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“Normalizar cualquier pasado es un peligro, y creo que, en general, suele ser retrógrado”

Lucía Lijtmaer ha puesto en circulación una nueva edición de su crónica híbrida «Casi nada que ponerte»; con ella es la conversación

Septiembre, 2023

Autora de los ensayos Yo también soy una chica lista y Ofendiditos / Sobre la criminalización de la protesta, y de la novela Cauterio, la escritora y crítica cultural Lucía Lijtmaer ha puesto en circulación una nueva edición de Casi nada que ponerte, su crónica híbrida publicada por primera vez en 2016. El libro parte de una historia real: la de dos personas que crecieron en pueblos polvorientos y ambientes cerrados, pero decidieron largarse a la conquista de la gran ciudad. Ellos, Jorge y Simón, sedujeron a la Buenos Aires de principios de la década de 1970 y se hicieron de oro creando un mundo de moda y lujo a base de picaresca. Su ascensión y caída es el retrato en miniatura de un país siempre en crisis, siempre víctima de la fascinación que siente por sí mismo. Pero este libro cuenta también la historia de la propia narradora, Lucía Lijtmaer, barcelonesa de apellido polaco y nacida en Argentina. Una investigación sobre cómo se construye una identidad a partir de fragmentos de culturas diversas y relatos divergentes. Desde Madrid (España), Andrea Toribio ha conversado con ella.


Andrea Toribio


Lucía Lijtmaer nació en Buenos Aires (en 1977) pero creció en Barcelona. Me reúno con la escritora y crítica cultural en una cafetería del centro de Madrid. En el bolso, su más que estupenda Casi nada que ponerte choca con Historia argentina, de Rodrigo Fresán. En Casi nada que ponerte, la autora narra la historia de dos amigos de sus padres, Jorge y Simón, y de cómo ambos durante los años setenta en Argentina dieron forma a La Colorada, una hermosa y codiciada boutique de moda. En Casi nada que ponerte nos encontramos con un patchwork de recuerdos glamurosos y ajenos que nos hablan de la importancia de aprender a relatarse a una misma para poder así narrar a los demás.

—¿Cuál es la vida de tu libro en relación al mercado editorial?

—Cuando entrego el primer manuscrito, estamos en un momento en el cual la idea de la crónica —que es lo que se suponía que iba a ser este texto— estaba increíblemente masculinizada. La única mujer que conocíamos que hacía crónica era Gabriela Wiener, y era la persona: el bicho raro dentro de un sistema, ya te digo, masculinizado.

“El lugar donde aterrizó este libro fue un gran grupo editorial, mainstream, y que quería otra cosa. Hubo un segundo paso que fue presentarlo a editoriales independientes a las que sí les interesó, y ahí hubo un proceso de reconversión con un ‘yo’ mucho más focalizado. Aún así, varias independientes muy conocidas de crónica me rechazaron porque me dijeron que era un libro (y te estoy hablando de 2014 a 2015) que les parecía muy literario, y que no iba a funcionar. El que se atrevió fue Enrique Murillo en Libros del Lince. En aquel tiempo, El Lince era un proyecto muy curioso —justo previo a la compra de Malpaso—, y Enrique siempre ha sido un editor rara avis dentro del sector, es decir, que ha creído mucho en publicar primeras novelas. Casi nada que ponerte pasó por el circuito ultracomercial, allí no funcionó; pasó por el circuito independiente, se interesaron, hubo alguna editorial que quiso ponerse en el tema de la edición, pero la edición que me proponían me parecía increíblemente salvaje”.

—¿Muy invasiva?

—Sí. Muy invasiva, y no acepté. Luego intenté moverlo, que saliera publicado primero en Argentina, y hubo interés por parte de editoriales argentinas, pero éstas también formaban parte del mainstream, y el discurso que había en Argentina en ese momento no incluía el relato del exilio y de los hijos del exilio que ahora es, digamos, un tipo de memoria de la que se está hablando mucho más. Ahora.

La novelista Lucía Lijtmaer. / Foto: Johanna Marghella / Editorial Anagrama.

