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Las nueve décadas de Antonio Negri

El filósofo y pensador italiano ha cumplido este mes 90 años de edad; en esta entrevista, recorre parte de su vida y su trayectoria

Agosto, 2023

No es fácil sintetizar su biografía. Antonio Negri, también conocido como Toni Negri, nació en Padua, Italia, el 1 de agosto de 1933. De sus 90 años cumplidos, ha pasado gran parte de su vida adulta en el epicentro de los últimos movimientos revolucionarios en Europa, en particular en el movimiento italiano de los años sesenta y setenta, tras lo cual llegó su encarcelamiento, su posterior exilio en Francia y su vuelta a Italia ya en los 2000. Como uno de los exponentes más notables del marxismo y el comunismo heréticos, la obra del también profesor universitario ha sido fuente de innumerables debates. En esta entrevista con Roberto Ciccarelli, el filósofo y pensador italiano reflexiona sobre la dificultad de vivir la enfermedad y la vejez desde la lucidez, la experiencia de la criminalización mediática y política, y la cárcel y el exilio. Además, analiza la crisis de la izquierda y la debacle del PCI en Italia. De entrada, es claro: He tenido la suerte de estar a medio camino entre la filosofía y la militancia”.


Roberto Ciccarelli


El pasado 1 de agosto, Antonio Negri (Padua, 1933) cumplió 90 años. En esta entrevista, el filósofo comunista italiano reflexiona sobre la dificultad de vivir la enfermedad y la vejez desde la lucidez, la experiencia de la criminalización mediática y política, y la cárcel y el exilio. Además, analiza la crisis de la izquierda y la debacle del PCI en Italia. Antonio Negri ha publicado una autobiografía en tres volúmenes, Historia de un comunista, cuyos dos primeros libros han sido publicados por Traficantes de Sueños.

—Ha cumplido noventa años. ¿Cómo vive hoy su tiempo?

—Me acuerdo de Gilles Deleuze, que sufría una dolencia parecida a la mía. Entonces no existía la asistencia ni la tecnología de las que podemos disfrutar hoy. La última vez que le vi se movía con un carrito con bombonas de oxígeno. Fue realmente duro. Hoy también lo es para mí. Creo que a esta edad cada día que pasa es un día menos. No tienes fuerzas para hacer que sea un día mágico. Es como cuando te comes una buena pieza de fruta y te deja un sabor maravilloso en la boca. Esa fruta es probablemente la vida. Es una de sus grandes virtudes.

—Noventa años son un siglo corto.

—Puede haber varios siglos cortos. Está el periodo clásico definido por Hobsbawm, de 1917 a 1989. Hubo el siglo estadounidense, que fue mucho más corto. Duró desde los acuerdos monetarios y de definición de la gobernanza mundial en Bretton Woods hasta los atentados contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001. En cuanto a mí, mi largo siglo comenzó con la victoria bolchevique, poco antes de que yo naciera, y continuó con las luchas obreras y todos los conflictos políticos y sociales en los que participé.

—Este corto siglo terminó con una derrota colosal.

—Así es. Pero pensaron que era el fin de la historia y que había comenzado la era de una globalización pacificada. Nada más falso, como comprobamos cada día desde hace más de treinta años. Estamos en una época de transición, pero en realidad siempre lo hemos estado. Aunque pase inadvertida, nos encontramos en una nueva época marcada por un resurgimiento mundial de las luchas, contra las cuales se da una respuesta dura. Las luchas obreras han empezado a cruzarse cada vez más con las luchas feministas, antirracistas, en defensa de los inmigrantes y por la libertad de circulación, o con las luchas ecologistas.

—Como filósofo, consigue muy joven la cátedra de Padua. Participa en Quaderni Rossi, la revista del operaismo italiano. Investiga, hace trabajo de base en las fábricas, empezando por la petroquímica de Marghera. Formó parte primero de Potere Operaio y luego de Autonomia Operaia. Vivió el “largo 68 italiano”, empezando por el impetuoso 1969 obrero de Corso Traiano en Turín. ¿Cuál fue el momento político culminante de esta historia?

—Los años setenta, cuando el capitalismo anticipó con fuerza una estrategia para su futuro. A través de la globalización, precarizó el trabajo industrial junto con todo el proceso de acumulación de valor. En esta transición, se pusieron en marcha nuevos polos productivos: el trabajo intelectual, el trabajo afectivo, el trabajo social que construye la cooperación. En la base de la nueva acumulación de valor están también, por supuesto, el aire, el agua, la vida y todos los bienes comunes que el capital ha seguido explotando para contrarrestar el descenso de la tasa de ganancia que estaba padeciendo desde los años sesenta.

