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Las jiras

La novela de Federico Arana cumple 50 años de ver la luz; a manera de celebración, reproducimos un fragmento de este clásico mexicano.

Marzo, 2023

Publicada en marzo de 1973 —hace ahora 50 años—, Las jiras, la novela de Federico Arana, es ya un clásico de la literatura mexicana contemporánea —así, en general—, pero, también, es ya un clásico de la literatura rockera; una obra que le significó, además, ganar con ella el Premio Xavier Villaurrutia. Con una pluma ágil y desenfadada, Arana resume en Las jiras el desencanto de una generación. A manera de celebración, reproducimos con autorización del autor un fragmento del libro.


Las jiras
(Fragmento)


I

Creo —empecé a contarle a Margaret— que la culpa de todo la tuvo el ambiente de la música pop. Hace años formé el grupo con unos compañeros de la escuela. Entonces nos llamábamos “The Happy Boys Blues Band Revelation”, pero el baterista se separó robándonos el nombre, así que nos convertimos en “Los hijos del Ácido”. Este nombre lo sugirió el Foco, como ocurrencia suya, pero después descubrimos que en Acapulco había un grupo homónimo en el que tocaba un primo suyo; por ello, cuando íbamos por aquellos lares, actuábamos con el nombre de “La Tropa Maldita”.

Dedicarse a rocanrolero es agradable, por el dinero (fácil), las chicas (predispuestas), la popularidad, los viajes… Lo malo es que hay que rozarse con tipos como el Blondidudi, el Cerdo y el Foco, verdaderos indeseables.

El Cerdo era el baterista del grupo; se llama Guillermo Reyes y es hijo de un mesero que gana mucho. Su hermano mayor es agente de tránsito y el otro líder de la porra en la Escuela Nacional Preuniversitaria de la Universidad Nacional Independiente de la Nación; ambos ganan también mucho dinero.

El Cerdo toca la batería con bastante soltura. Entró en el conjunto cuando se salió el Javier; está casado y tiene tres cerditos iguales a él; es decir, gordos, morenos, cínicos y maleducados. Últimamente le había dado por el maoísmo y el cheísmo, pero lo que más ama en el mundo son sus tambores. Tenía, además, un fetiche, una obsesión: las cruces gamadas, lo cual no es ninguna originalidad, sino lo más corriente en aquellos pagos. Hasta hace poco llevaba una enorme en el parche delantero del bombo, pero el padre del Foco dijo que no le dejaría tocar si no quitábamos “esa monstruosidad”.

—¿Sabe —le dijo— lo que hubieran hecho los nazis con usted? ¿Sabe que nos consideraban en el último grado de la escala racial y que nos hubiera ido peor que a los judíos? Piense un momento, jovencito, piense.

Hay que decir que el señor Huicochea es un ferroviario comunista, hombre muy honrado, cuya mayor desgracia es que su hijo Ulianov sea rocanrolero.

Ulianov es el Foco y toca el bajo eléctrico. Su personalidad mimética, inmadura y cínica es comprensible; su padre, cuando no está en la cárcel, se pasa la vida en mítines y reuniones de partido, y su madre es, según sus amigas, una ninfómana sin sombra de pudor. Una vez nos la encontramos en un cabaret con un muchacho de nuestra edad y tuvo la “decencia” de presentárnoslo.

El Blondidudi es un tipo asimétrico, flaco y feo como él solo y granujiento además; debe medir uno cincuenta, cuando mucho. Sufre una especie de tartamudeo capaz de irritar a la paciencia misma y le sudan las manos exageradamente. Su morbosa devoción por el conjunto le llevó a hacer toda clase de méritos para ser nuestro secretario. Al principio nos hacía obsequios, conseguía mota, limpiaba los instrumentos y no paraba de lambisconear, luego ofreció su casa para los ensayos, pues nos habían echado de todas partes. Allí conocimos a su hermana, la Mandriluca, y allí la pasamos por las armas a causa de su golfería, sobre todo, de sus escasos catorce años y de su extraña debilidad ante un “¡A que no lo haces !”. Primero la retamos a quitarse la blusa y el sostén y lo hizo; desde aquel día le teníamos muchas ganas. Como de costumbre, el Tamal resultó el predilecto y fue el primero; luego me tocó a mí, pero hubo ciertas dificultades; para los demás resultó imposible por la buena y, de hecho, tuvieron que emborracharla. Esto les sentó muy mal, sobre todo al Cerdo.

