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La pintura, la auténtica, siempre va a representa su época: Arturo Rivera

Se ha ido. El artista plástico Arturo Rivera falleció el pasado jueves 29 de octubre. El pintor mexicano tenía 75 años y vivía en Ciudad de México, en donde nació en 1945. Dejamos aquí estos trazos y líneas para homenajear a uno de los pintores más relevantes de la escena plástica mexicana y latinoamericana.


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Todo ocurrió tan rápido y de manera inesperada: comenzó a sentirse mal la noche del miércoles 28 de octubre, así que lo llevaron a un hospital cercano a su casa-estudio, en la colonia Escandón. Cuando apenas empezaba a despuntar el día —ese fatídico jueves 29 de octubre—, hacia la una y media de la madrugada, el pintor mexicano Arturo Rivera daba su último suspiro.

Unas horas más tarde, Emilia Rivera, su hija, daba la noticia a través de sus redes sociales: “Con mucha tristeza les comunico que mi papá, Arturo Rivera, falleció en la madrugada debido a una hemorragia cerebral. Estuve con él y murió en paz. Lo estaremos velando en casa, entre familia. Descansa, papá”.

La noticia desde luego sorprendió a colegas, amigos y admiradores: nadie lo esperaba. Por Facebook, por Twitter, empezaron a circular condolencias, también mensajes de reconocimiento a una obra única, inquietante, extraordinaria (extraordinaria en todo el sentido del término). Pero, asimismo, mensaje de admiración por esa trayectoria/vida sumamente singular, sumamente trepidante.

Porque Arturo Rivera vivió una vida al margen de la locura, intensa, al límite, siempre cercana al abismo; a su concupiscencia de toda la vida se añadían sus “pecados” de juventud: los excesos del alcohol y de las drogas y sus pensamientos suicidas que le llevaron una vez a intentarlo.

Por otra parte, por el lado de su obra, ¿qué decir? Arturo Rivera fue (es) uno de los pintores más relevantes de la escena plástica mexicana y latinoamericana. Con su muerte, nuestro país ha perdido a uno de sus más importantes artistas visuales, a uno de sus grandes —grandes— maestros de la pintura.

Y no, no es exageración: como testigos están sus numerosas exposiciones colectivas e individuales en México y en el extranjero; sus varios reconocimientos y premios; los diversos libros sobre su trabajo. Y, obvio: su vasta obra pictórica que, definitivamente, no dejaba indiferente a nadie. A nadie.

Su obra, única e inigualable, daba muestra de una gran inquietud, tremenda imaginación y disposición a quebrar las normas morales y establecidas: en casi toda su pintura abordaba imágenes o tópicos políticamente incorrectos, socialmente escandalosos…

Dicho de otro modo: su obra era (es) una vigorosa exaltación de la muerte y del eros, de la opresión y la angustia, de la desesperación y el tormento, del dolor y el misterio. Y, para expresarlos, echaba mano de todo: imágenes de vísceras, sangre, orina, de las deformaciones físicas, de esqueletos, de material quirúrgico, y sobre todo de una galería de personajes marginales retratados junto a cerdos, toros, roedores, caballos, cabras… Sí: un mundo lleno de simbolismos.

Llegando a DF. Pintura de Arturo Rivera.