—¿Por qué, desde mediados de los años setenta, triunfó la estrategia capitalista?

—Porque faltó una respuesta de izquierdas. De hecho, durante mucho tiempo hubo un desconocimiento total de estos procesos. Desde finales de los años setenta se eliminó toda fuerza intelectual o política, puntual o de movimiento, que intentara mostrar la importancia de esta transformación y que apuntara a la reorganización del movimiento obrero en torno a nuevas formas de socialización y de organización política y cultural. Fue una tragedia. Aquí aparece la continuidad del siglo corto en el tiempo que vivimos ahora. Hubo una voluntad por parte de la izquierda de bloquear el marco político para conservar lo que ya tenía.

—¿Y qué tenía esa izquierda?

—Una imagen poderosa pero ya entonces insuficiente. Mitificó la figura del obrero industrial sin darse cuenta de que éste quería algo muy distinto. No quería amoldarse a la fábrica de Agnelli, sino destruir su organización; quería construir automóviles para ofrecérselos a los demás sin esclavizar a nadie. En Marghera no querían morir de cáncer ni destruir el planeta. Esto es básicamente lo que Marx escribió en la Crítica del Programa de Gotha: contra la emancipación a través del trabajo convertido en mercancía que auspiciada por la socialdemocracia y por la liberación de la fuerza de trabajo del trabajo convertido en mercancía. Estoy convencido de que la dirección emprendida por la Internacional Comunista —de manera evidente y trágica con el estalinismo, y después de forma cada vez más contradictoria e impetuosa— destruyó el deseo que antes había movilizado masas gigantescas. Para toda la historia del movimiento comunista, aquella fue la batalla.

—¿Qué se enfrentaba en ese campo de batalla?

—Por un lado, estaba la idea de liberación. En Italia, estuvo iluminada por la resistencia contra el nazifascismo. La idea de liberación se proyectaba en la propia Constitución, tal y como la interpretamos entonces de jóvenes. Y aquí no restaría importancia a la evolución social de la Iglesia católica que culminó en el Concilio Vaticano II. Por otra parte, estaba el realismo, heredado de la socialdemocracia por el Partido Comunista Italiano, el de Amendola y los togliattianos de distinto pelaje. Todo empezó a desmoronarse en los años setenta, precisamente cuando, por el contrario, había la posibilidad de inventar una nueva forma de vida, una nueva forma de ser comunistas.

—Sigue definiéndose comunista. ¿Qué significa serlo hoy?

—Lo que significaba para mí de joven: conocer un futuro en el que habríamos conquistado el poder de ser libres, de trabajar menos, de querernos. Estábamos convencidos de que conceptos burgueses como libertad, igualdad y fraternidad podían materializarse en las consignas de cooperación, solidaridad, democracia radical y amor. Lo pensábamos y lo hacíamos, y así lo pensaba la mayoría que votaba a la izquierda y la hacía existir. Pero el mundo era y es insoportable, tiene una relación contradictoria con las virtudes esenciales del vivir juntos. Sin embargo, esas virtudes no se pierden, se adquieren con la práctica colectiva y van acompañadas de la transformación de la idea de productividad, que no significa producir más mercancías en menos tiempo, ni hacer guerras cada vez más devastadoras. Al contrario, se trata de dar de comer a todo el mundo, de modernizar, de hacer felices a las personas. El comunismo es una pasión colectiva alegre, ética y política que lucha contra la trinidad de la propiedad, las fronteras y el capital.

—Las detenciones del 7 de abril de 1979, primer momento de la represión del movimiento de autonomía obrera, supuso un antes y un después. Por diferentes motivos, en mi opinión, también lo fue para la historia del manifesto, gracias a una vibrante campaña garantista que duró años, un caso periodístico único llevado a cabo con militantes del movimiento, un grupo de intelectuales valientes y el Partido Radical. Ocho años después, el 9 de junio de 1987, cuando se vino abajo el castillo de acusaciones cambiantes y carentes de fundamento, Rossana Rossanda escribió que se trataba de una “reparación tardía y parcial de tantas cosas irreparables”. ¿Qué significa todo esto para usted hoy?

