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Por lo menos la palabra

La falta de derechos laborales y la precariedad de la gente devota a las artes escénicas es una realidad insoslayable. El problema, como apunta aquí el periodista y crítico teatral Fernando de Ita, es que “tal desamparo está en las bases de la fundación del INBAL y es culpa de los propios fundadores que nunca consideraron esos derechos porque se veían a sí mismos como artistas, no como trabajadores”.


A pesar del reculón que dio hace unas semanas la Secretaría de Cultura de Jalisco por falta de planeación en su presupuesto, finalmente el 6º Congreso Nacional de Teatro tendrá lugar en Guadalajara del 14 al 16 de octubre.

Para llegar a esta reunión se abrió una convocatoria nacional para elegir a los representantes de los Estados, incluyendo a la Ciudad de México que ya es una entidad federativa.

Vale resaltar que el INBAL dejó en manos de la gente de teatro del país la organización del Congreso, y me consta que en Hidalgo fue seleccionado democráticamente Armand Álvarez como representante de la entidad, y la doctora María Teresa Paulín, también de Hidalgo, como una de las organizadoras del Congreso.

Para no variar, son varias las instituciones culturales de provincia que no apoyarán a sus representantes al Congreso ni con el viaje, de manera que esa será una de los cuestiones a tratar en la capital de la torta ahogada.

El escritor, director de escena y pedagogo teatral Rubén Ortiz mencionó en la rueda de prensa que uno de los temas principales a tratar será la falta de derechos laborales y la precariedad de la gente devota a las artes escénicas.

Aprovecho la oportunidad para comentar que tal desamparo está en las bases de la fundación del INBAL y es culpa de los propios fundadores que nunca consideraron esos derechos porque se veían a sí mismos como artistas, no como trabajadores. Eran los años cuarenta y las mentes más brillantes de la invención artística tenían la esperanza de que el primer candidato civil del Partido Nacional Revolucionario (el PRI aún no cometía el oxímoron de institucionalizar la Revolución), Miguel Alemán, culminara la epopeya cultural, iniciada en 1924 por Vasconcelos, con la decidida participación del Estado en la vida cultural de la Nación.

En las Memorias del INBAL se nombra a Carlos Chávez, Luis Sandi, Blas Galindo y Salvador Novo, como los primeros responsables de cumplir con los objetivos del Instituto que son, a la letra: “Preservar y difundir el Patrimonio artístico, estimular y promover la creación de las artes y desarrollar la educación y la investigación artística; tareas que el Instituto desarrolla en el ámbito federal”.

Es decir: proteger la creación artística, no a sus creadores.

Y para lograrlo se formó el Aparato burocrático y sindical en el que nunca estuvieron los artistas más que como funcionarios, ganando, por cierto, literalmente dos pesos en comparación con los sueldos que perciben hoy sus sucesores. Los artistas se excluían a sí mismos del derecho laboral de los asalariados porque la invención de quimeras no está entre los oficios y las profesiones liberales. Pensaron, supongo, que bastaba con darles acceso a músicos, actores y bailarines a los salones vacíos del Palacio de Bellas, y a contratarlos como parte de las producciones del INBAL, que sólo en la Orquesta que dirigía Chávez tenían sueldo mensual, mientras que las otras habilidades sólo cobraban por las breves temporadas de teatro y danza.

Y ellos eran los privilegiados, porque el resto del gremio debía rascarse con sus uñas.

De ahí que los más altos poetas de aquel medio siglo trabajaban en la SEP o en Relaciones Exteriores como burócratas, y Juan Rulfo fue archivista y visitador de la Secretaría de Gobernación, agente de migración, vendedor de Goodrich- Euskadi, capataz y agente viajero. Sin quejarse, quiero decir, dando por sentado que para escribir dos de los libros fundamentales de la lengua española del siglo XX y contando, había que ganarse la vida de otra manera. Era una forma de admitir la precariedad y la autoexplotación del creador de ficciones que hoy nos provoca escándalo. Una manera de aceptar la condición marginal que le daba a ese sujeto la familia y la sociedad del pasado y del presente. Por ello, cuando la escritora estadounidense Margaret Sheed fundó el Centro Mexicano de Escritores, en 1951, se inicia el reconocimiento a la profesionalización del proceso artístico que provocó las intrigas, cabildeos, rencores y zozobras de nuestros abuelos y padres literarios.

Casi 40 años más tarde, a nadie le pasaba por la mente organizar un congreso para exigir derechos laborales para los artistas, no, ellos no eran simples mortales, estaban tocados por la Gracia y merecían otro tipo de reconocimiento: el FONCA, puesto en marcha en 1989 para disfrute de los mandarines de la cultura y su séquito. Lo que jamás atisbó el presidente López Obrador para desaparecer el fideicomiso fue que 30 años después la comunidad cultural, y algunos funcionarios (como Mario Espinoza y Juan Melia), le pusieron valla a las vacas sagradas y abrieron el Fondo a la participación de los artistas, de tal modo que al año de su desaparición se habían aumentado considerablemente las disciplinas favorecidas, se habían acrecentado el número de beneficiados y los montos de las becas, y eran los miembros del Sistema Nacional de Creadores, no los funcionarios, los dictaminadores de los apoyos. Con todo, el FONCA está lejos de darles seguridad social a los artistas de México —sólo es un paliativo a la autoexplotación laboral—, que infortunadamente es temporal y sólo beneficia a un porcentaje ridículo del padrón de artistas y faranduleros registrados en el SAT.

En virtud de la estructura jurídica y laboral de la SC, el INBAL y demás instituciones oficiales y universitarias para la cultura, no hay manera de darle al gremio artístico derechos laborales ni seguridad social. Para lograr el seguro de desempleo y de retiro que tienen algunos gremios artísticos —por ejemplo: en Francia—, habría que cambiar las bases del Aparato, no sólo en la retórica legislativa que promete en la Ley de Cultura el derecho universal a la misma. Letra muerta. De 1990 a la fecha, por lo menos, artistas y funcionarios saben de sobra que sólo cambiando las estructuras jurídicas y laborales el Sistema Oficial y Universitario para la Cultura se podría incluir a los creadores en los beneficios que tienen los trabajadores, empleados y funcionarios de las instituciones culturales. Como eso jamás se intentará, queda, al menos, el uso de la palabra para imaginar y proponer alternativas que mitiguen la autoexplotación laboral que institucionalizaron hace 75 años los artistas fundadores del Aparato Cultural Mexicano.

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