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Ernst H. Gombrich, dos décadas después

Nacido en Viena en 1909 en el seno de una sofisticada familia judía, Ernst Hans Gombrich fue sin duda uno de los historiadores del arte más reconocidos y respetados del siglo XX. Y lo fue, sobre todo, por su extraordinaria capacidad de análisis, su visión novedosa de la creación artística y su talento para hacer compatibles la erudición y la divulgación. Entre su amplísima obra conviene destacar su Historia del Arte —de la que se han hecho multitud de ediciones en diferentes lenguas—, y, desde luego, su Breve historia del mundo —escrita después de finalizar sus estudios universitarios, revisada poco antes de la muerte del autor, y convertida también en un clásico mundial—. El 3 de noviembre de 2001, hace dos décadas, el historiador se marchaba de este mundo. Víctor Roura aquí lo recuerda…


La historia del arte

A los 92 años de edad, el 3 de noviembre de 2001, muere en Londres, Inglaterra, Ernst H. Gombrich, connotado historiador nacido en Viena, Austria, el 30 de marzo de 1909. Su libro La Historia del Arte es imprescindible para los interesados en el desarrollo de la creación plástica a través de los años. Pocos como Gombrich para detallar las sutilezas de la expresión visual.

El libre uso de la razón

Ernst H. Gombrich dice, en su libro Breve historia de la cultura (Océano), que, de paseo en Londres, la conversación con el taxista “recayó en seguida, naturalmente, en torno a la superpoblación de la gran metrópoli”. El conductor se sentía “inclinado a censurar la penuria de atracciones, capaces de competir con las de la gran ciudad, en que se encuentran las ciudades provincianas, que carecen en absoluto de teatros y de salas de conciertos”. De pronto, el taxista expresó que la palabra “cultura” le chocaba, lo que conmovió a Gombrich, pues es de la idea de que, aun sin definirla con exactitud, “todos sabemos lo que quiere decir: al menos todos conocemos a alguien que ha viajado de una cultura a otra, o que incluso ha saltado de un círculo social a otro distinto, experimentando con ello lo que significa hallarse frente a distintas modalidades de vida, ante distintos sistemas de referencia o frente a diversas escalas de valores”.

Aquellos pueblos que permanecieron en mutuo contacto, dice Gombrich, “de forma amistosa u hostil, por fuerza hubieron de topar con barreras de todo tipo (lenguaje, hábito…) que los separaban entre sí. Lo que naturalmente llamó la atención a los testigos de tales situaciones fue, desde luego, cierto rasgo insólito o cierto modo de proceder que contrastaba abiertamente con la norma a la que aquéllos estaban acostumbrados. Al leer a Heródoto, a Tácito o a Marco Polo, este tipo de diferencias son siempre las que preferentemente atraen nuestra atención”. En el momento mismo en que aparecieron los términos de “cultura” y de “civilización” y aun durante el siglo XVIII, “época en que se difundieron por doquier, constituían en efecto una denominación axiológica, sobre todo cuando se utilizaban como contrapartida del barbarismo, salvajismo o rudeza”.

En suma, “la historia de la civilización o de la cultura no era otra cosa, en realidad, que la historia de la trayectoria del hombre desde un estado casi animal hasta el de las sociedades refinadas, el cultivo de las artes, la asimilación de los valores de la civilización y el libre uso de la razón. La cultura, así, no sólo podía progresar sino incluso era susceptible de decadencia o de pérdida total, y su historia, por consiguiente, se hallaba legítimamente relacionada con cada uno de estos dos procesos”.

Inventariarla, de nuevo

Por consiguiente, “el historiador de la cultura no deja de mantener estrecha relación con el turista que se desplaza a países lejanos, su auténtico predecesor”. Pero no se trata, y esto debe entenderse bien, “del profesional que emprende un viaje movido por el único interés de un aspecto determinado, sea la comprobación de un sistema de afinidades o el estudio de los esquemas hidroeléctricos, sino del viajante impulsado por amplias intenciones, que quiere comprender la cultura del país en que se encuentra”. Al tratar de dar la máxima amplitud a su comprensión, “nuestro viajero ha de estar alerta para poder enfrentarse a los clichés de los caracteres nacionales o de los distintos tipos sociales, tanto como el historiador de la cultura ha de desconfiar de la expresión estereotipada del ‘espíritu de la época’ que ha recibido de segunda mano”.