—Fue sobre todo el signo de una amistad que nunca fue traicionada. Rossana era para nosotros una persona de una generosidad increíble. Aunque, en un momento dado, ella también se detuvo: no era capaz de hacer responsable al PCI de aquello en lo que el PCI se había convertido.

—¿En qué se había convertido?

—En un opresor. Masacró a quienes denunciaban el aprieto en que se había metido. En aquellos años se lo dijimos muchos. Había otro camino, que consistía en escuchar a la clase obrera, al movimiento estudiantil, a las mujeres, a todas las nuevas formas en las que se organizaban las pasiones sociales, políticas y democráticas. Propusimos una alternativa de forma honesta, limpia y masiva. Formábamos parte de un enorme movimiento que llenó las grandes fábricas, las escuelas, las generaciones. La cerrazón por parte del PCI hizo surgir el extremismo terrorista. Terminamos pagándolo todo y a un precio altísimo. Solo yo estuve un total de catorce años en el exilio y once y medio en la cárcel. Il Manifesto siempre defendió nuestra inocencia. Era un auténtico disparate que a mí y a otros militantes de la Autonomía se nos acusara del secuestro de Aldo Moro o de haber asesinado a otros compañeros. Sin embargo, en la campaña de reivindicación de nuestra inocencia, que fue valiente e importante, se dejó en el fondo un aspecto sustancial.

—¿Cuál?

—Fuimos políticamente responsables de un movimiento mucho más amplio contra el “compromiso histórico” entre el PCI y la Democracia Cristiana. Contra nosotros hubo una respuesta policial de la derecha, y esto se entiende. Por el contrario, lo que no se quiere entender es la cobertura que el PCI dio a esta respuesta. En el fondo, tenían miedo de que cambiara el horizonte político de clase. Si no se comprende este nudo histórico, ¿cómo puede uno quejarse de la inexistencia de una izquierda en la Italia actual?

—La operación del 7 de abril, y el llamado “teorema Calogero” [por el fiscal instructor del caso], se consideraron como un paso hacia la conversión de una parte no despreciable de la izquierda al “justicialismo” y a la delegación de la política en el poder judicial. ¿Cómo fue posible caer en semejante trampa?

—Cuando el PCI sustituyó la centralidad de la lucha económica y política por la lucha moral, y lo hizo a través de jueces que gravitaban a su alrededor, puso fin a su trayectoria. ¿Creían de veras que estaban utilizando el justicialismo para construir el socialismo? El justicialismo es una de las cosas más apreciadas por la burguesía. Es una ilusión devastadora y trágica que impide ver el uso clasista del derecho, la cárcel o la policía contra los subalternos. En aquellos años los jueces jóvenes también cambiaron. Antes eran muy distintos. Se les llamaba “jueces de asalto”. Recuerdo los primeros números de la revista Democrazia e Diritto, en la que yo también colaboré. Me llenaban de alegría porque hablábamos de la justicia de masas. Luego la idea de justicia se declinó de forma muy diferente, regresó a los conceptos de legalidad y legitimidad. Y en el poder judicial dejó de haber un posicionamiento político, sólo quedaron coaliciones entre corrientes. De esta suerte, hoy tenemos una Constitución reducida a un paquete de normas que ya ni siquiera se corresponden con la realidad del país.

—En prisión continuó la batalla política. En 1983 escribió en la cárcel un documento, publicado por Il Manifesto, titulado Do you remember revolution? Hablaba de la originalidad del 68 italiano, de los movimientos de los años setenta que no podían reducirse a los “años de plomo”. ¿Cómo vivió aquellos años?

—Aquel documento decía cosas importantes con cierta timidez. Creo que decía más o menos las cosas que acabo de recordar. Fue un periodo duro. Estábamos dentro, teníamos que salir de alguna manera. Te confieso que en aquel inmenso sufrimiento para mí era mejor estudiar a Spinoza que pensar en la absurda oscuridad en la que nos habían encerrado. Escribí un extenso libro sobre Spinoza y aquello fue una especie de acto heroico. No podía tener más de cinco libros en mi celda. Y cambiaba continuamente de cárcel de máxima seguridad: Rebibbia, Palmi, Trani, Fossombrone, Rovigo. Cada vez en una celda nueva con gente nueva. Esperando durante días y volviendo a empezar. El único libro que llevaba conmigo era la Ética de Spinoza. Tuve la suerte de terminar mi texto antes de la revuelta en la cárcel de Trani en 1981, cuando las fuerzas especiales lo destruyeron todo. Estoy contento de que aquel libro produjera una sacudida en la historia de la filosofía.

