Compra a la niña un jugo de naranja y una torta de jamón. Para que coma, mija. Ándele. Para que se ponga fuerte. La niña niega con la cabeza. No tiene hambre. Vuelven a la camioneta. La niña sube con dificultad. El hombre es un muro para que no caiga. Nada más que no me coma la niña ahí porque me mancha los asientos, dice el contacto, y vuelve a encajarse los lentes oscuros en el tabique de la nariz. Me come lueguito, mija. Ándele. Más adelantito me come. La niña regresa la torta de jamón a su bolsa y cierra el jugo, apenas le dio un sorbo. Un par de horas después entran en la ciudad: sus avenidas como dos anchas espaldas. El contacto les dice que se aproximan. Que estén atentos, dice. El hombre despierta a la niña, que entreabre los ojitos. Cómo le pesan los párpados. La camioneta Van negra avanza, gira dos cuadras adelante y toma la avenida hacia el puente. El puente se ve al fondo: curvado, altanero. Cruzan el vado de un río. Hay una fila de tiendas comerciales: Wal-Mart, Office Depot, a lo lejos, del otro lado del puente. El contacto gira a la derecha y entra por una callecita, estaciona la Van negra junto a una cortina de fierro. La cortina de fierro se levanta y aparece un hombre vestido de verde, con gorra verde y botas negras. Va al asiento del contacto, rodeando la Van por atrás. Negocian. El contacto extrae de la guantera un fajo de billetes y se lo entrega. El vestido de verde hace una señal con la mano y el contacto entra en la bodega, cruza otra cortina y sale a otra calle. Avanza dos callecitas, tres, y a la izquierda, de nuevo. ¿Ya?, pregunta la mujer gorda. Ya, contesta bajito el contacto. A los dos muchachos les salta del rostro un fulgor. Cruzan el puente y entran en la fila de tiendas comerciales: Wal-Mart, Office Depot, que antes se veían lejanas, imposibles. El contacto detiene la Van negra en un callejón, junto al vado del río. Una calle cerrada. Se baja y abre la puerta lateral. Dispérsense nomás, es todo lo que dice. El hombre coge a la niña y baja con ella en brazos. La arrastra, despavorido, por la calle. Ya cruzamos, mija, dice. Ándele, venga. La niña hace un esfuerzo. La mano del hombre se amarra a su mano, fuertemente. El hombre mira hacia uno y otro lado. Ve las avenidas grandes, la fila de tiendas comerciales. Nunca lo habría soñado: con un poco de suerte encontrará un doctor, un hospital. Lleva la camisa abierta por el pecho. La niña, un vestidito con los listones descosidos. Se detiene en una esquina y se sienta en la banqueta. Cómase la torta, mija. Ándele. Para que se ponga fuerte. Y el jugo. La niña niega con la cabeza, otra vez. No tiene hambre: sus labios resecos, ardiente su nuca. Ámonos, pues. En una tiendilla entran a preguntar: por un hospital, por un doctor. Le dijeron que aquí en Estados Unidos encontraría uno, para su hija. Mírela a la pobrecita. La mujer de la tiendilla tuerce la boca. Sortea el mostrador y desmiente al hombre: aquí no es, dice. Aquí es Chihuahua, nomás. El hombre traga saliva. Siempre les hacen lo mismo estos perros: que es Estados Unidos, que ya cruzando el puente, pero no. Tampoco el río Bravo, y lo señala con el dedo. ¿Lo ve usted? El hombre gira la cabeza, confirma y la regresa a su sitio. La niña lo mira, desde abajo: como si mirara un árbol que cae. Tose, tose. El hombre se pasa la mano por la cara, se limpia sabe qué. Sacude la cabeza. Se le agrieta la mirada, de pronto. Y en ese parpadeo, la niña empieza a vomitar. Nada más sáquemela para afuera que me va a ensuciar todo aquí, dice la mujer. Sí, señora. Véngase, mija. Ándele, pa’ fuera. Acá vomite lo que quiera. El hombre sale de la tiendilla y retoma la ruta. Había visto una Cruz Roja, pero: ¿dónde? Voltea hacia atrás, hacia adelante. Coloca la mano en visera. Empieza a regresar lo andado. Será pasando el puente que la vi, piensa. Una gota gorda de sudor escurre por su sien. Limpia la boca de la niña con la manga y la carga en brazos, aguadita. Camina una cuadra, cinco, diez cuadras. Ahí está: la Cruz Roja. Entra con la niña en brazos. A ver si se la pueden recibir. Recuesta a la niña sobre la banca y antes de ir a la recepción: a ver si me quita a la niña de ahí que no es hotel aquí, escucha. El hombre regresa, vuelve a cargar en brazos a la niña y va a la recepción. Arriba, mija. Ándele. La enfermera le ordena que se siente: allá, no acá. Más allá. ¿Aquí? Sí. El hombre se sienta, al fondo, en una silla, nadie ha anotado sus apelativos en ninguna hoja. Nadie ha medido la temperatura de la niña, siquiera. Nada más le han dicho que se siente: allá, no acá. Y es lo que hace, con la niña en brazos. Suda un mar. Ve pasar a una mujer al consultorio. A un hombre con un niño al consultorio. A una jovencita y a otra mujer, al consultorio. Luego no pasa nadie. La puerta del consultorio se cierra y dura así sabe cuánto. Desapareció también, hace ya rato, la recepcionista. El hombre se rasca las coyunturas. A las diez en punto aparece otra enfermera. Abre el consultorio, su puerta de par en par: ya pa’ qué. La niña se le ha muerto en los brazos, ahí, sin decir una sola palabra. Se le ha pegado el estómago en las costillas. Se le han sumido los ojos en las órbitas, hasta el fondo, a la niña, y no dijo ni pío. Empieza a oscurecer. Si habla con la enfermera lo interrogará. Vendrá un agente de policía. Levantarán un acta. Tendrá que declarar en la Procuraduría de Justicia. Lo harán pagar lo que no tiene. El hombre se levanta y sale sin que nadie lo note, con su hija en brazos, como llegó. Es todo lo que tiene. Eso y la bolsa con la torta de jamón, y el jugo que la niña negó con la cabeza. En la esquina le chifla a una camioneta. Qué se va a detener, con esa música tan alta que lleva. Lo mismo el coche con dos tripulantes: lo sienten, pero no pueden. Que se dé de santos que no lo denuncian a la policía, por su cara de sicario. Y los ve partir. Se sienta en la banqueta y acaricia el rostro de la niña, con el dorso de la mano, una vez, dos. Le descubre la frente, las orejas, pasa la yema de los dedos por sus mejillas. El pelo de la niña… Allá ve que dio vuelta un taxi y se incorpora. Levanta una mano, el hombre. El taxi se aproxima y baja la velocidad. El hombre se acerca y explica todo desde el principio. Que él nomás se confió, dice. El taxista escucha al hombre con la niña en brazos. ¿Y a dónde dice que va, amigo? Aquí adelantito, a Colima. Allá a ver qué le doy. El brazo del taxista se estira y abre la puerta. Lo invita a subir. Nada más déjeme reportarme a la central. Coge la radio y llama. Estaré fuera de servicio, explica. Un asunto familiar. El hombre sube a la niña al taxi, luego sube él. Si me detiene un federal, usted no se mueva ni diga nada. Sí. El taxista arranca. Si quiere abra la ventanilla. Un poco de aire fresco le hará bien a su bella durmiente. Sí. Ingresan en la carretera 45, rumbo a Delicias, luego rumbo a Torreón. La línea recta blanca que divide los rumbos se abisma unos metros adelante, sin dejar rastro. El hombre hace un hueco en su cuerpo para que ahí se recueste la niña. Un hueco oscuro, donde ahora duerme toda ella, solita: para siempre.