—Quería conocer tu percepción como autora porque me llama la atención que un libro así, que se lee tan bien, de pronto ahora el mercado se permita a sí mismo, por decirlo de algún modo, acoger.

—Mira, el mercado español es increíblemente conservador con las autoras españolas. Pienso en Laura Fernández que sí, era publicada, pero ¿quién le hacía caso a Laura? ¡La chica zombie o El show de Grossman, para mí son libros fundamentales de la literatura española…! O, por ejemplo, Irene Solà, que está funcionando ahora. Es porque está cambiando el sistema.

“Pero tiene que haber una voluntad, por parte de los editores y las editoras en España, de que haya ciertos autores que se tengan que tener en catálogo porque son importantes para la literatura, no sólo para el mercado. La alegría que tengo yo es que Casi nada que ponerte fue algo totalmente incomprendido cuando salió, y que ahora pueda tener su espacio…”

—Quizá es por el contexto 2023…

—Sí, y también hay una fascinación. El boom de escritoras latinoamericanas tiene que ver con una aceptación por parte de un público muy leído. En América Latina, hay una gran cantidad de editoriales independientes y de voces, y también muchas y muchos escritores jóvenes que cuentan las historias que quieren contar. Aquí queremos una tradición del costumbrismo. Todo lo que se aleje de un costumbrismo que narra una infancia tradicional, nos cuesta mucho más ubicarlo, y ya te digo que, una historia que, además, tiene una obra de teatro en medio…

—Pensaba hoy en las autoras que el mercado iba a permitir este año; escritoras que firman obras que el canon permitirá integrar dentro de sí. Pero creo que sigue siendo injusto con otras voces diferentes que desestima la crítica.

—Muchas veces, uno de los problemas es que los libros son incomprendidos en ciertas épocas. Es así. Les ha pasado a muchos autores, no siempre tienes la suerte de que un libro tenga una recepción en la época en la que está escrito. Hemos descubierto a autoras muchas veces treinta o cuarenta años más tarde que nos han iluminado el camino. Lo más importante, lo primero, es que se publique; que puedan tener un lugar en el que ser publicadas. A mí siempre me da miedo qué libros están siendo rechazados en las editoriales. Pienso mucho en eso.

—Qué bien eso, el pensamiento, no la acción.

—Pienso ¿qué nos estamos perdiendo? Los editores siempre dicen que cuando un libro es bueno acaba encontrando quien lo publique. Tampoco entiendo, por ejemplo, cómo Esther García Llovet no es un best seller en España, Spanish beauty.

“Tenemos un sistema editorial injusto, sí, pero deberíamos estar celebrando mucho más algunos de los libros que se publican, hablar más de ellos, de los libros buenos”.

—Es perverso el sistema. Son modas, tendencias, conversación.

—Claro, pues hay que romper la baraja, y entender que la literatura que se está escribiendo es heterogénea.

—¿En qué espejo buscabas mirarte en Casi nada que ponerte?

—El libro pasó por fases, casi como capas geológicas. Lo primero que quería era narrar la historia de Jorge y Simón, y eso es el esqueleto: su historia. Y pensé que eso era lo que quería contar, y luego, cuando entendí que tenía que explicar también quién era yo para poder asumir que en esa narración yo no estaba haciendo una crónica del narcotráfico, no estaba haciendo un gran ejercicio periodístico, descubriendo una gran noticia… Necesariamente tuve que empezar a narrarme. Lo que recuerdo como importante es el tema del álbum de fotos. Tener pocas imágenes implica necesariamente que tienes un poco de todo, y de lo único de lo cual te puedes fiar es de lo que tu familia te ha contado sobre quién eres, de dónde vienes. Luego, cuando yo veo que Jorge y Simón me están contando lo que yo quiero oír o lo que ellos me quieren contar, hago esa reflexión respecto a mi propia historia. La narración es un modo de construcción de identidad; es una manera de sanar, a veces, pero también es una manera de ocultar dolores. Yo he visto cuáles son los límites y a dónde puedo llegar para narrar cosas de mi familia, y por eso también está el recurso del humor, que nosotros en casa lo hemos usado mucho. A veces porque sólo tenemos eso, y también porque es una manera de enfrentar la vida. El espejo que yo intenté ponerme fue el de una narradora que está un poco como la narradora de Cauterio. Cauterio y Casi nada que ponerte tienen en común que el “yo” está deslocalizado; está en un lugar que no conoce, aunque se supone que sí lo hace, y en el que se tiene que fiar de las otras versiones de la historia.

