La exposición pospuesta
Nuestra «Galería Emergente» recibe la obra pictórica de Antonio Luquín. A continuación, es el propio pintor quien explica los pormenores del montaje. También, los escritores y periodistas Juan Villoro y Víctor Roura nos acercan un poco más a la pintura del artista mexicano…
Una explicación
Antonio Luquín
Por principio de cuentas, a inicios del año 2020 ya estaban pactadas tres exposiciones individuales.
La primera, en la Universidad Iberoamericana, donde estudié, con fecha de inauguración del 12 de octubre pasado, se perfilaba como La exposición del año, una vez que, con carácter de antológica, reuniría obra vendida única y exclusivamente a ex alumnos de esa universidad. Además de que era la reunión de material muy pocas veces visto, era una suerte de fiesta o congregación de ex alumnos.
La muestra, intitulada Los iberos de Luquín, iba a reunir en conferencia a coleccionistas interesados en exponer sus puntos de vista como “coleccionistas” y como amigos del pintor y también incluía la participación de alumnos en el proceso curatorial y de difusión del evento.
Durante los meses de su exhibición, Radio Ibero incluiría un par de programas especiales sobre el ex alumno también compositor difundiendo material de su grupo La Sagrada Familia y rebautizado recientemente como Kushíyava.
La historiadora de arte Angélica Montes, aparte de ser clave en proponer la pertinencia del evento y de actuar en mi representación frente a las autoridades universitarias, iba a encargarse de la coordinación y enlace de Los Iberos de Luquín con los medios.
Por supuesto, esta exposición no está cancelada, simple y sencillamente está en stand by o, como ya nos acostumbramos a decirlo, a ver a qué horas.
Hay, sin embargo, dos personas en la Universidad Iberoamericana a quienes se debe agradecer y/o mencionar que han sido piezas clave para la fecha ya otorgada. Una de ellas, la directora de Difusión Cultural de la universidad, la licenciada Alejandra Chong, y el director de la carrera de Historia del Arte, el doctor Alberto Soto. A parte de eso, el entusiasmo y la buena disposición de coleccionistas para apoyar el evento, cuando sea que las actividades presenciales se reanuden en la casa de estudios.
Imágenes del futuro pasado
Juan Villoro
Singular viajero del tiempo, Antonio Luquín crea con virtuosismo hiperrealista paisajes en los que aparecen zepelines, naves oxidadas, aviones de tecnologías pretéritas. Las construcciones están en ruinas y en torno a ellas crece la maleza. En esa tierra baldía ya todo sucedió. Empujados por el viento, aparecen mapamundis, modelos a escala de lo que se ha acabado. Nos encontramos más allá del apocalipsis, pero en forma perturbadora advertimos huellas del presente. El pintor imagina el futuro que seremos.
Un cuadro muestra un barco encallado. Este emblema de la soledad se refuerza con las maletas que aparecen en primer plano. ¿Dónde está la gente que perdió su equipaje? En otra escena, un avión arroja libros que no parecen tener destinatario.
En estas fábulas del abandono, los edificios son captados con inquietante exactitud. Los conocemos porque existen en nuestro presente. Ahí están los muros de la ciudad, la fuente en una glorieta de Mixcoac, las torres, ya vacías, de lo que hoy llamamos “progreso”. El artista otorga nuevo sentido al entorno urbano. En su tiempo sin tiempo, varias épocas se cruzan. El reloj se ha detenido: los parajes yermos son cementerios de aeroplanos de principios del siglo XX y los rascacielos de la posmodernidad lucen igualmente antiguos.
Los lienzos de Luquín cautivan por la exactitud del trazo y la belleza onírica de la composición, pero también porque son actos de resistencia. El pintor logra un hechizo: registra y niega el deterioro. La tecnología ha fracasado, pero los árboles siguen en pie. Incesante, la naturaleza prosigue su trabajo. El hecho de que eso pueda ser retratado demuestra que no todo es devastación. Aún quedan testigos.
¿Qué papel juega el espectador? Antonio Luquín compromete nuestra mirada; nos convierte en insólitos sobrevivientes de una tierra que parecía perdida y reclama una respuesta.
Las plantas crecen en silencio, esperando que hagamos algo.
31 de mayo de 2019
Antonio Luquín: pintor y compositor al natural
Víctor Roura
Antonio Luquín (Guadalajara, 1959, radica en la Ciudad de México desde 1964), ¡vaya cosas!, sabía pintar incluso antes de que él mismo lo supiera. Porque primero quería ser músico. Y lo ha logrado. Porque lo es. Ahí están sus ya numerosas grabaciones con La Sagrada Familia, su grupo roquero, marginal de la escena musical por voluntad de sus miembros: no de otra manera podrían, tal como lo hacen desde su fundación, hacer la música que les sale del corazón sin ninguna presión mercantilizada. Ahora se hacen llamar Kushíyava, ¡y esta nueva banda roquera ya tiene en su catálogo cinco discos, más la veintena de La Sagrada familia, colocan, automáticamente, a Luquín como el músico de rock con el mayor número de grabaciones en México, siendo él un destacado artista plástico de la escena pictórica nacional.
