José y Reina: algunas palabras contra el olvido
En la medianoche de septiembre un hombre apareció en Suma de Hidalgo, en Mérida, montado en un caballo blanco para llevarse a la muchacha más bonita del pueblo, cuyo padre era el comerciante más próspero y benigno de la región. La historia real, ocurrida a mediados del siglo XX, es contada hoy como una leyenda de los confines de Yucatán. El periodista y escritor Víctor Roura, uno de los hijos de los protagonistas, ha trasladado a dodecasílabos la historia en el libro José y Reina / Un septiembre olvidado en Suma.
¿Cuándo termina el amor? ¿La muerte, acaso, es socia del tiempo y ambos borran al amor como si se tratara de palabras escritas sobre una hoja de papel? ¿Las palabras amorosas pueden ser quemadas, borroneadas, tachadas, anuladas o rotas y así su efecto muere con ese acto? Tengo la intuición de que el amor se alía con la memoria y juntos, pocas veces, pero llega a suceder, vencen a la tiranía de los relojes, los adioses y la muerte.
Al menos eso he pensado tras leer José y Reina / Un septiembre olvidado en Suma [2020], libro que el periodista, poeta y editor Víctor Roura escribió pensando e invocando las vidas —y las muertes, también— de sus padres. La lectura de dicho texto me remontó, invariablemente, al Diario de duelo, redactado por el francés Roland Barthes; en tal documento, el profesor universitario se dio a la tarea de reunir centenares de fichas en las cuales plasmó su sentir acerca de la muerte de su madre.
Barthes comenzó tal labor al día siguiente del fallecimiento de su progenitora. Es un texto bellísimo, desde donde el también filósofo relata la herida que en él ha dejado la muerte de quien le dio la vida. Se halla en medio de un duelo… las palabras son arrebatadas al tiempo y al monopolio propio de la muerte. Diario de duelo representa un hermoso intento por rescatar del abismo al hilo de voz —y de vida— que la madre del escritor ya ha perdido.
En cambio, José y Reina no parece haber sido escrito habitando el territorio emocional de la muerte y sus despedidas. El actual director de la sección cultural de Notimex no pretende relatarnos su peregrinar por el mundo al día siguiente en que murió su padre —19 de septiembre del año 2000— o su madre —8 de octubre de 2012—, sino que a través de las páginas del libro, reeditado por Unasletras Industria Editorial, procura algo más difícil y milagroso que sólo convertir el duelo en palabras: Víctor Roura intenta que su escrito funja como ofrenda y máquina del tiempo.
La poesía de los días de la vida
En la festividad mexicana del Día de Muertos se coloca una ofrenda para recordar —siguiendo a Eduardo Galeano en su Libro de los abrazos, sabemos que tal palabra proviene del latín re-cordis, y significa volver a pasar por el corazón— a nuestros seres amados que han fallecido. La ofrenda está compuesta por la comida, la bebida y las fotografías que hablan algo acerca del difunto que es evocado; según la tradición, los muertos invocados en tal acto retornan al territorio de los vivos tan sólo durante una noche, con la intención de anular las fronteras entre la vida y la muerte, haciendo creer que realmente podemos ser eternos, aunque sea durante unas breves y pocas horas al año.
Pareciera así existir un paralelismo entre tal tradición y el libro de Roura, pues dicho texto hace las veces de una ofrenda para José y Reina, excepto que su ritual escritural no pretende que, en este caso, sus padres habiten solamente por una noche el calendario que ya no les pertenece; por el contrario, la obra aquí referida en un acto de amor combate a la muerte con la memoria, convirtiéndola en palabras y en fuego que arde, dotando de vida a un hombre y a una mujer que, si bien ahora no caminan, aman, lloran, respiran y bailan entre los vivos, al menos —para nada es poca cosa— son un corazón latiendo dentro de las páginas de un libro, logrando con ello eso que desde el día uno de la humanidad hemos soñado: ser eternos, a pesar de que nuestras alas se cayeron, a pesar de que la tierra nos cubrió los párpados y nuestras voces dejaron de ser sonidos nítidos para convertirse en tenue recuerdo.
Nadie más morirá del todo si su historia se ha inscrito en una hoja de papel; la muerte no desea que nos enteremos de esa mínima pero valiosa ventaja que tenemos frente a ella: nadie, nadie morirá totalmente si su vida puede ser relatada sobre el papel.
Milagro laico, el poeta vence así al absurdo monopolio que instaura la muerte.
El DeLorean es un libro
La película Volver al futuro [1985] no fue del todo exacta: la máquina del tiempo no es un automóvil DeLorean, sino un libro escrito en dodecasílabos. Tal como Víctor Roura ha escrito en narrativa y poesía conjunta para situarnos en el lugar y el día precisos, José y Reina se conocieron de la manera siguiente: él, montado en un caballo blanco; ella, tras el mostrador de una tienda de abarrotes. Fecha: septiembre de 1952. Lugar: Suma de Hidalgo.