—¿Por qué en el libro no sabemos nada de lo que sucede en el tiempo interno del personaje de Jorge?

—Jorge es tremendamente reservado con su propia vida, y su arma de defensa era necesariamente el humor. Eso era una pared con la que yo me topaba todo el rato: no podía ir más allá de donde él me dejaba, pese a que sé que hay cosas como que con su hermana se turnaban para ir al colegio porque eran muy pobres y no podían estudiar los dos a la vez (mientras uno estudiaba, el otro trabajaba y eran niños y la escuela era pública). Sé que pasaron muchísimas penurias, sé que era un alumno brillante, quienes le conocieron en la universidad todavía se acuerdan de él. Jorge es una persona que te cita a Plutarco con una facilidad sin ningún alarde; que le encanta la filosofía, la historia, y que estudiaba Letras en los años sesenta en Rosario, que era una especie de humo entre períodos muy convulsos de la historia argentina. Para ser listo, Jorge me daba nombres de personas que podían hablar por él. Yo me di cuenta de que la persona a la cual yo podía acudir, a nivel tiempo interno, era Simón porque tenía una historia familiar compleja, de salud mental; tenía pasión por el cine, la pulsión estética y la cuestión irascible. Podía ponerme mucho más fácilmente en la cabeza de ese niño, de Simón. Con Jorge era muy difícil, solo como adulto, prácticamente.

—¿Cuánto de Lucía hay en el personaje de Simón?

—Todo lo que cuento de Simón pasó: no invento, no fabulo porque yo estaba hablando de dos personas que existen. Simón era del segundo matrimonio de su padre, que no se hablaba con la otra familia. Era un apasionado del cine, todas las semanas iba a ver películas, y yo lo que quise intentar entender de Simón era su deseo, que era salir de donde estaba. Es un chico homosexual de un pueblo muy pequeño, y para salir de ahí él debía de tener un deseo muy grande de ser algo, y él quería ser actor. Él, primero, se fue con la intención de ser actor a Buenos Aires y estudió Bellas Artes.

“Ahora, ¿de mí? Lo que hay son mis lecturas, y que pensaba constantemente en Manuel Puig y en Simón como niño en La Pampa seca. Cuando fui al pueblo y vi lo que era aquello, y vi qué recuerdo se tenía de él allí, pensé que ya tenía todo lo necesario para poder narrarlo. Bueno, y sus amigas, que me contaron de todo”.

—En un momento dices: “Debo entender para poder describir”, que es una frase curiosa, porque se suele formular al revés, y no con el verbo “describir”.

—Viene de las lagunas que yo tengo, porque ahí me bloqueé. Tenía que hablar de la infancia de Simón y de la infancia de Jorge en lo posible, y de cómo habían llegado a ser lo que eran cuando no tenía testimonio directo de ellos o de las amigas. Pensaba: “Yo no puedo mentir”. No lo he citado, pero el libro que a mí me ayudó mucho fue el de Delphine de Vigan, el de la historia de su madre. La entretela me liberó porque me dio la posibilidad de contar estas cosas que yo sólo tenía como datos: Simón estuvo internado en un sanatorio cuando volvió de hacer el servicio militar; su padre había estado internado en los años cuarenta también en un sanatorio… Había un historial de problemas de salud mental. También hablando con gente que lo trató, me contaban que, en esa época en Argentina —aunque yo no lo detallo—, era muy común que haya una primera crisis psicológica durante el servicio militar cuando eres homosexual. Porque, más allá de lo que te pase (más allá de que sobrevivas o no), hay quien no lo soporta, y coincide su primera crisis [de Simón] con eso. Yo sabía que él se encargaba de la biblioteca en el servicio, luego el teatro… Pero tengo que hablar de un primer quiebre. Entonces uso las escenas cinematográficas que sé que él ha visto, a sus actores favoritos, la idea del deseo, y por eso hablo de Espartaco. Era una manera de narrar que ahí hay un deseo que él no puede verbalizar y que le hubiera encantado no asumir, porque, en un momento dado, él quiso casarse con una chica que tenía un quiosco, y que no tenía ningún sentido eso… ¡Porque estaba con Jorge! El cine, el deseo y la represión eran los tres elementos que tenía, y yo necesitaba entenderlo para poder describir. Si no lo entiendo, no lo puedo escribir.

