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Hablarles a los animales

Abril, 2024

Lo que nos distingue de los animales no es tanto el habla como nuestra capacidad narrativa; y esto, por ejemplo, está íntimamente vinculado con la cultura y no con las cogniciones, escribe Juan Soto en esta entrega de su ‘Modus Vivendi’. Así, se pregunta: ¿qué podrán suponer todos aquellos extraños seres que les hablan a los animales como si fuesen personas? ¿Qué impulso o motivación les lleva a proferirles mensajes de afecto como si de niños pequeños se tratara? No. Algo no marcha bien en una sociedad donde la gente llena sus vacíos emocionales y existenciales con animales.

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Sin mucho sustento epistemológico, en las aulas de clase se escucha repetir a los profesores menos informados que una de las cosas que nos diferencia de los animales es el lenguaje. Ese estribillo atrapabobos, entre psicológico y sociológico, se ha repetido tantas veces que es posible que hasta usted ya se lo haya aprendido. No obstante, haciendo un ejercicio de memoria, podremos recordar que ese conocido e influyente psicólogo del Siglo XX, Jerome Bruner, nos enseñó que el principio de organización de la psicología popular —una psicología presente en todas las culturas— era narrativo, no conceptual. Gracias a su referencia a Jean Mandler sabemos que lo que no se estructura de forma narrativa se pierde en la memoria. Y aclaró que narrar una historia equivalía a ver el mundo tal como se encarna el mito en la historia, ya que, con el paso del tiempo, compartir historias comunes crea una comunidad de interpretación. Señaló, inteligentemente, que el talento narrativo nos ofrece un repertorio de narraciones en que abrevar y que si no logramos hacerlo por nuestra cuenta podemos recurrir a recursos institucionales como el cura, el psicoanalista o la góndola del supermercado ya que todos estos tienen alternativas para ofrecer. Entramos en el lenguaje y no al revés. Es cierto, el dominio de las formas gramaticales y léxicas son importantes para construir y ligar frases. Pero parece no ser tan importante aprender a hablar como aprender a narrar. Lo que nos distingue de los animales no es tanto el habla como nuestra capacidad narrativa y eso está íntimamente vinculado con la cultura y no con las cogniciones, por ejemplo. Bruner se encargó de demostrar cómo la cultura nos equipa con poderes narrativos gracias al conjunto de herramientas que la caracterizan y a las tradiciones de contar e interpretar en las que comenzamos a participar desde pequeños. Contar historias es superior a repetir palabras sueltas o formar oraciones. Y en la medida en que narrar es algo muy distinto a exponer, se convierte en un acto retórico.

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Que el pensamiento sea una conversación que cada persona sostiene en silencio o que los niños aprendan a pensar cuando aprenden a hablar, no son ideas nuevas para cualquiera que haya leído al sociólogo estadounidense Charles Horton Cooley durante su formación universitaria. Que el pensamiento sea una conversación gestual que sostenemos con nosotros mismos la debió haber entendido cualquier estudiante de sociología o psicología social de los cursos básicos que haya leído a una de las figuras más importantes de la escuela de Chicago, George Herbert Mead. Y cualquiera que haya estudiado seriamente a Michael Billig, el destacado exprofesor de la Universidad de Loughborough, sabrá que, en los Diálogos de Platón, la idea de que pensar y hablar son la misma cosa, ya aparecía ahí. Es decir, la idea de que el pensamiento es una conversación con uno mismo es añeja.

Considerar al pensamiento como un fenómeno conversacional hace diferencia con otras concepciones psicológicas en muchos sentidos, pero principalmente porque gracias a esta consideración se puede entender que el habla es una forma de acción y no un mero traductor de sentimientos o pensamientos. Hablar y pensar, puestas así las cosas, son lo mismo. Es en el habla donde construimos la agencia y la responsabilidad del hablante. Mediante el habla nos posicionamos. Las cosas que decimos tienen consecuencias sobre nuestras vidas y nuestros sistemas de relaciones. Es más, eso que denominamos yo, desde esta concepción, no resulta ser una estructura cognitiva privada y personal como lo consideran distintas versiones psicológicas, incluido el psicoanálisis. Al yo se le considera un discurso. Esta idea la impulsó Kenneth Gergen, el brillante y distinguido psicólogo del Swarthmore College. Gracias a esta y otras ideas afines, sabemos que usamos historias para hacernos comprensibles. Que contamos nuestras vidas como historias. Y que nuestras relaciones con otros se viven de forma narrativa. Para decirlo fuerte y claro, nuestras vidas son, al fin y al cabo, eventos narrativos. Son relatos construidos por nosotros mismos que adoptan una forma literaria —lírica, épica, dramática. Y las más de las veces la adoptan sin que nosotros podamos darnos cuenta de ello.