2

En efecto: no era fácil adentrarse al mundo pictórico de Arturo Rivera. Uno de sus grandes amigos, Daniel Sada (1953-2011), escribió: “Nadie puede tener la certeza de que la realidad percibida es la más evidente. Basta captar un aspecto indefinido de lo que se ve, para caer en cuenta de que nuestra percepción es en verdad una interpretación de algo que no es posible demostrar del todo. Frente a cualquiera de los cuadros de Arturo Rivera surge un dilema al parecer irresoluble: el síntoma de que se trata de un artista circunscrito al realismo, ya como estilo o paradigma, o si su idea del realismo es un aproximación cuyo objetivo siempre es difícil de vislumbrar. En mi opinión no es ni lo uno ni lo otro, más bien considero que Rivera nos propone una tercera vía: la impostura de una realidad imaginada, o una suerte de semejanza con lo tangible, pero también lo que pudiera penetrar esa semejanza. En cada uno de sus cuadros es posible denotar que su aspiración primordial radica en plasmar el dolor, la angustia, el desconcierto, acaso lo macabro y lo sagrado que la realidad nos ofrece. Desentrañar es exhibir las entrañas pero también descifrar: el estigma de su arte figurativo nos revela que hay una suerte de arrebato lúdico, un deseo de traspasar el realismo fotográfico al igual que ir más allá del mero principio de representación, como si el pintor tuviese como objetivo crear un mundo en el cual quisiera vivir, o crear figuras a las que le gustaría contemplar atisbando particularidades no tan fáciles de captar a golpe de vista. Una realidad a la que se pueda percibir desde muy diversos puntos de vista y muy diversos estados de ánimo. Si algo es preciso destacar de la obra de Arturo Rivera es su sentido de visibilidad, aunado a un lenguaje plástico cada vez más acendrado y diestro. Su trasgresión empieza allí donde lo más simple exhibe algún enigma tan sutil como ambiguo. Si la muerte o el horror en todas sus manifestaciones han sido y son constantes ineludibles de sus búsquedas, se debe en gran medida a que hay un afán por acoplarse al estado-límite desde donde despliega su imaginería. La belleza, en su caso, deberá provenir de esa catarsis hasta alcanzar la depuración más radiante. Es por ello que su pintura produce ese doble efecto: la fusión entre el horror y lo delicado. Lucha de contrarios que a fin de cuentas se postula como un ideal estético”.

3

Había ya transcurrido alrededor de una hora, cuando me di cuenta lo que estaba sucediendo: lo que había comenzado como una entrevista formal, se había vuelto una charla de cuates, una charla de amigos que se confían y se confiesan detalles de su vida. Ya saben: manías, vicios, anécdotas; incluso, comparando mitología: situaciones de pareja para saber cómo enfrentar esto, aquello, lo otro… Vaya, de pronto nos vimos conversando de nuestras vidas cotidianas.

Lo sé: fue un poco raro todo, pero también gratificante. Lo cuento como sucedió: era lunes; afuera, la tarde caía apacible; estaba en su casa-estudio. Para entonces, mi anfitrión, el pintor Arturo Rivera, se desenvolvía con naturalidad, honestidad, cortesía, a ratos también con ironía, y con mucha afabilidad.

Aunque en un par de ocasiones había conversado con él, en años anteriores, no le recordaba tan suelto en el trato.

Su afabilidad y sus respuestas provocativas, ésas sí las recordaba (Arturo Rivera siempre había dirigido sus dardos a las instituciones culturales, y a sus dirigentes, por su inoperancia e incapacidad para hacer bien las cosas). Aun así, no dejó de sorprenderme su respuesta cuando unos días antes de vernos, vía telefónica, me dijo que ninguna instancia cultural tenía preparado un homenaje, o alguna retrospectiva, por un aniversario más de su vida. Era el año 2015, y Arturo Rivera estaba por cumplir 70 años de edad.

—¡Nhombre, qué va! A mí me odian —me respondió, al otro lado del auricular, y soltó una carcajada.

No obstante, le sugerí vernos para charlar. Después de todo —y enfaticé cada una de mis palabras—, es usted un pintor reconocido, con una obra mayúscula, catártica; y, desde luego, provocativa y con imágenes súper poderosas. Además, dije, cumplir 70 años es una buena edad para echar una mirada hacia el interior, y al exterior.

Así que ahí estábamos, sentados en la sala de su casa-estudio, una tarde calurosa de abril. Aunque llevaba un breve cuestionario para ir dirigiendo la conversación, el maestro se me adelantó y tomó la iniciativa, y pronto me vi respondiendo a sus preguntas…

—¡Uf, la cultura! —exclamó, mientras se acercaba caminando con dos vasos—. ¿Qué ha pasado con las secciones de cultura, y con los suplementos culturales? —dijo, como preguntándose a sí mismo.

—Lo que ha venido sucediendo los últimos años —le respondí—: desapareciendo.

El maestro le dio una calada a su puro; por el olor que desprendía el humo, era de gran calidad, sin duda.

—Es muy triste ver lo que está pasando —dijo, y clavó su mirada en un indefinido punto—. Si no me equivoco, ya quedan tres suplementos solamente; mientras las secciones de cultura del día a día, cada vez tiene menos páginas…

—Sí, es cierto. Algo similar pasa con la pintura, ¿no lo cree? —dije, retomando el hilo de la conversación.