—¿Qué importancia tiene para ti el espacio a la hora de pensar en la identidad?

—Todo. Ya en Cauterio la necesidad de narrar el espacio urbano para narrar el espacio mental para mí es imprescindible, y luego la idea del espejo representa la realidad en la que estás: te devuelve una cosa u otra. El espacio y lo que te genera personalmente. Por ejemplo, para mí el río tiene dos connotaciones muy distintas. Primero, que mi abuelo pescaba en el río Paraná, mi madre se ha criado tirándose al Paraná, que tiene kilómetros y kilómetros de ancho. Mi tío tenía una tienda de pesca. Y luego que, para mí durante muchos años, cada vez que aterrizábamos en Buenos Aires, no podía dejar de pensar en cómo tiraban a la gente de los aviones. Hay muchos muertos en el río, y no soy especialmente mortuoria, creo yo. Pero —claro— para mí el viaje en general supone la pulsión entre la vida y la muerte, constantemente.

Lucía Lijtmaer. / Foto: Anagrama.

—¿Qué hacemos con la crónica social que se gesta en los márgenes?

—El capítulo del libro de las cartas del tarot es muy definitorio de que por mucho que los protagonistas se estén aislando en su burbuja, y tengan su narrativa de que ellos están bien, su mera existencia es delictiva durante la dictadura. ¿Qué pasa? Que históricamente para muchos hombres homosexuales (especialmente) dedicarse a algo que tiene que ver con lo estético, que comercialmente funciona, parece ser que les domestica, pero sólo en apariencia. Jorge y Simón, pese a prestar servicio comercial a todas las clientas que venían, tenían un círculo íntimo muy concreto que no tenía nada que ver con su mundo. Yo fui la única que, junto con sus dos amigas, Chiquita y Clelia, que habían ido a su casa, a la casa a la que yo fui. Ellos protegían muchísimo su espacio, de quién se rodeaban; eran una pareja que eran una unidad, pero yo creo que hay espacio ahí en el momento en el que ellos saben perfectamente qué están haciendo para sobrevivir y, bueno, cuando Simón se niega a venderle a Zulema Menem, la hija del presidente del gobierno, un ramo de flores porque ella lo quiere sacar gratis. Eso es un acto político.

“Jorge y Simón juegan con la idea de la necesidad. Si tú le dices a alguien: ‘Tú no puedes entrar’, ese alguien querrá entrar mucho más. Y luego Simón, era un ejemplar que…, el otro día me contó mi madre —yo no lo sabía— que hubo una época en la que Simón le acompañaba a mi madre a mirar pisos, pues mis padres se estaban mudando dentro de Buenos Aires. Mi madre ya estaba embarazada de mí, y estaban buscando piso. Entonces, iban en taxi los dos y tenían varios pisos apuntados donde ir, y Simón llegaban en taxi y decía: ‘Uy, acá ni me bajo’. ‘Vamos al siguiente, no me gusta la puerta’”.

—¿El pasado es para los vencedores y el presente para los vencidos?