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Ahora bien, después de haber leído todo esto, preguntémonos con toda sensatez: ¿qué podrán suponer todos aquellos extraños seres que les hablan a los animales como si fuesen personas? ¿Qué impulso o motivación les llevará a simular exóticas voces para proferirles mensajes de afecto a sus mascotas mientras las estrujan, las acarician y las besan como si de niños pequeños o bebés se tratara? Sin la presuposición de que pueden entrar en relaciones y acciones recíprocas con los animales como si fuesen sus semejantes y sin la presuposición de que pueden hacerse entender por ellos, no se atreverían a tanto. Hablarles a los animales, que es una práctica común de nuestros tiempos, aunque no nueva, implica no sólo decirles cosas —como darles órdenes para que no se alejen o vayan por sus juguetes—, sino decírselas de maneras muy particulares. Utilizar diminutivos para proferirles afectos con voces verdaderamente ridículas es uno de tantos ejemplos. Si ya de por sí es un tanto dislocado hablarles a los animales, imagínese lo que significa hacerlo con voces deliberadamente aniñadas.

Desgraciadamente vivimos en una época en la que, a veces, es difícil distinguir si las personas les están hablando a sus semejantes o a sus mascotas. Si uno no se asoma por el balcón a chismosear cuando escucha cómo la gente regaña a sus mascotas porque no obedecen o hacen travesuras, difícilmente podría saber que las personas les están hablando a sus animales y no a otros seres humanos. No obstante, para consuelo de muchos, esa especie de fantasía cultural de poder establecer comunicación con los animales ha estado presente en la literatura, el cine, las series de televisión, los dibujos animados, los cómics y hasta en las canciones.

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De acuerdo con la clasificación estándar de Aarne-Thompson, que es un sistema para clasificar cuentos, existe una variedad de cuentos de animales (1-299), que van desde los cuentos de animales salvajes hasta los cuentos de animales domésticos, pasando por los de humanos y animales salvajes. Cualquiera que haya sido salpicado por un poco de cultura general podrá recordar que hasta en los denominados cuentos clásicos, que no son precisamente de animales, éstos llegan a jugar un papel importante en su trama para que las historias lleguen a buen término. Los cuentos de animales, en sus diferentes modalidades, han ocupado un sitio emblemático en los dominios de la imaginación literaria. Quizá como una forma de acariciar esa fantasía cultural. Quizá como una forma de consuelo para que esas personas que les hablan a sus mascotas no se sientan solas o un poco dislocadas.

Con el afán de tratar de hacer realidad dicha fantasía, los progresistas de espíritu hípster han construido discursivamente a sus mascotas como miembros de sus familias llamándolos perrhijos y gathijos —no hay una nominación ¿coherente? para las gallinas, las mosquitas de la fruta, las tarántulas o las serpientes. Sin querer molestar a nadie en concreto, podemos decir que algo no marcha bien en las sociedades cuando algunas especies animales tienen ciertos privilegios — llamados eufemísticamente derechos—, especialmente porque estos últimos se ganan, se defienden y se lucha por ellos. Algo no marcha bien en una sociedad donde una generación a la que podemos llamar Walt Disney —porque le habla y trata a los animales como si fuesen personas— disfraza su zoofilia de progresismo y buenondismo. Algo no marcha bien en una sociedad donde la gente llena sus vacíos emocionales y existenciales con animales —nunca mejor dicho— de compañía. Algo no marcha bien en una sociedad donde existen los psicólogos de perros. Algo no marcha bien en una sociedad donde a las mascotas se les celebran sus cumpleaños, con todo y sus amiguitos de invitados. Algo no marcha bien en una sociedad donde existe un sinfín de páginas web en las que se dan consejos para hablarles a los animales. Algo no marcha bien en una sociedad donde existen personas que aseguran que con cierto entrenamiento la comunicación interespecies es posible.

El problema parece ser más grave de lo que podríamos pensar; no es sólo que los humanos les hablen a los animales, sino que ahora se trata de demostrar a toda costa que ellos pueden hablarles a los humanos en su propio lenguaje humano para manifestarles afecto. ¿No se enternecería usted al saber que su mascota es capaz de decirle I love you? En inglés, por supuesto. Y bueno, de la industria triunfante que se ha consolidado en torno a este vulgar antropomorfismo, mejor hablamos luego. ¿Usted podría considerar que alguien que les habla a las mosquitas de la fruta es un buen candidato para el internamiento psiquiátrico? ¿Por qué alguien que les habla a los perros y a los gatos no lo es?

Epílogo: si no ha leído el bonito texto de Pablo Fernández Christlieb acerca de los perrhijosque se publicó también aquí en SDE, es buen momento. Ya sea para seguirse riendo o incomodarse más…

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