—Sí, exacto. No hay espacios. Todo está copado por el “arte contemporáneo”, así, entrecomillas, porque vaya uno a saber qué quiere decir lo de “contemporáneo”… Hace algunos años, nosotros éramos contemporáneos o modernos; ahora resulta que no es así. Se robó la palabra el arte VIP (video, instalación, performance). Se robaron ellos la palabra “contemporáneo”.

—Sin embargo, estará de acuerdo que las actas de defunción para la pintura han surgido siempre a lo largo de los siglos…

—¡Desde luego! Siempre. Toda la vida.

—Así que no podemos hablar de resurrección de la pintura, ya que ésta nunca ha muerto…

—Jamás ha muerto. Y no sólo eso: cuando ha pasado todo eso de quererla dar por muerta, es cuando más se ha enriquecido. Yo como pintor lo veo: los museos están en una decadencia absoluta, pero la pintura está más viva que nunca… ¡Los jóvenes están gruesos! No sólo en México; en varias parte del mundo, los jóvenes pintores están impresionantes. Es un fenómeno que está totalmente en contra de todo lo que ha provocado el arte VIP, todos esos movimientos de la piedra en medio de la sala, o eso de la caja de zapatos…

—Si me permite, el problema no sólo ha llegado por ese flanco…

—Sí, exacto. Ahí están los pintores hiperrealistas, que son muy comerciales… Eso también ha afectado, porque es una pintura muy mala, pero se vende mucho. ¡Es la que más se vende, tal vez! Y es que la pintura transgresora les da miedo. ¡A mí me ha costado, durante toda mi vida, la actitud que tengo! Y no es actitud: simple y sencillamente así soy. Ése es mi carácter… Entonces, yo pienso que el arte no es exactamente para confrontar; es para que sientas. Algo que tú compras, algo que tú cuelgas, es porque tú sientes algo al verla. Es como la música que oyes, el libro de poesía: ¿por qué te gusta? Porque la sientes. El arte no es que deba entenderse, es sentirse…

—Pero, por naturaleza, el ser humano trata de entender, maestro.

—Mira, cuando tú lees un poema, tú no lo quieres entender, lo quieres sentir. Ya después, en una segunda lectura, tratas de desmenuzarlo y utilizar más la razón. Pero tú no puedes ver un cuadro, y estar utilizando la razón nada más… Además, como el realismo per se es descriptivo, un vaso es un vaso. El realismo tiene este detalle: que sale de ti, tiene que salir de dentro de ti. Uno pone un elemento pues así lo requiere el cuadro… Es como si alguien está componiendo una partitura, y de pronto algo le dice que se vaya por tal o cual camino. Así pasa con la pintura. Es como un trace.

—En su caso, para ver su obra pictórica, ¿la gente debe estar preparada?

—En lo absoluto. En lo absoluto. Mira, la pintura se vende por tres razones, sobre todo: se vende por estatus (si todos tienen un Coronel, debo tener uno); se vende como inversión; y la tercera, que es la más rara pero sí existe, se vende por gusto. Yo tengo, por fortuna, coleccionistas míos, sobre todo algunos, que compran mis cuadros por gusto, porque les gusta mi trabajo… Pero además, les gustan, a veces, los cuadros muy provocadores, muy gruesos

§§§

El Ahorcado. Obra de Arturo Rivera.

A lo largo de los últimos años, quizá la última década, había discutido, analizado y debatido sobre la obra de Arturo Rivera con mis amigos hasta la exasperación. Y digo exasperación porque esencialmente se trataba de eso: la única conclusión a la que lográbamos llegar era siempre la misma: ¿qué motivaba a Arturo Rivera hacer esas obras? ¿Cuánto había sufrido en su vida para pintar ese infierno que, paradójicamente, para lograrlo, usaba imágenes bíblicas, religiosas, incluso casi sagradas?

Por supuesto, no éramos los únicos. Diversos periodistas, críticos y artistas que se ganan la vida poniéndole etiquetas a la gente, le identificaron con una amplia variedad de escuelas. Que era un surrealista. Que era un impresionista. Que era un cubista. Que era un hiperrealista. Pero detrás de ese montón de frases rimbombantes, esa gente casi nunca explicaba en esencia al pintor mexicano.

