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La (curiosa) historia del descubrimiento de la anestesia gaseosa

La búsqueda de remedios contra el dolor ha sido constante desde los albores de la humanidad. El primer gas anestésico, sin embargo, no llegaría hasta finales del siglo XVIII. 


Francisco López-Muñoz


La búsqueda de remedios paliativos contra el dolor por parte de médicos y sanadores ha sido una constante desde los albores de la humanidad: opio, cannabis, coca, solanáceas, alcohol. Sin embargo, el nacimiento de la anestesia gaseosa, que supuso la gran revolución de la cirugía, no tuvo lugar hasta mediado el siglo XIX. El término “anestesia” (del griego anaisqhsia) es atribuido a Oliver W. Holmes (1846) y viene a significar “sin sensibilidad”.

Durante el siglo XVIII florecieron las disciplinas químicas y nació la denominada “medicina neumática”, con el descubrimiento de una gran cantidad de gases. Entre ellos, cabe mencionar el óxido nitroso (aire nitroso flogisticado), descubierto en 1775 por el químico inglés Joseph Priestley al tratar, en caliente, limaduras de hierro con ácido nítrico.

Este sería el primer gas anestésico de la historia.

El “gas de la risa” y el éter

Sin embargo, sería el joven químico Humphry Davy quien descubriría las propiedades anestésicas del óxido nitroso, denominado también protóxido de ázoe. Lo hizo al experimentar en sí mismo, en 1796, los efectos de dicho gas en el alivio de un dolor odontológico. En su libro de 1800 especuló con la posibilidad de que el nuevo gas pudiera tener una importante utilidad en cirugía, dada su capacidad analgésica.

Circunstancias parecidas concurrieron con respecto al éter. Un ayudante y alumno de Davy, Michael Faraday, estudió las propiedades del éter y advirtió que su capacidad para inducir un estado de insensibilidad letárgica era muy parecida a la del óxido nitroso. Esta observación fue publicada en la revista Quarterly Journal of Science and the Arts, en 1818, pero también pasó prácticamente desapercibida para la comunidad científica.

De esta forma, tanto el protóxido de ázoe como el éter no encontraron su hueco terapéutico y acabaron obteniendo un gran éxito como sustancias de uso recreativo. De hecho, el óxido nitroso, por su capacidad euforizante, alcanzó una enorme popularidad como “gas hilarante” o “gas de la risa” en reuniones de la alta sociedad y, posteriormente, en el ámbito circense.

Por su parte, el éter se tornó en una bebida euforizante, competencia directa de las bebidas alcohólicas y dispensada también en tascas y tabernas, llegando a ocasionar en algunos países, como Irlanda, una auténtica epidemia de “eteromanía”.

Los dentistas entran en acción

El verdadero desarrollo de la anestesia gaseosa se lo debemos al colectivo de los dentistas. Estos profesionales estaban muy preocupados, por razones obvias, en mejorar la atención y fidelidad de unos pacientes muy castigados por los procesos dolorosos.

De hecho, la recuperación para la ciencia médica de las propiedades anestésicas del protóxido de ázoe y del éter se debe a dos dentistas norteamericanos, Horace Wells y Williams T.G. Morton. Como sucedió con otras grandes aportaciones a la historia de la medicina, en esta historia, plagada de controversias, intervino la serendipia de forma crucial.

En 1844, ejerciendo en la localidad de Hartford, Wells acudió a una representación del famoso Circo Barnum. Este ofrecía, entre otras atracciones, una sesión de gas hilarante dirigida por un farmacéutico ambulante llamado Gardner Q. Colton.

Los grandes pioneros de la historia de la anestesia gaseosa fueron Horace Wells (1815-1848), dentista considerado como el verdadero descubridor de la anestesia quirúrgica moderna (A), Williams T. Green Morton (1819-1868), cirujano dentista e introductor en clínica de la anestesia con éter (B), y Charles Thomas Jackson (1805-1880), químico, médico y geólogo, quien aconsejó a Morton el uso del éter sulfúrico en la práctica clínica (C).

El azar quiso que un vecino del pueblo, Samuel Cooley, sufriera una aparatosa herida durante la sesión, sin mostrar ningún tipo de dolor mientras duraban los efectos del gas. Wells rápidamente vio la posible utilidad de esta sustancia en el ejercicio de su profesión y solicitó a Colton que acudiera a su consulta para aplicarle el gas a él mismo y dejarse extraer una pieza dentaria.

