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14 de febrero: el amor y la muerte

Entre la Navidad y el Día del Padre, después de Reyes y de la cuesta de enero y antes de los carnavales y de la Semana Santa, el Día de San Valentín parece situado de forma calculada en el calendario para que no haya un solo mes con excusa de no comprar, consumir o regalar. Día de los Enamorados —también denominado Día del Amor y la Amistad o Día del Cariño en algunos países—, a san Valentín se le considera el patrón del amor. Aunque en este 2021 el festejo será distinto —por la culpa de un pequeño bicho llamado SARS-CoV-2, que ha puesto al planeta patas arriba—, Víctor Roura no ha querido pasar por alto la (romántica) fecha


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Desde el principio de la historia, el hombre cae rendido a los pies de una mujer. “La simple presencia femenina, por el deseo que emana de la mujer, especialmente de sus ojos y de su mirada líquida —dice Jean-Pierre Vernant en su libro El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia (Paidós, que este año cumple su vigésimo aniversario en el mercado bibliográfico)—, basta para ablandar, para licuefacer las fuerzas del varón, para desunirle, para quebrar sus rodillas. La feminidad, en esta diferencia que la opone a lo masculino aun atrayendo al hombre hacia ella con irresistible fuerza, actúa de manera similar a la muerte”, que es, asimismo, la noche, el caos, la oscuridad.

“Junto a las potencias sombrías y negativas, representantes de la muerte, de la desgracia, la privación y el castigo —señala Vernant—, aparecen las bellas jóvenes conocidas con el nombre de Hespérides. En el extremo oeste, en los confines del mundo, allá donde el sol se hunde cada día para desaparecer también él en la noche, estas vírgenes guardan las manzanas de oro que fueron confiadas a su vigilancia. La manzana es ese fruto que el amante ofrece a la amada para declararle su amor, símbolo de unión erótica, promesa de matrimonio eterno; pero la localización de las jóvenes y de sus frutos en un jardín inaccesible, más allá de Océano, límite del mundo, vigilado por un feroz dragón, indica que, aunque Zeus y Hera se unieran en ese jardín, los mortales, si pretenden conseguirlo también, tal como sucede durante los sueños, deberán atravesar la muerte”.

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Pero hay aún algo más significativo: “En el linaje de la Noche, entre las diversas calamidades que la antigua Diosa ha engendrado, figuran Philótes y Apte, Ternura Amorosa y Engaño, esas dos entidades que suponen el privilegio y el destino de Afrodita”.

Y esto no es todo: “Vinculadas a la siniestra escuadra formada por Luchas, Combates, Asesinatos y Matanzas (todas las formas de muerte violenta), se presentan esas Palabras Engañosas que seguramente recuerdan más a los cuchicheos amorosos de las muchachas, parloteos que hablan de tretas burlonas, punto sobre el cual otros pasajes de Hesíodo resultan bastante explícitos: en el seno de Pandora, la primera mujer de la que saliera ‘la raza de las mujeres femeninas’, Hermes pone los pséudeá th’haimylíous te lógous, los embustes y las palabras engañosas”.

Por eso Hesíodo se permite poner en aviso a su lector masculino: la mujer puede embaucarle con su engañosa charla. “Por lo demás —indica Vernant—, preciso es recordar que durante la época en que todavía no había aparecido mujer alguna, antes de la creación de Pandora, no existía la muerte para los varoniles hombres. Mezclados con los dioses durante la Edad de Oro, compartiendo su forma de vida, éstos permanecían jóvenes a lo largo de toda su existencia, siendo una especie de dulce sueño lo que les embargaba en lugar de la desaparición absoluta. Y es que la muerte y la mujer surgieron al mismo tiempo”.

