No se atrofia la vida al detenerse…
La vida abierta
Valeria List
Crece el tiempo
es perceptible desde el cuenco de la oreja:
las uñas
los cedros capilares
los órganos en la jornada del cuerpo
las penínsulas se desprenden de sus gigantes continentes tan quedo como un hombre que se levanta de cama
y el tímpano está pendiente, como un corazón que espera.
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René Char quería que su vieja pesadumbre quedara bien al fondo. Una pena viscosa y oscura hasta abajo del pantano, ahogada, que apenas pudiera vislumbrarse en esporádicas burbujas de recuerdos desafortunados.
Lo que hay que hacer con la pesadumbre es exponerla, sacarla cada vez más, hasta que el sol atraviese el filamento que la esconde bajo el cuerpo y la evapore.
De cualquier modo, Char nunca hubiera podido mandar hasta el fondo la pesadumbre. Lo que yace en nuestra profundidad es pura luz, y eventualmente habrá de devorarnos.
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No se atrofia la vida al detenerse
se desdobla
tantas veces como haya sido oprimida va sacando su humedad
es triste verla
se ha perdido tanto tiempo y sin embargo sigue ahí
por el resto de los años
ya nuestra.
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La vejez manifiesta su inminencia cada rasgo de cansancio la emula.
La autocrítica es condescendiente, la juventud de los otros innegable.
La mentira geográfica también su trama para los tontos inmóvil el transporte
el tiempo de hacer hogar
se memoriza el entramado
se cierran los mapas.
La mentira natural se manifiesta: los tamaños incongruentes la vanidad de dios
los colores de la selva
el mar sitiado por montículos de arena.
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Los árboles nunca se sientan
de vez en cuando alguno se apoya en el de al lado.
Los árboles lloran una vez al año
y dejan su testimonio de hojas sueltas.
No tienen refranes
son un testigo longevo de la cultura humana.
Un día Buda se iluminó bajo uno de ellos
otro día un hombre atropelló el último parado en Teneré.
Todos los brazos de los árboles sirven para detener el cielo
que a veces se cae.
Son una lección de vida y de muerte pero sobre todo de temporalidad.
Los árboles dan a luz muy lejos de sí mismos.