Su disco Addenda / Pieza teatral en cinco actos (producción independiente, que este año conmemora su primera década en la atmósfera musical), sin abandonar su estilo de tendencia progresiva, suena de nuevo a esa vanguardia roquera italiana que seguramente todavía circula por esas callejuelas europeas pero ya sin los estrambóticos rebuscamientos que formalizaban las corrientes undergrounds de los años ochenta. Sin embargo, hay —¿había?— en la banda un sonido siempre bowieano que la revitaliza, que la agiganta, que la saca de la superficie, cuan grande es, evidentemente, David Bowie (1947-2016). Tal vez ésa sea su raíz más localizada, aunque por ahí rondan las sombras, cómo no, de Roxy Music o de Peter Gabriel (1950), que ya es mucho decir, razón, además, por la cual esta Sagrada Familia no puede —¿no podía?— desvanecerse tan fácilmente: ¡la(s) banda(s) roquera(s) de Antonio Luquín ha(n) superado, con sigilo y decoro, las cuatro décadas de vida sumergida(s) en una música de concepciones barrocas insólitas para el contemporáneo rock mexicano!
No cede el tecladista Antonio González Luquín en sus visiones, versiones y variaciones musicales. Y hace bien: cree en lo suyo, y nadie va a ir a decirle cómo encauzar su camino. ¡Caray: es como advertirle a Federico Arana que su Naftalina ya huele a ídem, lo cual sería —es— una severa estupidez! Pues, digamos, tanto Naftalina como La Sagrada Familia, o ahora Kushíyava, son lo que se han propuesto sus creadores: agrupaciones personales —no acomodaticias, no oportunistas, no mercadológicas— que llevan su sonido hasta los extremos de sus propios conocimientos experimentales. Y no quieren ser, ¡Dios los libre!, conjuntos como los hay en cada esquina de la ciudad, sonando todos de igual manera, gritando poesías dignas de párvulos o adolescentes prendidos de —o por— la Internet.
Si La Sagrada Familia, o ahora Kushíyava, sólo puede ser percibida por un público minoritario, está bien: ¡Focus, ese grandioso grupo holandés, sólo puede ser percibido por un público minoritario y ni a su tecladista Thijs van Leer (1948) ni a su guitarrista Jan Akkerman (1946) les incomoda el hecho, sino se enorgullecen de ello! Si los discos de La Sagrada Familia, o de Kushíyava, o de Naftalina, o de Focus, sólo están en minoritarias e íntimas fonotecas, qué bien: ¿para qué compartir el espacio sonoro con cualesquiera de esos artistas que con trabajo pueden definir las canciones que les imponen sus directores artísticos? Addenda, a una década de su aparición, es un [otro buen] disco intimista, alegre a su modo, conceptualista (“¿qué es eso?”, quizá se pregunten bandas del nuevo siglo anhelantes de subir con premura sus videos a YouTube para empezar a generar dinero), irreverente, luminosamente [de nuevo] bowieano, sutilmente moderado, caprichosamente templado. Una pequeña rebanada de [aquí sí cabe perfectamente la palabra] exquisitez conceptual.
Siendo músico, sí, Antonio González descubrió que sabía mirar mejor que el común de las personas. Porque su mirada, profunda y transparente, era capaz de reproducir el detalle inadvertido hasta por el más aguzado de los observadores. Y entonces se puso a dibujar de manera seria, ya siendo músico serio. Y no sé si el pintor que Antonio traía adentro (Luquín es el que pinta y González es el que toca música, pero ambos, afortunadamente, son el mismo hombre) ha superado (¿o alcanzado?) ya al músico —o al revés—, pero lo cierto es que la pintura que hasta ahora nos ha mostrado ese pintor, luego ya de casi seis lustros en que decidió en definitiva asombrar al mundo con sus portentosos óleos, es de una admirable reciedumbre (¿corpulencia?, ¿nervio?, ¿fortaleza?), que no hace, una y otra vez, sino hacer —y válgase la redundancia, cómo no— que nos rindamos ante su magnífica obra.
Porque si bien el arte contemporáneo ha ensalzado, con sus críticos vulnerables (ligados a los comercios sectarios de las suculentas galerías que deciden quién es moderno y quién no), a ocurrentes y probablemente ingeniosos pintores que no saben dibujar —ahora con las instalaciones cualquiera puede ser un artista visual—, el irrefutable dictado de la teoría plástica (contra las tesis de las impostaciones posmodernas, que han hecho millonarios a suplantadores del arte) indica que un pintor, en efecto, es necesariamente un buen dibujante. Y Antonio Luquín lo es: en cada nueva exposición suya lo demuestra, ya como pintor naturalista, ya como excelso retratista, ya como visualizador pop (recuerdo aquella su exuberante muestra plástica en el Museo del Chopo donde exhibía distintas portadas de Los Beatles reproducidas al óleo con exacta y puntillosa dimensionalidad como límpido homenaje al pundonoroso rock que va en sentido contrario al mercado globalizador). ¿Quién, viendo sus cuadros, puede dudar acerca de su romanticismo ficticio? Cada pintura suya es, me parece, una relación de hechos: una crónica de lo que fue o de lo que está a punto de ser. Y me surgen, en alud, inquietantes preguntas: ¿cómo pinta lo que pinta?, ¿cuánto tarda en hacer cada cuadro suyo, que es una historia en sí mismo?, ¿cuántos bocetos previos hay por cada idea final?, ¿de dónde vienen las escenas, los colores, las formas?, ¿por qué justo ese matiz y no otro?, ¿cómo carajos se hace uno un buen pintor?