Sentado en uno de los sillones de su casa-estudio, no dejaba de pensar en la frase que acababa de pronunciar el propio Arturo Rivera: a la gente le gusta, a veces, los cuadros más provocadores, muy fuertes.

En lo particular, y así se lo dije, eso es lo que me agrada de su obra. Sus cuadros no sólo me fascinan y me interesan, también, me inquietan. ¡Es como un golpe a puño limpio! Me confunden. ¿Es normal que la gente sienta eso ante su trabajo?

“Bueno, me da mucho gusto que lo digas —me dijo—. Porque para mí, el objetivo del arte, el objetivo de la expresión humana, es exactamente conmover. Esto es, si una obra de teatro, un libro, una melodía, o un cuadro no te conmueve, ¿qué sentido tendría? Para mí, todo el arte tiene que conmover, tiene que confundir. Lo que no conmueve es decoración. No hay más vuelta que darle”.

Entonces, me miró a los ojos y preguntó: ¿y por qué te ha confundido?

No lo sé muy bien, le contesté. Todos estos personajes que encontramos… son muy fuertes. Parece que han sufrido mucho. Dudo que alguien se sienta a gusto con un cuadro suyo…

“Eso pasa mucho —respondió—. Al principio, de hecho, yo no me daba cuenta de esto. Uno hace este tipo de cosas y cree que es de lo más normal. Incluso, las mismas galerías llegaban a sorprenderse. Quizá, por eso, al principio, sí me costó trabajo entrar a galerías. Y no sólo entrar. Recuerdo que el cliente mismo, que se llevaba un cuadro porque le gustaba o le conmovía, lo regresaba unos días después ya que a su esposa no le agradaba. Sin embargo, con el tiempo, fui entendiendo poco a poco qué es lo que la gente ve en lo que yo veo. A mí me parecía normal. Y creo que lo es. Pero a otros no les parecía. Es ahí donde entra ya lo de la belleza y lo terrible, que tanto se habla de mi obra… Un tema que, por cierto, ha sido abordado en infinidad de tratados”.

Le conté que precisamente este tema era el que me había llamado más la atención cuando lo conocí. (En 1994, Arturo Rivera había presentado en la galería Misrachi su trabajo realizado un año antes: 25 pinturas y dibujos elaborados en torno a temas bíblicos. En ella había piezas como La Dolorosa, Ecce Homo, El círculoLa última cena, también ese portento que es Ejercicio de la Buena Muerte.) Seguidamente, le comenté que sería hasta seis años después, en la retrospectiva que se le organizó en el Palacio de Bellas Artes, cuando había comprendido, de repente, lo que quería contar.

Quiso saber entonces qué era eso que había entendido. Le expliqué mi interpretación de su obra. Sus cuadros, especifiqué, no pueden ser otra cosa más que una galería de personajes cotidianos, criaturas abandonadas a su suerte, seres marginales, los «clochards» universales que aparecen sin escenarios protectores.

Mientras me explayaba, él asentía con la cabeza. “Sí, eso puede ser —me confirmó—. Si tú también lo ves, te estás identificando con ese punto de vista”. Aunque me aclaró inmediatamente algo que no sabía: “Ahora bien, si pongo un elemento aquí o allá, no hay un por qué. Simple y sencillamente son como metáforas que te salen o que son provocadas por el primer elemento que tú pintas”.

Luego, agregó: “Antes, en los ochenta, partía del cuerpo y era el que me decía qué colocar. Hoy, las cosas son distintas. Es lo que te decía hace un momento: hoy es como estar en trance, no estás contigo, no estás pensando. Está saliendo. Ahora tú eres el que propicias ese estado de comunión. Estás ido. Estás como volando… Hoy, es una belleza lo que sucede ante el lienzo”.

Le pregunté sobre esas criaturas abandonas a su suerte, almas que llevaba al límite.

“Es que así soy. Yo tengo una identidad con lo que me gusta. Por ejemplo, yo tengo una identidad con este cráneo que ves aquí en la mesa —dijo, y señaló, en efecto, un cráneo sobre una esquina de la mesa—. ¿Por qué? Porque hay algo que me conmueve. Todos mis cuadros tienen algo de mí, y lo tienen sin ser autorretratos. Todos los personajes, todas las figuras, salen de mí. En todo los pintores auténticos, todo lo que ves en el cuadro es él”.