—Es como aquello que dijo Maruja Torres de que del Barrio Chino aprendió a no mirar atrás. Ahora se está revisando qué narrativas hemos tenido respecto a ciertas cosas, y eso es muy interesante porque están saliendo voces que están hablando críticamente. Normalizar cualquier pasado es un peligro, y creo que, en general, suele ser retrógrado. Ver las entretelas, ver la parte de atrás del teatro era necesario en este caso. Yo me di cuenta que ellos estaban montándome un performance, que era el mismo performance que les montaban a sus clientas para poder venderles algo. Ellos, como cualquier entrevistado importante, te quieren vender su relato. Por eso Chiquita en un momento dado se enfada, cuando dicen ellos que la tienda era un juego, y Chiquita, que había estado trabajando ahí veinticinco años de sol a sol, porque las casas de moda son muy esclavas, dice: “¿Cómo? Las cosas no eran ni graciosas ni eran ningún juego. Estábamos dejándonos la piel todos los días”. Es importante, por un lado, examinar el pasado de la manera que uno considera que lo construye, de una manera más honesta, y, por el otro, creo que las narrativas de los presentes sólo se pueden juzgar con el tiempo. ¿Qué tipo de literatura finisecular hemos tenido? ¿Qué tipo de voces tenemos ahora, que tipo de discursos públicos…? A veces es muy difícil tener la híper consciencia de ser generoso con tu presente, uno suele ser más generoso con su pasado, se suele perdonar más. O no. También es necesario olvidar para sanar.

“Para que algo sea honesto, tienes que tener toda la información posible. A mí me costó mucho escribir este libro porque tuve un sentido de la responsabilidad enorme. Estaba hablando de dos personas que me han cedido todo su tiempo, todo su espacio y todos sus recuerdos con matices, con juegos, con trucos, claro que sí, pero ¿quién no los tiene? Esto se trata de entender lo máximo posible a esa persona en su contexto. Más que desideologizar el presente, tenemos que fijarnos en quién tiene los recursos para narrarlo cuando lo narra, porque esos siempre son los vencedores del relato, y por eso luego revisar la historia está bien”.

—¿Crees que arrastramos una fatiga crónica del pasado?

—La idea de la nostalgia sí es agotadora, y creo que, además, necesariamente para sobrevivir, y aquí me voy a poner psicoanalítica, tú tienes que superar a tus padres para sobrevivir como individuo. Esto no quiere decir ganarles, pero tu relato, tu vida y tu entorno, tiene que ser lo suficientemente fuerte, especialmente en aquellas familias que hemos sido muy islas. Donde necesariamente se ha tenido un apego muy fuerte, se necesita crear un relato propio que no sea esclavo de la generación, en este caso, de los setenta. Tuvimos unos padres que podían ser muy heroicos y presentes, porque exiliarte implica agarrarte a lo que tienes y lo que tienes es tu familia y tus cuatro amigos. En mi generación se creó el equívoco de la amistad con los padres, que ayuda, pero generas un apego del que es muy difícil desprenderse.

—¿Convertimos nuestra realidad en lo que idealmente esperamos de ella? ¿Imaginarios sentimentales amables o duros?

—En algún momento del libro, me di cuenta de que debía incluir a mis amigas de la infancia porque vivimos complementando recuerdos. Nada es fiable en la narración de nadie, y como nada es fiable hay cosas dolorosas que decido no omitir, como el qué pasa con la muerte. Es curioso porque nunca en el grupo de mis amigas, cuando hemos hablado de esto, nunca nos hemos victimizado por no tener a nuestros abuelos cerca, por ejemplo. En torno a la concepción de la familia, nos hemos adaptado a lo que había. En realidad ahí —y lo he entendido de adulta— quienes sufrían eran nuestros padres, que además vivían con la duda constante de qué hubiese pasado si… Nosotras ya crecimos con un lenguaje común y con un código de reconocimiento, y hablábamos una lengua familiar.

“Esto lo he hablado con mis padres —porque salen en el libro—, y mi padre me dijo: ‘Tú has escrito la historia que tú podías escribir; es tu visión sobre un montón de cosas que nosotros tendremos la que sea, pero es lo que tú has vivido, lo que tú has visto, lo que tú has sentido con respecto a lo que nos ha pasado a todos’. La parte semigraciosa de una anécdota tan terrible como es enterrar libros era que mi madre decía que por qué no se había comprado ropa en lugar de aquello”.

—¿Qué es para ti el glamour? ¿Para ti el pasado puede ser glamuroso?

—El glamour es la elegancia, es una ilusión. Es una magia, un hechizo que alguien te provoca y que no se puede tratar de vender, pese a que se puede comerciar con él. Es una idea; para mí es la idea de que alguien te ponga purpurina en la cara y te ciegue. Eso es el glamour. Y claro que se puede hablar del pasado con glamour porque —como siempre— depende de quién te lo cuente y de cómo te lo cuente. El glamour pasa por embaucar a otro. Es seducción.