—En 1983 fue elegido diputado y salió de la cárcel durante unos meses. ¿Qué piensa del momento en que votaron en el parlamento a favor de su regreso a prisión y decidió exiliarse en Francia?

—Todavía sufro mucho por ello. Si tengo que hacer un juicio histórico y desapegado, creo que hice bien en marcharme. En Francia fui útil para establecer relaciones entre generaciones y pude estudiar. Tuve la oportunidad de trabajar con Félix Guattari y conseguí entrar en los debates del momento. Me ayudó mucho a comprender la vida de los sin papeles. Yo también lo fui: daba clases aunque no tenía carné de identidad. Me ayudaron los compañeros de la Universidad de París 8. Pero en otros aspectos pienso que me equivoqué. Me estremece profundamente haber dejado en la cárcel a mis compañeros, aquellos con los que viví los mejores años de mi vida y las revueltas en cuatro años de prisión preventiva. Me sigue doliendo haberlos dejado. Aquella cárcel destrozó la vida de compañeros a los que quería muchísimo y en muchos casos también la de sus familias. Tengo noventa años y me he salvado. Pero eso no me aporta más serenidad ante aquel drama.

—Rossanda también le criticó…

—Sí, me pidió que me comportara como Sócrates. Le respondí que precisamente corría el peligro de acabar como el filósofo. Las relaciones en la cárcel eran tales que podían haberme costado la vida. [Marco] Pannella me sacó materialmente de la cárcel y luego me echó la culpa de todo porque no quería volver. Mucha gente me engañó. Rossana me lo advirtió ya entonces y tal vez tuviera razón.

—¿Lo hizo en alguna otra ocasión?

—Sí, cuando me dijo que no volviera a Italia desde París en 1997, después de 14 años de exilio. La última vez que la vi antes de irme fue en un café cerca del Museo de Cluny, el museo nacional de la Edad Media. Me dijo que le daban ganas de atarme con una cadena para que no subiera al avión.

—¿Por qué decidió entonces volver a Italia?

—Estaba convencido de que iba a luchar por la amnistía para todos los compañeros de los años setenta. En aquel momento estaba en marcha [el acuerdo de reforma constitucional de] la Bicamerale, parecía posible. Estuve seis años en la cárcel, hasta 2003. Quizá Rossana tenía razón.

—¿Qué recuerdos tienes hoy de ella?

—Recuerdo la última vez que la vi en París. Una amiga muy dulce, estaba preocupada por mis viajes a China, temía que me pasara algo. Era una persona maravillosa, entonces y siempre.

—Anna Negri, su hija, escribió Con un pie atrapado en la historia (DeriveApprodi), que cuenta esta historia desde el punto de vista de los afectos y de otra generación.

—Tengo tres hijos maravillosos, Anna, Francesco y Nina, que han sufrido lo indecible por lo ocurrido. He visto la serie de Bellocchio sobre Moro y sigo sin salir de mi asombro de que me culparan de aquella increíble tragedia. Pienso en mis dos primeros hijos, que entonces iban a la escuela. Algunos los veían como los hijos de un monstruo. Estos chicos, de una manera u otra, vivieron acontecimientos enormes. Se fueron de Italia y volvieron, tuvieron que sufrir aquel largo invierno en sus propias carnes. Lo mínimo es que sientan cierta rabia hacia los padres que les pusieron en esa situación. Y yo tengo una cierta responsabilidad en esa historia. Hemos vuelto a ser amigos. Eso para mí es un regalo de una belleza inmensa.

—A finales de los años noventa, coincidiendo con los nuevos movimientos globales, y luego contra la guerra, pasó usted a ser una voz reconocida junto a Michael Hardt a partir de Imperio. ¿Cómo definiría hoy la relación entre filosofía y militancia, en un momento de vuelta a las disciplinas especializadas y a las ideas reaccionarias y elitistas?

—Me resulta difícil responder a esta pregunta. Cuando me dicen que tengo una obra, respondo: ¿una obra lírica? ¿Pero tú te crees? Me da risa. Porque soy más militante que filósofo. A algunos les hará gracia, pero yo me veo como Papageno.

—Pero lo cierto es que ha escrito muchos libros.