Dicho esto, guardó silencio y le dio una calada a su puro. Luego, como hablando para sí mismo, reflexionó en torno a la pintura.

“Mira, la pintura, la auténtica, siempre va a representa su época. Es decir, representa la época en la que tú estás: política, social, económica, cultural, de todo tipo. Es más: en las grandes crisis, es cuando se da la mejor pintura. ¿Por qué? Porque hay más angustia, hay más movimiento, hay más tensión”.

¿Cree que la pintura pueda mover fibras, cambiar un poco las cosas que vemos?, le pregunté, casi susurrando, como no queriendo interrumpir.

No lo pensó mucho: “Yo creo que el arte, en general, es la parte espiritual del hombre. A excepción de la arquitectura, que también es arte y tiene una función, el resto de las artes (la música, la literatura, la pintura, la danza, etcétera) no tiene una función vital. Su función es totalmente espiritual o estética o decorativa… Es una forma de verse.”

§§§

Apuntemos algunos datos biográficos: Arturo Rivera nació en la Ciudad de México en 1945. Estudió pintura en la Academia de San Carlos, y serigrafía y fotoserigrafía en The City Lil Art School de Londres. Vivió ocho años en la ciudad de Nueva York, en donde, para sobrevivir, ejerció trabajos de albañil, ayudante de cocinero y como trabajador en una fábrica de pinturas.

Sin embargo, en 1979, el pintor Max Zimmerman vio una obra del artista en el Instituto Latinoamericano de la calle Madison. Entonces, todo cambió para él. Y es que Zimmerman se encargó de buscarlo y lo invitó a trabajar con él en una ayudantía en la Kunstakademie de Munich, Alemania. Tras un año de intenso trabajo y estudio, regresó a México invitado por el Museo de Arte Moderno, donde expuso por primera vez. Desde entonces, Arturo Rivera se ha convertido en uno de los pintores más renombrados del país, y también fuera de él.

—Maestro, dicen que a cierta edad uno debe hacer acto de presencia porque se cierne sobre uno el espectro de la demencia o del infarto… ¿Cómo recibe estos 70 años? —le pregunté aquel día.

—Ja-ja. Es una buena edad. Mira, yo tengo una válvula aórtica desde hace 18 años. Supuestamente, ésta tiene más o menos 20 años de vida. Ahora, yo con el cardiólogo que voy, me dijo que eso no era cierto. Pero, en última instancia, si me tuvieran que cambiar la válvula, porque ahora según sé hay unas fantásticas, me la cambio. Si me muero en el intento, ya qué; me morí. No pasa nada. Lo que sí voy a hacer, cuanto antes (y con un notario de por medio), es poner en orden mi papeles y hacer lo mismo que otros amigo: dejar claro que no quiero que me entuben para prolongar mi vida.

—Le entiendo. En la Ciudad de México tenemos la Ley de Voluntad Anticipada.

—Exacto. Yo muero en mi cama. Nada de tubos.

—Quiero pensar que no cree en nada religioso, y mucho menos en algo más allá de la muerte.

—Simpatizo con el budismo. Aclaro: no sé mucho de él, ni lo practico. Pero de las religiones, o doctrinas, para mí es la más real y con la que más coincido. Sin embargo, en efecto: no creo en la reencarnación. Ahora bien, no es que reencarnemos… Mira, soy ateo, por supuesto (dentro de un ámbito católico, porque me muevo en una sociedad católica), pero hay una cosa que me llama la atención: todo vuelve a su origen. Todo. Porque lo único que no puedes destruir es la energía. La energía se transforma. Y nosotros somos energía. ¿A dónde se va? Eso sí no lo sé.

—¿De dónde vendrá esa fascinación de muchos seres humanos por la muerte? En su obra está muy presente…

—No lo sé muy bien. Yo creo que mi naturaleza es ambos, porque también soy muy Eros, y se ve en mi pintura. Es un Eros-Tánatos muy fuerte, del que quizá sobresalga el Tánatos…

—En este caso, la mujer, ¿qué ha representado en su vida y en su obra?