Todas las cuestiones que el interesado en la cultura, sea un historiador o un viajante, trata de solventar, “de ningún modo —sostiene Gombrich— se deben al azar; se hallan, en efecto, en relación con un conjunto de creencias a las que nos vemos en la necesidad de corroborar o de cuestionar. La formulación de un problema determinado puede obedecer a un encuentro individual, a un ejemplo que nos llama poderosamente la atención, sea una obra de arte o una costumbre que nos resulta enigmática, una fuerza extraña, o la conversación que surge dentro de un taxi”.

Los distintos procesos que conforman la cultura a veces rebasan al hombre. “Nuestro propio pasado —dice Gombrich— va distanciándose de nosotros a una velocidad vertiginosa, y si es que queremos mantener abiertas las líneas de comunicación que nos permiten seguir entendiendo las grandes creaciones de la humanidad, hemos de estudiar y enseñar la historia de la cultura más profunda e intensamente de lo que era necesario hace una generación, cuando muchas más de dichas resonancias cabría esperarlas como algo completamente normal. Si no existiera la historia de la cultura, habría de ser inventada ahora de nuevo”.

Articular e interpretar nuestro mundo

La cultura, ciertamente, aun sin poseer una concreta definición, la encontramos en todas las cosas que el hombre hace: cómo va a trabajar, cómo se prepara su comida, cómo celebra sus festividades, cómo se encarga de eternizar sus creencias, cómo simboliza sus costumbres, cómo ama, cómo y por qué reza, cómo se mantiene vivo rodeado de sus amistades. “Puede ser que actualmente esté yo en mejores condiciones intelectuales —dice Gombrich para ejemplificarnos que la cultura también está en todos los rincones de los hábitos cotidianos— para comprender lo que el crícket significa para mis amigos ingleses de lo que estaba hace 22 años. Pero no me hago ilusiones. Nunca podría aprender a atrapar una pelota de crícket ni responder a esas alusiones como quien responde a algo que ha aprendido desde la infancia. Para atrapar la pelota o captar el sentido auténtico de la alusión hay que haber asimilado el juego en carne propia. Hay que haber crecido dentro de él, con lo que se convierte en parte de la propia naturaleza”.

En este sentido el lenguaje, que es decir la comunicación, es elemento fundamental. “Es fácil comprender, y más fácil aún decir —precisa Gombrich—, que el lenguaje no lo es todo. Una sociedad en que todo el mundo pudiera hablar solamente y nadie actuar, no sobreviviría siquiera un día. Pero una sociedad sin asimilación de los conocimientos generales, empezando por el lenguaje y llegando hasta los veneros de metáforas, dejaría de ser una sociedad”.

Si la tradición del conocimiento general desapareciese completamente, no debemos, según Gombrich, preocuparnos de que nos pueda perjudicar: “En este caso la ignorancia es una bendición, pues es evidente que no podemos echar de menos lo que nunca conocimos. Nuestras distinciones se volverían más rudas y nuestra integración más grosera, pero nuestra lengua seguiría sirviéndonos, como ha servido a los millones de personas que nunca tuvieron contacto con esas fuentes de metáforas”.

Es indudable, empero, “que la utilidad del lenguaje y de las metáforas no consiste sólo, como la guía telefónica, en facilitarnos la comunicación con los demás. También nos ayudan a articular e interpretar nuestro propio mundo de experiencias para nosotros mismos”.

El habla cotidiana “ha acabado entretejido con frases y muletillas de los programas populares de la radio [y la televisión] que evocan al oyente asiduo toda una cadena de asociaciones y mañana resultan olvidadas”. Sin embargo, este “caleidoscópico” uso verbal no es exclusivo de los aficionados a los medios electrónicos, pues “tanto las personas cultas como las incultas se ven bombardeadas constantemente con insinuaciones de que deben conocer, leer o adoptar tal o cual producto de moda, o abstenerse de hacerlo, si quieren verse admitidos en determinada elite”.

Pero, por supuesto, “temo que siga existiendo —asevera lúcidamente Gombrich— una diferencia entre estar al día y tener cultura: la misma diferencia que existe entre jerga y lengua”.

Diferencia esencial, básica, fundamental. Diferencia que ahonda las desigualdades en una supuesta igualitaria sociedad…

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