“También en la historia de la moda —yo he leído muchísimo sobre modistos en mi vida— hay algo con la dificultad a veces de crear desde cero. Es increíblemente difícil innovar, y en muchas ocasiones hay gente que está jugando con las referencias del otro. Como todo es una reinterpretación, el pasado lo puedes reinventar. En la novela, ellos [Jorge y Simón] es lo que quieren, relatarse desde el glamour. Todas las clientas de La Colorada se acuerdan del primer vestido que se compraron allí”.

—La risa en la novela parece apaciguar los distintos choques culturales a los que se expone quien narra.

—En la novela hay un juego de humor respecto a mis padres ante su propia estupefacción cuando no entendían algo. Podía ser doloroso, pero luego el relato era otro. Pienso en la idea de las tradiciones, que con ella mi madre casi explota una cocina. O en mi padre intentando hacerse el español el primer día que va al mercado y dice: “Me pone unos olivos”, y el tipo le dice: “¿Con raíces o sin ellas?”. Ese intento de camuflarte, de penetrar en una cultura que no conoces, era relatado con mucho humor porque era una manera de sobrevivir.

—“Argentina es un país que me hace sentir constantemente menos femenina”. ¿Por qué?

—Cuando tú vas a Latinoamérica, la belleza hegemónica es mucho más exuberante y mucho más normativa que en cualquier lugar europeo, sin lugar a dudas. A mí lo que me impactaba era que mis amigas se producían, que además se dice producir, y te hablo de personas que no tenían el culto a la belleza muy desarrollado. Todas iban a hacerse la manicura; iban a la peluquería una vez por semana o una vez cada dos semanas. Aquí en Madrid hay un bar en cada esquina, y en Buenos Aires hay una estética en cada esquina, y puedes ir a las diez de la noche a hacerte la manicura.

—¿Qué papel tiene en la historia de Jorge y Simón la mezcla de lo público y lo privado?

—Jorge, para evitar que cayeran en la ruina cuando Simón empieza a delirar y quiere hacer la tienda de antigüedades, compra edificios, pisos, departamentos. Él invirtió en suelo, en edificios caros para poner en alquiler, y eso les salvó de la ruina. Porque Jorge, que era el organizado, el que llevaba las cuentas sabía que, si le decía que sí a todo a Simón, iban a acabar en la ruina. E intuyo que ese era su mayor temor viniendo de la pobreza.

“Lo primero que conocí de ellos fue su relación con sus casas, y cómo la narración de Jorge, del desarrollo del negocio, parte de sus espacios privados, que terminan por ser sus tiendas. Ellos decían que querían diferenciar y tener en un lugar su casa y en el otro lado el negocio, pero siempre acababan mezclándolo todo. Cuando se mudaban —en teoría para vivir ellos más tranquilos y tener una casa mejor— metían ahí el negocio, por eso la casa final de Las Heras es casi ya una tienda de antigüedades, un espacio totalmente barroco. Yo necesitaba explicar las casas, como dice Nueva Vulcano, para poder entender, primero la progresión del negocio y después quiénes eran estas personas, por qué habían elegido estos sitios; por qué gente claramente muy esteta elegía estos espacios para hacer lo que hacen”.

—¿Cómo llegas a situar un teatro dentro de la escritura?

—Iba a hacerlo todo dialogado, inicialmente fue así: toda la parte de ellos, y que fuera intercalándose. Pero cuando entendí que ellos estaban representando algo para mí, y que su manera de narrarse era una representación, un performance, lo hice así. Hubo un momento en el que quise hacer un guión cinematográfico porque como a Simón le gustaba tanto el cine, pensé que podría funcionar, pero había algo de performance en lo cual yo tenía que estar de público y de narradora.

“Quería que se pudiera concebir como una representación para todos los que estamos bebiendo de esa realidad. Porque quería discutir la fiabilidad de Jorge y de Simón como narradores. ¿Por qué me vas a creer a mí? Porque yo te lo digo, pero, ¿por qué les va a creer a ellos? Quería que también el lector entendiera que nada de esto era fiable, y por eso hay un momento dado en el que la narradora se vuelve paranoica”.