Dado el éxito de la intervención, Wells empleó habitualmente el óxido nitroso en su consulta y finalmente convenció a un prestigioso cirujano del Massachusetts General Hospital de Boston, John C. Warren, para realizar una demostración pública de los efectos del gas en una intervención quirúrgica. Esta demostración con el protóxido de ázoe tuvo lugar el 20 de enero de 1845 y acabó en un rotundo fracaso, pues Wells carecía de la suficiente pericia en el procedimiento de aplicación y el paciente despertó gritando de dolor durante la intervención de amputación de un miembro.

Conocedor de los experimentos de su colega Wells, Morton comenzó a investigar, infructuosamente, sobre los efectos del éter en los animales. Por este motivo, consultó a su profesor de química, Charles T. Jackson, quien le recomendó el uso de éter sulfúrico puro.

Con esta sustancia y un aparato para su aplicación, diseñado por el propio Morton, pudo efectuar una extracción dentaria sin dolor y solicitar una nueva demostración pública en el mismo Massachusetts General Hospital. Esta tuvo lugar el 16 de octubre de 1846, en un paciente con un tumor cervical, que fue intervenido por Warren con un enorme éxito. El paciente, Gilbert Abbott, permaneció inconsciente e inmóvil durante toda la intervención. Ese día pasó a la historia como el nacimiento de la anestesia quirúrgica.

Sin embargo, Morton, en un intento de proteger sus derechos de patente, ocultó la naturaleza de su invento, aduciendo que era una nueva sustancia descubierta por él, a la que llamó Letheon. Este hecho no solamente retrasó la difusión de la anestesia, sino que inició una confrontación directa con Jackson, que reclamaba la paternidad del descubrimiento y divulgó su verdadera naturaleza (éter sulfúrico).

El cloroformo y la obstetricia: Victo dolore

Un año después de estos hechos tuvo lugar la introducción clínica del cloroformo en anestesiología. Este agente fue descubierto en 1831 de forma casi simultánea por tres grupos de investigación independientes.

En 1847, el químico inglés David Waldie sugirió al ginecólogo James Y. Simpson, conocido como “el partero de Edimburgo”, la posible utilidad del cloroformo, previamente ensayada en animales de laboratorio, como anestésico general. Aunque Simpson ya había empleado el éter en partos complicados con buenos resultados, decidió conocer personalmente los efectos del cloroformo y lo inhaló, junto a dos amigos, en una habitación de su domicilio.

El efecto fue tan manifiesto que decidió aplicarlo en las labores de parto, así como en intervenciones quirúrgicas ginecológicas, con gran éxito, presentando un informe positivo sobre esta sustancia a la Sociedad Médico-Quirúrgica de Edimburgo ese mismo año de 1847. En 1866, Simpson fue nombrado caballero y la reina le concedió una baronía, y estableció como lema de su escudo de armas Victo Dolore (“victoria sobre el dolor”).

Pero este gran avance médico no estuvo exento de polémica, pues el sector más intransigente y calvinista de la sociedad escocesa se opuso abiertamente al cloroformo, aduciendo la maldición bíblica recaída sobre Eva: “Multiplicaré en gran medida tus dolores y tus preñeces y parirás a tus hijos con dolor”.

No obstante, cuando el ginecólogo de la corte inglesa John Snow aplicó este gas en el parto del séptimo hijo (Leopoldo) de la Reina Victoria, en 1854, se aplacó la ira de los integristas y se comenzó a considerar la anestesia como un importante avance social. Snow es considerado, en la actualidad, como el primer anestesista de la historia. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el cloroformo adquirió una gran popularidad y desplazó paulatinamente al éter como anestésico general preferido por la mayor parte de los cirujanos.

Cuando los protagonistas no acaban bien

La historia de la anestesia parece haber arrastrado, en palabras de algunos autores, una especie de maldición, a modo de venganza divina por la violación del clásico axioma “divinum est sedare dolore” (divino es eliminar el dolor), que parece haber marcado el trágico destino de los pioneros de la anestesia gaseosa.

Priestley murió exiliado en Estados Unidos; Davy, intoxicado por sus propias creaciones; Morton, arruinado; Jackson, completamente loco en un manicomio; y Wells, adicto al cloroformo, acabó suicidándose en prisión tras ser condenado por arrojar ácido a dos mujeres.

En cualquier caso, la aportación de Wells a la medicina puede ser considerada como una de las más relevantes de la historia. Al erradicar el dolor durante las intervenciones quirúrgicas, permitió el desarrollo de la cirugía, tal como la conocemos en la actualidad.

Francisco López-Muñoz.
Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela.

Fuente: The Conversation.

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