—Estoy arrepentido —dijo el Tamal—, si no hubiera sido quinto…

—¡Qué pendejo eres! —contestó el Cerdo—, lo que pasa es que estás enamorado. ¡El Tamal está enamorado de la Mandriluca!

Estoy enamorado de tu mamá, buey, pero ya la voy a mandar a la goma.

Las atenciones de Blondidudi se acentuaron día con día. Llegó a fabricar pancartas y a exhibirlas él mismo por las calles. “Los Hijos del Ácido son los amos”, “El Cerdo es el mejor baterista del mundo” y así por el estilo. No obstante, cada día sentíamos más antipatía por nuestro lacayo, pero al prestar casa y hermana pasó a ser secretario gratuito del conjunto.

II

Terminamos de tocar con bastante mal humor. La acústica de la Pista de Hielo era terrible y la música sonó como un ruido homogéneo, apelmazado, indescifrable. La gente nos había escuchado con indiferencia mientras patinaba y algunos jóvenes sentados en las gradas cercanas al estrado, nos miraban con aire de estar poco convencidos, como dando a entender que “Los Rockin Sputniks” habían tocado mejor.

—Órale, pinche Blondidudi, apúrate a desarmar la batería —dijo el Cerdo.

—¿Quién es el encargado del grupo? —preguntó un tipo de aire siniestro que subió al estrado dejando en retaguardia a diez simios de parecida catadura.

—¡Cómo que el encargado, si no es panadería! —contestó el Cerdo.

—Bueno, el director o lo que sea.

—Habla con el cantante. ¡Oye, Tamal!, este chavo te busca.

Dijo que era jefe de la porra de la Preuniversitaria número 3 y que querían que fuéramos a tocar el próximo sábado. Respondió el Tamal que cobrábamos tres mil pesos y el tipo repuso que no había dinero pero que nos convenía ganar adeptos y que nadie nos fuera a romper los instrumentos y la cara.

—No te preocupes por eso, compadre, nadie nos la va a romper. Ese cuate del pantalón verde es hermano del Margarito, así que no te azotes, no vengas con amenazas. ¡Oye, Cerdo!

—¿Qué onda?

—Nada, que este cuate dice que es porro y quiere que toquemos a la mala.

Nuestro baterista se dirigió a él con aires de perdonavidas:

—¿De qué porra eres, chavo?

—De la tres —respondió nervioso.

—Estás jodido, mano; el jefe de la tres es el Chelelo y es cuate mío; yo soy hermano del Margarito, así que no te adornes y ponte aguzado, no te vaya a dejar motorolo de un tremendo descontón.

—Siendo así no hay bronca, manito, y ya saben que cuando quieran ir a tocar a la escuela estamos a su disposición.

—Ándale, compadre, yo te aviso por telegrama —contestó el Cerdo con zumba.

Este incidente ayudó a que el mal humor se disipara; nos sentíamos satisfechos de nuestra invulnerabilidad y el Cerdo henchido de orgullo: era el influyente, el protector.

—Te cagaste pa’rriba con tener un hermano en la porra, cuate —dijo el Foco.

—Simón —respondió—. Si vieras la vida que se dan los líderes te quedabas con los ojos cuadrados. Sacan lana de todas partes, son respetados por todo el mundo, hasta por la policía; quitan y ponen a los maestros que les da la gana, suspenden las clases cuando quieren y tienen garantizada la inscripción en la Facultad de Leyes. Cuando un profesor se pone perro le dan una madriza o le hablan por teléfono a su mujer y se acabó el problema. Claro que la mayoría de los maestros son unos culeros que en cuanto les sacan la navaja o les amenazan la familia se ponen como el papel. Sí, para ser de la porra hay que tener unos huevos muy grandes, no como ese mono que acaba de irse.

Cuando estuve a solas con el Tamal, me dijo:

—Eso que contó el Cerdo es cierto, y se quedó corto. Las porras son lo más “sano” que te puedas imaginar; son los amos de las escuelas y se la viven fumando mota y cruzándose con pastillas.

—¿Y no les echan la tira?

