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El cine también debe abrir debate, formular preguntas: Carla Simón

Ya está disponible en plataformas «Alcarràs», el más reciente filme de la directora catalana, un vibrante retrato generacional.

Abril, 2023

Alcarràs, la nueva película de la directora española Carla Simón, ya está disponible en las plataformas digitales. En un pequeño pueblo catalán los miembros de una familia de granjeros especializados en el durazno, los Solé, pasan los veranos juntos en su huerto. Pero al surgir planes para instalar paneles solares y cortar árboles, de repente enfrentan su desalojo y la pérdida de mucho más que sólo su hogar. Entre Verano 1993, Goya a la mejor dirección novel y mejor ópera prima en el Festival de Berlín en 2017, y Alcarràs, Oso de Oro a la mejor película en ese mismo festival en 2022, la cineasta Carla Simón ha transitado desde el mundo infantil a los problemas de los adultos, creando ahora un vibrante retrato generacional. El periodista Manuel Ligero ha conversado con ella.

Aún no se ha inventado un efecto especial que sea capaz de transformar el cine en pura vida. Eso sólo puede hacerlo la sensibilidad, la mirada amorosa y compasiva, el conocimiento del espacio en el que se desarrolla una historia y de los seres humanos que lo ocupan. Todo eso está en Alcarràs, la película con la que Carla Simón (Barcelona, 1986) ganó el Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín. Certificaba, así, una corta pero estelar trayectoria que empezó con Verano 1993 —también Mejor ópera prima en el certamen alemán.

Para este nuevo filme, Carla Simón vuelve al ámbito rural para contar el drama de una familia de agricultores atropellada por una transición energética mal entendida: los echan de sus tierras y arrancan sus duraznero para instalar huertos solares. El problema social invita a la reflexión. El retrato de sus integrantes (interpretados por actores y actrices no profesionales) conmueve hasta las lágrimas. Sí: Alcarràs es una película portentosa.

—¿Cómo y por qué nace esta película? ¿Es tan autobiográfica como Verano 1993?

—Un poco. Mis tíos también cultivan durazneros en Alcarràs [en la provincia de Lleida], pero la historia es ficción. Cuando estaba escribiendo Verano 1993 murió mi abuelo. Y sus hijos, que trabajaban con él, heredaron la tierra y continuaron su labor. Entonces me planteé por primera vez qué pasaría si eso que hemos visto siempre ahí, los campos, algún día dejara de estar. Y es muy posible, porque ese modelo de hacer agricultura en familia ya no es rentable. También era una forma de recoger el legado de mi abuelo. Estar cerca de mi familia me permitió investigar este tema muy a fondo. Aunque ellos, de momento, siguen cultivando.

Verano 1993 empieza con unos niños jugando al escondite inglés y Alcarràs con otros jugando en un coche abandonado. ¿Por qué le fascina ver jugar a los niños?

—Me parece que es como un micromundo en el que existe todo lo que pasa en la realidad pero en una escala más pequeña, más imaginativa y donde todo es posible. El tema del juego es infinito. ¡Yo podría pasarme la vida filmando a niños jugando! [Risas] Me parecía importante empezar la película con ellos. La pérdida de las tierras es como la crónica de una muerte anunciada, pero los niños también se quedan sin su espacio de juego. Y se pasan toda la película buscando uno nuevo hasta que lo encuentran. Para mí era una metáfora bonita de cómo los niños tienen esa capacidad de adaptación, muchas veces mayor que la de los adultos.

Carla Simón en la Berlinale 2022. / Foto: Harald Krichel (Wikimedia Commons).

—Aquí ha trabajado con un reparto no profesional. ¿Es usted una directora muy maniática? ¿Necesita hacer muchas tomas o esa es una forma de dirigir, digamos, más masculina?

—No, no, yo también repito muchas tomas. Para hacer cine hay que ser muy perfeccionista. Tienes que buscar lo que tienes en la cabeza. Y cuando no sale, adaptarte. Lo que yo aprendí con Verano 1993 es a mirar a mi alrededor, mirar lo que está pasando, y es lo que he intentado hacer aquí. Tienes que luchar por tu idea cuando tiene sentido. Si de repente surge otra cosa que está mejor, tienes que integrarla.

—¿Se refiere a improvisaciones de los actores?

—Bueno, respetar el guión era muy importante, porque además fue un trabajo muy arduo, tardamos dos años en escribirlo. Así que fuimos muy fieles en cuanto a la historia y los turnos de palabra en los diálogos. Pero luego su manera de expresarse es muy libre. Me gusta que ellos hablen a su manera. Además, me parece siempre mucho más bonito que lo que yo escriba. Pero sí hay escenas que contienen improvisaciones, porque a veces dejaba un poco de cola para que siguieran hablando o les daba una idea a los niños para que jugaran y esperaba a ver qué pasaba.

—Usted estudió en California. ¿Por qué su cine es tan poco americano?

—[Risas] Estuve sólo un año en California, con una beca de intercambio con la Universidad Autónoma de Barcelona. Es curioso, porque creo que el corto más raro y más experimental que he hecho en mi vida lo hice allí, con un colega italiano. Se llamaba Women, estaba rodado en 16 mm, pegando muchos cortes y haciendo asociaciones de imágenes. ¡Quedamos señalados como los europeos raros, los vanguardistas! Luego estudié en Londres, con una beca de La Caixa, y ahí fue donde encontré realmente el cine que quería hacer. Nuestros profesores nos animaban a hablar de lo que conocíamos. Éramos 30 alumnos, de muchos países diferentes, y trabajábamos por poner en valor nuestro sitio, nuestra gente. Aquello me sirvió para encontrar la voz que yo estaba buscando.