Roura quizá comparte algo parecido con el personaje del científico que inventó la máquina del tiempo en Volver al futuro: una cabellera alborotada y una fascinación por escudriñar en el pasado. El periodista cultural, a veces, nos hace ser testigos silenciosos en la formación de su padre en una hacienda; en otras ocasiones nos conduce al trolebús que el mismo José Roura condujo durante varias décadas en la Ciudad de México, una vez que decidió dejar atrás la provincia y comenzó una vida inédita junto a Reina, sumándose a ellos cuatro hijos que emergieron en la vida de la pareja tras el transcurrir de los años.
Al leer José y Reina uno no sabe si Roura nos ha permitido conocer la historia de sus padres o, en un acto de involuntaria confianza, nos coloca sobre la mesa un mapa que sirve para conocer cómo es que el fundador de la sección cultural de El Financiero —la más respetada y admirada durante las tres décadas más recientes en México— es lo que es y ha sido lo que ha sido a lo largo de 48 años de trayectoria en el oficio periodístico. ¿Víctor Roura nos comparte la historia de José y Reina o acaso sus 70 páginas escritas nos dan cuenta de cómo se construyó el periodista ético, insobornable y eternamente generoso?
Tras la lectura del escrito aquí reseñado, en la mente me brotó una imagen tierna y que ojalá pudiera ser verdadera: quizá nuestros padres nunca mueren del todo, pues algo de ellos —aunque sea un gesto, la manera de sonreír, la forma de los ojos de él o de ella, el gusto musical o una mínima y extraviada célula— conservamos en nuestro ser. Si esto fuera cierto, somos entonces el polvo de ciertas miradas que algún día se encontraron. Somos un resto de otros, que nunca perecen pues su hoguera se alimenta con nuestro fuego. Somos fuegos del ayer, que se niegan a extinguirse hoy; ojalá siempre nos rebelemos ante el intento de la jodida muerte por ser apagados mañana.
¿Cuándo termina el amor?
Una amiga mía, porteña y feminista, duerme en el sofá de mi casa. Su compañero construye un vehículo de madera para que mi perrita ya anciana pueda salir a mirar el mundo sin arrastrarse por el pavimento; la mujer que ha decidido compartir sus días y noches conmigo mete algunas porciones de pizza al horno de la estufa. Y yo escribo algunas páginas acerca de un libro que evoca a un par de personas, un hombre y una mujer, José y Reina, a quienes no conocí; pero he tenido la enorme dicha de toparme con su hijo en alguna calle y así iniciar una amistad.
Víctor Roura —a pocas cuadras de donde la argentina duerme, su compañero convierte la madera en vehículo y cierta mujer retira la pizza del horno— seguramente se halla escribiendo mientras escucha música, dentro de su apartamento que se me figura un refugio en donde uno podría sobrevivir ante un ataque nuclear o si la lluvia anegara por completo las calles de esta ciudad. Ahí se encuentran libros, muchos discos y filmes de lo mejor que el mundo ha podido crear.
Mientras esto escribo me parece que la vida es eso: lo cotidiano, a veces aburrido y a veces hermoso, mientras alguien escribe e intenta que dos seres amados no se vayan nunca, no se vayan lejos. Así alguien escribe acerca de un libro que nos presenta la historia de un amor que, a pesar de los años transcurridos, las enfermedades, los días y las noches arrancadas al calendario, las muertes y los duelos… a pesar de eso dicho amor late, tan frágil como un barquito de papel en altamar, tan bajito como el susurro cuando te digo que te quiero y el mundo ni siquiera se percata de ello.
José y Reina, reeditado durante octubre de 2020 (vuelto a revisar por su autor, con versos agregados, algunos fragmentos eliminados, con la presentación en la contraportada del texto que leyera Sandro Cohen durante la conferencia que se diera en la Sala Villaurrutia del INBA, en 2012, que el propio Cohen autorizara antes de su repentina muerte, ocurrida el pasado 5 de noviembre, misma que evitó que el crítico literario pudiera tener este libro en sus manos, que incorpora, asimismo, fotografías a color en su interior no incluidos en la primera edición de 2012), llega a los anaqueles de las librerías como un acto de amor: mientras el poeta sea capaz de nombrar a sus padres, la vida de ellos se estirará, al menos hasta que existan palabras sobre este mundo que sean capaces de narrar la historia de una mirada… la de José y la de Reina, la tuya o la mía, la de cualquiera en una ciudad sin nombre ni mapas.
¿Cuándo termina el amor? Víctor Roura parece asegurar que nunca, mientras en el bolsillo le queden unas cuantas palabras, mientras él conserve su memoria y la muerte huya, derrotada, esperando que el poeta atraviese un campo lleno de sombras… y olvide.
Nos sobran las palabras en los bolsillos, afortunadamente.
Morirá la muerte mientras escribamos la vida de nuestros muertos.