—Ha sido importantísima. Fui muy precoz. Yo, a los 13 años, ya había tenido mi primera relación. Siempre ha sido una parte muy fundamental. Mírame ahora cómo ando. De hecho, huí de mi casa con una novia. Era mi maestra de francés. Ella con 30 años, yo con 18. Fue mi maestra en muchos aspectos. Así que la mujer siempre ha estado ahí, hasta ahora…

—Entonces, nada de vejez…

—En lo absoluto. Yo me siento igual… Vale, de repente digo: ¡¿70?! Sí, en efecto, son un chingo. Pero yo me siento igual. Yo sigo viviendo igual de intenso. Y, ojo: no es porque ahora cumpla 70 años, pero yo decía: bueno, a los 70 años ya me calmo. Nah. No es cierto. No te calmas. Es lo mismo. Tengo 70 años y estoy vital. No soy un viejito que está con bastón. Además, sigo trabajando. Sigo pintando. Tengo un proyecto de “Mise en scene…”, del cual ya salió el primer cuadro y ya vendí. Así que nada de retiro.

—Me queda claro que, entonces, se siente contento recibiendo siete décadas.

—Es que, ¿qué más me queda? Yo sigo viviendo… Y sigo en las tragedias de las separaciones amorosas. O sea, para mí es lo mismo. Se supone que uno, a los 70 años, no está con una chava de 30 tratando de arreglar las cosas, o viviendo una separación… Y, sin embargo, heme aquí de nuevo en este laberinto…

4

En el ya lejano 2003, el maestro Arturo Rivera me recibió para hablar de la que entonces era su reciente serie: Despojos.

Cunnilingus. Obra de Arturo Rivera.

En ella, me dijo, había decidido desprenderse de todo. ¿Por qué? “Porque siempre nos estamos despojando de algo desde que nacemos”, me comentó. Y agregó en tono jocoso: “Incluso al ser expulsados del vientre materno, somos un despojo. Al salir de una pesadilla, hacemos un despojo. Voy más lejos: tanto el semen como el excremento pueden catalogarse de lo mismo”. Y sentenció: “Nos despojamos del ayer como de unos zapatos viejos”.

Para esa muestra, dominada por el erotismo, el pintor mexicano había echado mano de todo. Y no era para menos. Las imágenes que exhibía ahí eran, a decir del propio Rivera, los despojos cotidianos: semen, vísceras, sangre, suspiros, orina, pensamientos: “El cuerpo expele todo tipo de sustancias, y el espíritu no se queda atrás”, me dijo riendo.

En un momento dado, le dije: maestro, el erotismo es la vida, pero irremediablemente también es la muerte…

“Sí-sí, en efecto —respondió el pintor—. Por eso toda mi obra se basa en este juego constante del Eros y Tánatos… Probablemente antes la balanza se inclinaba más hacia la muerte; sin embargo, mis actuales circunstancias personales me han llevado a desprenderme de la obsesión de la muerte, a querer vivir ahora”.

Cunnilingus era una obra en la que un hombre —“un sexoservidor”, me diría Rivera— se sumerge entre las piernas de una mujer. La mirada de ella es a la vez tranquila y erótica: “ceremonia”, “rito”, “iniciación”, “el regreso a lo primario”, eran términos que Rivera utilizaba para describir el trance sensual de una mujer en éxtasis, y para pintar el sabor y el olor de la sagrada sexualidad.

—Para mí la pintura es catártica —me dijo en cierto momento—. En ella he sacado todo lo que soy. En esta exposición, por ejemplo, todos mis autorretratos son de dos metros porque había un dolor muy fuerte que tenía que sacar a como dé lugar. Pero además, un autorretrato es toda tu obra. ¿Por qué? Porque eres tú. Es tu interior. Es tu mundo interno. Incluso cuando el retratado es otro, estás haciendo un autorretrato. ¿Por qué?: lo estás dibujando como tú lo ves. El modelo es un mero accidente. No es a él a quien revela el pintor; es más bien el pintor quien se revela a sí mismo sobre la tela. Por ejemplo, imaginemos que en una mesa hay varios objetos, como un vaso, un cráneo, cigarros, etcétera. Entonces, le dices a la gente que dibuje su modelo…  Algunos dibujaran el cráneo; otros, el vaso; unos más los cigarros. Ése es el momento importante para ver cómo es cada uno de ellos. Porque será ahí cuando la persona se identifique con el objeto. ¿Me explico? Ahí estarás tú; ahí estará tu espíritu.