—A través del drama familiar puede verse una postura política respecto a la transición energética. ¿El cine debe responder a un determinado compromiso moral?

—Yo creo que el cine debe abrir debate, formular preguntas. Esta historia también podría haberse contado a través de alguien que trabaja para una multinacional o para un banco, y que quiere esas tierras. Pero decidimos que fuera un señor del pueblo que quiere colocar ahí placas solares. Es cierto que esto provoca mucha controversia pero no deja de ser energía renovable, tan necesaria hoy en día. En principio no es tan mala idea, ¿verdad? Además, este señor incluso ofrece trabajo a los agricultores en los nuevos huertos solares. Entonces aparecen las preguntas, que son más pertinentes que ofrecer respuestas o presentar las cosas en blanco y negro.

Fotograma de Alcarràs, filme de Carla Simón.

—Como espectador, puedes llegar a entender que una de las hermanas y su marido quieran ir a trabajar a las placas. Ese es un dilema moral lícito. Eso de preferir las preguntas a las respuestas me recuerda a los finales de Ken Loach. Él dice que en la vida no hay finales cerrados y que por eso sus películas tampoco los tienen. De alguna manera, eso pasaba con el llanto de la niña Laia Artigas, que queda suspendido al final de Verano 1993, y también pasa en esta película.

—Claro, es que es verdad. Al final una película te cuenta trocitos de vida. Así como con Verano 1993 yo tenía clarísimo el final, aquí no. Aquí se fue transformando. Yo quería que terminara bien. Quería mostrar a esa gente cultivando. Quizás otra tierra, pero seguirían cultivando. Sin embargo, tras hablar con la gente real implicada, vimos que tenían un discurso muy pesimista. Por cada agricultor que veía un futuro con luz, había cien que no. Nos dimos cuenta de que no podía ser un final feliz, pero tampoco damos una respuesta a lo que van a hacer después. No sabemos si Quimet [el padre], va a bajarse del burro y a irse a trabajar a las placas.

—Lo de Quimet, ese retrato del home emprenyat que hace Jordi Pujol Dolcet, es sensacional. Cómo arrastra emocionalmente a su familia y cómo logra arrastrar también al espectador…

—Sí, sí, fue muy fuerte. Jordi tenía un actor dentro sin saberlo. Son cosas que descubres en las pruebas de casting. Él no sabía lo que le íbamos a decir y tenía que improvisar una escena en la que le contaban que debía abandonar sus tierras. ¡Y su reacción fue ponerse a reír! Ahí me di cuenta de que estaba tan metido en la historia, que la sentía tan adentro, que le saltó ese mecanismo que usamos inconscientemente cuando nos cuentan algo que no nos creemos o que no nos queremos creer. Fue muy revelador.

—Decía Orson Welles que cuando haces una obra maestra con 20 años eso es un carro de mierda que tienes que empujar durante toda tu vida. Los éxitos formidables que ha tenido con sus dos películas, ¿ejercen presión para la próxima?

—Yo creo que el tiempo es el que sitúa las películas en el lugar que se merecen. En realidad, no sé si estas dos pelis son tan importantes, a pesar de los premios que han ganado. El tiempo lo dirá. Hay películas que han ganado muchos premios y de las que nadie se acuerda. Como yo ya venía con tanta presión de Verano 1993, sobre todo al empezar a escribir y en el momento de editar, cuando ganamos en Berlín sentí una liberación absoluta. [Risas] Pensé: “Bueno, ya está. Como esto es algo tan grande, ya no puede ir a más. Así que en la siguiente me puedo equivocar”. Lo estoy viviendo así. Hay que pensar que los premios te abren una puerta para seguir haciendo cine, que es lo que nos está faltando a las mujeres, consolidarnos. No sé, a lo mejor cuando empiece a rodar la siguiente me cago… [Risas] Pero ahora me siento más liberada que presionada.

—El jurado en Berlín lo presidía M. Night Shyamalan y en él estaba Ryusuke Hamaguchi, que hace un Tío Vania en su última película [Drive my car] y que es una obra que usted también ha adaptado para la televisión.

—Bueno, bueno, es tremenda… Su película, como conocía tan bien el texto, me pareció una cosa increíble.

Imagen de Alcarràs, película de Carla Simón.

—¿Y qué le dijeron de Alcarràs?

—Pues se sorprendieron cuando vieron apellidos diferentes en los títulos de crédito. ¡Pensaban que todos eran familia en la realidad!

—Es que, por ejemplo, en la escena en la que Anna Otin le da un masaje al marido mientras canta Mari Trini… ¡es imposible no pensar que están casados en la vida real!

—Pues no. [Risas] Hay mucho trabajo previo para llegar ahí, para crear esa familia. Pasamos mucho tiempo juntos, improvisando situaciones, y cuando llegamos al rodaje ya sentían un cariño entre ellos que era real. Compartían una cierta memoria común, por decirlo de alguna manera.

—Es normal que Shyamalan y Hamaguchi se sorprendieran.

—Era muy gracioso. Me decían: “¿Pero cómo lo has hecho?”. Y la que flipaba era yo. Que esta gente me preguntara eso… Era para decir: “¿Yo? ¿Pero qué me están contando? ¡¿Cómo lo hacen ustedes?!”.

[Texto publicado originalmente en La Marea; es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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