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Dice Vernant que debido justamente a la imagen que Hesiodo se forma de la mujer, “de sus estrategias de seducción, de la atracción que ejerce sobre el hombre, de esa complicidad con los nocturnos poderes de la noche, quepa quizás imputarse a lo que se ha dado en llamar su misoginia”. Los cuchicheos amorosos, los tiernos encuentros entre jóvenes y muchachas, “vuelven a encontrarse en cierto pasaje de la Ilíada: se localiza en el punto culminante del relato. Solo ante los muros de Troya, esperando a un Aquiles que se dirige a su encuentro, Héctor oye a sus padres suplicarle para que acceda a ponerse a resguardo, tal como han hecho ya los demás troyanos. Le avisan de que, en el caso de que acepte el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, el combate cerrado, su muerte es segura. Por un instante sueña con un imposible acuerdo que pudiera evitar el altercado entre ambos. Él podría despojarse de su escudo, su casco y su lanza, quitarse su armadura y avanzar hacia Aquiles para ofrecerle, además de a Helena, todas las riquezas que pudieran desear los aqueos. Y, sin embargo, si se muestra ante el griego desnudo de sus pertrechos guerreros, gymnós (término que en este contexto militar sólo puede significar desarmado), su enemigo lo matará sin piedad. Pero el texto no dice solamente gymnós; añade cierta comparación que desplaza el sentido de la palabra gymnós, exactamente como una mujer”.

Esta velada contemplación erótica en la Ilíada, según Vernant, es constante: “La presencia latente de ciertas imágenes de unión carnal, a manera de trasfondo del mortal enfrentamiento cuerpo a cuerpo, se demuestra también en la manera en que los héroes guerreros atribuyen a las armas propias del combate viril, como la lanza y la espada, el deseo de saciarse de la carne del enemigo. ‘Mi lanza larga’, diría Héctor a Ayax, ‘devorará tus blancas carnes’. ¿Blanca como la flor de lis, nada menos que la carne de Ayax? Como es sabido, sobre los jarrones la piel de los hombres es representada de color oscuro; sólo las mujeres muestran la piel blanca”.

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Cuando se gana la guerra se pone bajo el yugo a alguien, se lo domeña, al igual que se domeña a una mujer cuando el hombre la hace suya, advierte Vernant: “Cada guerrero, antes del combate, se jacta así de que pronto tendrá el dominio de su adversario, pero es a Eros a quien Hesíodo en su Teogonía celebra como aquel que dispone del poder de domeñar a cualquier dios o a cualquier hombre”.

En el homenaje que Hesíodo rinde a Eros, éste es definido con el epíteto lysimelés, aquel que desune, que quiebra los miembros: “El deseo, durante el asalto amoroso, quiebra las rodillas, y la muerte hace lo mismo durante el combate guerrero. Cuando determinado combatiente cae para no levantarse de nuevo, se dice que sus rodillas se han quebrado. ¿Y por qué las rodillas? Pues porque están bajo el signo de cierta energía vital, de cierto poder viril, emparentadas con el elemento húmedo: estas reservas de fuerza se desvanecen por completo con la muerte (los muertos son los kamóntes o los kekmekótes, los exhaustos, los agotados, los vaciados), pues se escurren y disipan también en los esfuerzos guerreros, en sus fatigas y sudores, en sus lágrimas de dolor y de duelo, del mismo modo en que suele suceder con los esfuerzos propios del amor, en los que el hombre se consume, perdiendo su lozanía y frescor, mientras que la mujer, toda ella humedad, alcanza mayor regocijo”.

De ahí que Vernant afirme que la simple presencia femenina baste para ablandar al hombre, para licuefacer sus fuerzas, para quebrar sus rodillas.

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“La mirada de la mujer —dice Vernant— posee mayor poder disolvente que [incluso] la de la muerte: Thánatos adquiere aquí rostro de mujer, no de la clase repugnante o monstruosa característica de Gorgo o Kere, sino fascinante por su belleza, al mismo tiempo que atractiva y peligrosa como el objeto de un imposible deseo, del deseo de otro”.

La muerte y el amor simbólicamente están unidos. Así como la obsesión causada por un ausente “ocupa la totalidad del horizonte vital y, sin embargo, no puede alcanzarse” pues pertenece, ya, al territorio del más allá, tal es, también, “la misma experiencia propia del deseo en el caso del amante, en lo que supone de incompletitud, en su impotencia para lo que se refiere a poseer para siempre y para sí, para hacer suyo por completo y por siempre al compañero sexual. Póthos [duelo] funerario y phótos erótico se corresponderían, pues, punto por punto. La figura de la mujer amada, cuya imagen resulta tan atormentadora y fugitiva, está relacionada con la muerte”.

Por eso a veces nuestros ojos están de luto. Porque nuestros padecimientos amorosos son irresolubles.

Porque el amor, o lo que pensamos que es el amor, sencillamente es indefinible: así como llega de súbito, así se va de pronto.

Como la muerte misma.

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