—He tenido la suerte de estar a medio camino entre la filosofía y la militancia. En los mejores periodos de mi vida he pasado permanentemente de una a otra. Esto me ha permitido cultivar una relación crítica con la teoría capitalista del poder. Pivotando sobre Marx, pasé de Hobbes a Habermas, pasando por Kant, Rousseau y Hegel. Gente lo bastante seria como para tener que combatirla. Frente a esto, la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx era una alternativa real. Insisto: para mí la historia de la filosofía no es una especie de texto sagrado que ha mezclado todo el saber occidental, de Platón a Heidegger, con la civilización burguesa y ha transmitido conceptos funcionales al poder. La filosofía forma parte de nuestra cultura, pero debe utilizarse para lo que es necesario, es decir, para transformar el mundo y hacerlo más justo. Deleuze hablaba de Spinoza y recordaba la iconografía que lo representaba como Masaniello. Ojalá fuera así en mi caso. Incluso ahora que tengo 90 años, sigo teniendo esa relación con la filosofía. Vivir la militancia es menos fácil, pero consigo escribir y escuchar, en una situación de exiliado.

Antonio Negri, filósofo comunista, ha cumplido este mes 90 años de edad. / Foto: Judith Revel.

—¿Exiliado, todavía, hoy?

—Un poco, sí. Pero es un exilio diferente. Depende del hecho de que los dos mundos en los que vivo, Italia y Francia, tienen dinámicas de movimiento muy diferentes. En Francia, el operaismo no ha tenido mucha repercusión, aunque hoy se está redescubriendo. La izquierda de movimiento en Francia siempre ha estado dirigida por el trotskismo o el anarquismo. En los años noventa, con la revista Futur antérieur, junto a mi amigo y compañero Jean-Marie Vincent, encontramos una mediación entre gauchisme y operaismo: funcionó durante unos diez años. Pero lo hicimos con mucha prudencia. Dejamos el juicio sobre la política francesa a nuestros compañeros franceses. El único editorial importante de la revista escrito por italianos fue el de la gran huelga de los ferroviarios de 1995, que tanto se parecía a las luchas italianas.

—¿Por qué el operaismo tiene hoy una resonancia mundial?

—Porque responde a la necesidad de resistencia y de resurgimiento de las luchas, como en otras culturas críticas con las que dialoga: feminismo, ecología política, crítica poscolonial, por ejemplo. Y también porque no es la costilla de nada ni de nadie. Nunca lo fue, ni fue un capítulo de la historia del PCI, como quieren creer algunos. Es más bien una idea precisa de la lucha de clases y una crítica de la soberanía que coagula el poder en torno al polo patronal, propietario y capitalista. Pero el poder siempre está escindido, y siempre está abierto, incluso cuando parece no haber alternativa. Toda la teoría del poder como extensión de la dominación y de la autoridad hecha por la Escuela de Frankfurt y sus evoluciones recientes es falsa, aunque por desgracia siga siendo hegemónica. El operaismo echa por tierra esa lectura brutal. Es un estilo de trabajo y de pensamiento. Retoma la historia desde abajo como algo construido por grandes masas que se mueven, busca la singularidad en una dialéctica abierta y productiva.

—Siempre me han llamado la atención tus constantes referencias a Francisco de Asís. ¿De dónde viene ese interés por el santo y por qué lo adoptó como ejemplo de su alegría de ser comunista?

—Desde que era joven se reían de mí porque utilizaba la palabra amor. Me tomaban por un poeta o un iluso. Al contrario, siempre he pensado que el amor es una pasión fundamental que mantiene en pie al género humano. Puede convertirse en un arma para vivir. Vengo de una familia que lo pasó muy mal durante la guerra y que me enseñó un afecto con el que aún vivo. Francisco es en el fondo un burgués que vive en una época en la que ve la posibilidad de transformar la propia burguesía y hacer un mundo en el que la gente se ame y ame a los seres vivos. Para mí la referencia a Francisco es como la referencia a los Ciompi en Maquiavelo. Francisco es el amor frente a la propiedad: exactamente lo que podríamos haber hecho en los años setenta, dando la vuelta a aquel desarrollo y creando un nuevo modo de producir. Francisco nunca ha sido suficientemente retomado, ni se ha tenido en cuenta en su justa medida la importancia que el franciscanismo ha tenido en la historia de Italia. Lo cito porque quiero que palabras como amor y alegría entren en el lenguaje político.

[Esta entrevista se publicó originalmente en Il Manifesto. Retomada por CTXT / Revista Contexto, con la traducción de Raúl Sánchez Cedillo, la reproducimos aquí bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0]

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