—Nel, hijo. Tienen el respaldo de peces muy gordos. Además son muchísimos y ya te digo, son verdaderos trogloditas. El año pasado vi dos cosas que pueden darte idea. La primera es que íbamos a hacer las elecciones para la Sociedad de Alumnos; había dos planillas fuertes, la azul-rosada que era de la porra y la verde, del “Grupo Cultural Mao Tse-tung”. Una tarde estaban los del grupo haciendo sus carteles de propaganda en la oficina del mimeógrafo, pues llegaron los porros y les pusieron una madriza del carajo; tres de ellos fueron a dar al hospital, y a las muchachas —una estaba en mi grupo y era tesorera de la planilla— les rompieron la ropa, se las quisieron tirar y las insultaron como a burdeleras.

—¿Y qué les hicieron?

—Lo más que hacen es decir que van a llamar un grupo de psicólogos para que los orienten. Además mandaron porristas de otras escuelas evitando meterse en líos; algún día pagarían el favor. Otro caso: una tarde, varios porristas que iban hasta la madre de mota, destrozaron la cafetería. ¿Sabes cómo rompieron los cristales? ¡A cabezazos!, fíjate si serán bestias. Por si fuera poco le mentaron la madre a todo el mundo: empleados, muchachos, muchachas. A un maestro lo agarraron de los huevos y se los apretaron hasta que hizo lo que le ordenaron: gritar que la mamá del director era puta. Luego se supo que la dueña del café se había negado a seguir pagando protección; por eso fue el ataque. Hacen como gángsters de Chicago. Pero lo más jodido es que fueron a la Delegación de Policía a denunciar el hecho y, ¿sabes qué les dijeron?, que mejor lo olvidaran, que no se buscasen más problemas.

—No me extraña, a mí me han pasado cosas parecidas. ¿Recuerdas aquella vez que la grúa de Tránsito se llevó mi nave? Pues lo primero que hice fue averiguar si lo habían llevado al “corralón”; como dijeron que no, fui a la Delegación y dije: “Quiero levantar un acta por robo de automóvil”. “No se puede, el licenciado está durmiendo”. “Pues despiértelo”. “No nos está permitido…Es un profesionista”. “¿Así que estoy pagando impuestos para que el señor profesionista duerma?”

Interrumpió el Tamal: —Y tú, ¿cuándo has pagado impuestos?

—Nunca, pero de todos modos se dice eso. El caso es que me preguntaron dónde había sido el robo y les dije que en la Alameda, en una calle que está entre Juárez e Hidalgo. “Pero, ¿cómo se llama esa calle?” “Pues no recuerdo, pero ahorita se la busco en el mapa”. “No se puede, el licenciado está durmiendo debajo del mapa”. Si hubiera tenido una bomba ni dudes de que la tiro allí, pero lo que hice fue largarme, no fuera que me acusaran de insultos a la autoridad y me saliera cola. Luego fui a Tránsito, guiado por vaga intuición. Allí estaba mi máquina, sólo que le faltaba la caja de herramientas y la llanta de refacción. No dije nada por que ya sé que es inútil; además, era posible que me las hubieran robado antes, en la calle.

—Es cierto, esto es un desmadre, pero el país va progresando y esas cosas tienden a desaparecer.

—¿Por qué no nos vamos de dioses a los Estados Unidos mientras acaba de progresar? Vivir en un país que no es el propio es lo máximo; sólo por ser extranjero te dan un trato especial, allí son más condescendientes y amistosos; además, si quieres protestar contra tu gobierno apedreas la embajada y no te expones; al revés, pasas por patriota revolucionario, por el papá de los pollitos.

—Sí, compadre, en Estados Unidos van a darte un trato especial, puedes estar seguro, no tan especial como a los negros, pero por el estilo.

—Como quieras, pero aquí estamos estancados, cada vez peor. Te aseguro que no vuelven a llamarnos para la Pista de Hielo, en cambio, fíjate lo bien que le va al Javier.

—Sí, la cosa está redura, pero no puedo largarme, tengo que pensar en mis hijos; además no quiero ir a Vietnam.

—Pues yo voy a largarme; lo de Vietnam no me preocupa. Si me llaman regreso a México como bala y a otra cosa. Eso, en caso de que se deshaga el grupo, lo que no me extrañaría nadita.

—No seas tan pesimista, pinche Amarillo, vas a ver cómo mejoran las cosas. La semana que viene tenemos jira a Tijuana.

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