—¿Cómo llegas a la idea de introducir pequeñas biografías en el texto?

—Intenté que el libro tuviera la mayor cantidad posible de nombres de gente famosa para tratar de venderlo y que alguien lo comprara. Lo más que tenía era dobles de Brad Pitt en Siete años en el Tíbet y una actriz de serie B de Jesús Franco. Carmen Yazalde, en ese sentido, era una versión refinada de alguien como Bárbara Rey aquí. Era una mujer que me enseñó cómo se desfila en una pasarela, cómo hay que llevar un conjunto, y me estaba contando su historia también como a ella le daba la gana. Para mí era el contacto directo con la belleza. De todo lo que me estaban contando, yo tenía que narrar a Carmen para poder narrar la mujer bella que en el fondo es también la que hunde el glamour.

—¿Qué nos sucede con el pasado, por qué nos revuelve de esa manera?

—Nos olvidamos de él y construimos un relato con las cuatro o cinco imágenes que tenemos. Yo, por ejemplo, tengo clavada la imagen del amanecer de nosotros, Nico, Jerónimo, Bruno frente al río, como cuatro adolescentes. Esto forma parte de algo que yo voy a tener siempre, y no sé por qué es ese recuerdo y no otro. Lo que nos sucede con el pasado es que hay cosas claramente mucho más importantes que me han ocurrido que esos otros días que recuerdo en mi vida, pero que a mí me han marcado emocionalmente. Lo que decidimos recordar es lo que nos marca.

—¿Crees que en el pasado puedes encontrar tu sentido de la pertenencia a un lugar?

—No, eso se va construyendo con la vida. Si tu pasado está en la calle de al lado, no hay dificultad con la pertenencia: cuando quieres, vas. Un poco lo que dice Astrud: “Nuestro bar cerró y se ha convertido en un Starbucks”. Eso pasa independientemente de lo que uno quiera. Voy a citar a Borges, que, al fin y al cabo, soy hija de argentinos. Borges decía que la patria son la infancia y los amigos, y yo en eso estoy de acuerdo, y esto puede ir variando, tu patria puede ir variando a lo largo del tiempo. Una no puede evitar ser de donde es, pero puede renegar de ello, y eso te puede liberar.

“Quizá por la familia de la que yo vengo, que mis bisabuelos se fueron de Polonia para Argentina, que además se fueron a un pueblo, luego mi abuelo se fue a otro, mis padres se vienen a España… ¿De dónde soy yo? Me he criado en Barcelona, me he trasladado a Madrid. ¿Qué somos? No lo sé. La infancia y los amigos es importante que estén ahí, porque sí que hay vínculos que son importantes, aunque no recurras a ellos diariamente”.

—Al final, se tiene la impresión de que Casi nada que ponerte es una historia de mujeres, y sobre el acceso de éstas al espacio público, a la moda, la estética, los complementos.

—En el mundo de la moda hay muchos modistos, pero luego hay muchas trabajadoras. En el fondo, el espacio de ellos es muy femenino porque también trabajan con Clelia en la decoración y están buscando el lugar para hacer lo de las antigüedades. No había pensado esta historia como un lugar para las mujeres, pero claramente es una burbuja de seguridad para ellas. El otro día leía que contaba una exiliada que se fue de Buenos Aires en el 1977 también, que la ciudad era gris en ese momento. Todo estaba tan cerrado, y vivíamos en una especie de autarquía. En el 78 hacen lo del Mundial, pero es un despropósito. No llegan cosas extranjeras, ni música. Es un momento increíblemente denso, y ahora pienso en ese espacio de mármoles donde ellas pueden sentir que gozan. La rebelión que hay en el libro es porque Casi nada que ponerte habla mucho del deseo, no necesariamente del sexual, sino del deseo como un motor vital para todos. El deseo como transgresión, y eso es lo revolucionario de todos los personajes, por muy distintos que sean.

[Texto publicado originalmente en CTXT / Revista Contexto; reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0]

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