Más adelante, la conversación viró hacia aspectos psicológicos, incluso metafísicos. Le comenté que ciertos cuadros representaban para mí la visión desoladora del hombre.

El maestro confirmó moviendo la cabeza; entonces agregó:

—A todos nos duele siempre algo: lo que sucede en el mundo, la pérdida de alguien, en fin… A mí me duele la vida. Me duele todo. Tengo una sensibilidad que me lleva a absorber muchas cosas. Pero esto me sucede a mí. Es mi vida personal. Así que no puedo generalizar. Hay gente que tal vez no vea el mundo así. Yo veo el mundo como es. Ahora, el mundo no sólo es una tragedia. También existe la fantasía, por ejemplo. La cuestión es sentir. Ahí radica todo, en el sentir. Hay gente que nace, crece, se reproduce y muere sin haber vivido en el sentido real del término; esto es, sentir y lo que conlleva: gozar y sufrir desde lo más alto y hasta tocar fondo.

—Y los colores en sus cuadros, ¿son deliberadamente políticos, sociales?

—¡No! —exclamó—. Ninguno de los dos. La pintura no tiene nada que ver con lo político ni con lo social… Yo no tengo ninguna ideología. La pintura, tampoco. El que piense o crea que la pintura tiene ideología, está perdido. La pintura tiene la ideología de la pintura. Nada más. Ahora, los colores y la forma, como las palabras, los encuentras, no los buscas. Es un caminar y un avanzar constante. ¿Cómo encuentras las cosas?: caminando. Por eso creo que la pintura es una serie de encuentros…

—Pero, entonces, ¿su obra es social, religiosa, mágica…?

—Mis temas son sólo pretextos. Es decir, cuestiones de la religión, bíblicas, mitológicas, griegas, o el cunnilingus, son pretextos para expresarme… son metáforas. Mi pintura soy yo y eso no cambia, pero hay temas que pueden interesarme. Por ejemplo, La última cena es un cuadro en el que represento la última cena pascual judía. Es un cuadro realmente cristiano. He hecho infinidad de obras cristianas, como La cabeza de Juan el Bautista, y mil cosas más, pero no es porque sea católico. No pertenezco a ninguna religión, ni pertenezco a ningún partido político, ni pertenezco a nada. Sólo soy yo…

—Regresando a los colores, ¿cómo los escoge?

—El color se va depurando también. No es que los escoja. Uno no los escoge por alguna razón determinada, o conscientemente… Es lo que te digo. Es muy difícil explicarlo. Ciertas cosas simplemente no se pueden explicar.

—Pero sí tienen un simbolismo, ¿no?

—Claro que se les puede encontrar: no hay nada más simbólico que los colores. El rojo, el negro, el blanco tienen su símbolo. Lo que sucede es que uno no está pensando: voy a hacer un cuadro con tales colores porque significan esto. No. Uno va buscando los colores intuitivamente. El mismo cuadro, la forma, es el que lo pide. Así que, de pronto, uno se da cuenta que el pintor simplemente es un conducto de… de algo que a veces va más allá de la comprensión…

Arturo Rivera se interrumpió. Le dije entonces que comprendía muchos de sus cuadros, pero que había otros —sobre todo en esa nueva serie que me había llevado a buscarle— que no entendía muy bien.

Me volví hacia un cuadro llamado La jinete, en el que se veía a una mujer semidesnuda montada (al revés) en un cerdo.

—Por ejemplo este cuadro —dije, y señalé la obra—. ¿Que ha querido decir con él?

—Se me ocurre de pronto una mujer montada en un puerco, nada más. Mira, si yo mismo me pregunto qué he querido decir con eso, tampoco sabré responderte y responderme. Puedo inventar, en todo caso. Es un semental. Es un puerco. Es una mujer semidesnuda. Ella está montada en él. Y, además, al revés. Ahora, ¿qué connotación tiene todo esto? Cualquiera que quieras darle. Es una lectura visual que no siempre es posible decirla con la palabra. Y sucede igual en todas las artes. La pintura se puede explicar a partir de la razón. Pero el misterio no lo puedes explicar.

Al final, me dijo divertido: “Mira, los que se encargan de vender los cuadros son quienes se encargan de explicarlos. Déjalos que se hagan bolas. Para eso existen. Si a mí me preguntaran qué significa equis o tal cuadro, seguramente no vendería nada…”

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