A mediados del siglo XIX, el cirujano británico Joseph Lister tuvo una idea brillante, tal vez el descubrimiento más importante en la historia de la medicina. Pero lo único que recibió de sus colegas fue una ola de críticas y risas.
Muchos miembros de la comunidad médica se burlaban de este cuáquero espigado de modales amables, nariz recta, labios firmes y cabello castaño ondulado. Lo tildaban de charlatán pretencioso cuyas ideas eran, en el mejor de los casos, absurdas, y en el peor, peligrosas.
Hoy pensamos en los hospitales y clínicas como instituciones para la curación y recuperación de la salud. Sin embargo, durante gran parte de la historia, los hospitales fueron casas de la muerte, campos de cultivo de infecciones con salas abarrotadas y poco ventiladas donde los pacientes iban a morir.
En una época en la que nada se sabía de los gérmenes, los quirófanos estaban tan sucios como los cirujanos que trabajaban en ellos amputando miembros. Durante las primeras décadas del siglo XIX, era más seguro hacerse una cirugía en casa que en un hospital, donde las tasas de mortalidad eran de tres a cinco veces más altas que en los entornos domésticos.
En anfiteatros colmados de estudiantes y curiosos que asistían a cada intervención como quien hoy va a la cancha de fútbol, los cirujanos operaban con un delantal manchado de sangre. No usaban guantes ni se lavaban las manos o los instrumentos. Portaban consigo la suciedad y la mugre de la vida cotidiana, así como un olor a carne podrida, la huella olfativa del hospital.
Sin anestesia ni asepsia, el mundo de la medicina victoriana era una carnicería. “La cirugía era una lotería en la década de 1850”, cuenta la historiadora estadounidense Lindsey Fitzharris. “Sobrevivir al bisturí era la mitad de la batalla. Los pacientes morían de gangrena y septicemia. La mayoría de las muertes estaban causadas por infecciones posoperatorias. Los cirujanos creían que el pus era un aparte natural del proceso de curación”.
Hasta que, frustrado por lo que la mayoría aceptaba como algo inevitable, Lister (1827-1912) comenzó a tomar muestras de tejidos de sus pacientes para examinarlas bajo el microscopio y entender qué sucedía. Así, con la ayuda de las pioneras revelaciones del químico y bacteriólogo francés Louis Pasteur, transformó la práctica médica. En los primeros meses de 1865, desarrolló un sistema antiséptico basado en el ácido carbólico (también conocido como fenol) para eliminar los microbios, que entendía que eran la causa de las infecciones hospitalarias.
Con resistencia, tanto la teoría de los gérmenes como las técnicas de Lister fueron adoptadas en todo el mundo, salvándose millones de vidas en el proceso. Aun así, para muchos el recuerdo de este pionero quedó sepultado en el olvido. Y los que lo recuerdan lo suelen hacer por un producto de higiene bucal (Listerine) que ni siquiera fue inventado por él.
“Lister salvó muchas vidas, incluso la mía”, dice Fitzharris, recibida de la Universidad de Oxford.
“Hace cuatro años mi ahora exesposo me abandonó abruptamente. Fue una pesadilla. A pesar de haber vivido en Inglaterra durante mucho tiempo, de repente me enfrentaba a la deportación. Mi pasaporte fue confiscado y no se me permitió trabajar mientras se resolvía mi situación migratoria. Así que lo único que me quedó fue escribir un libro. Originalmente, me iba a centrar en Robert Liston, llamado el ‘cuchillo más rápido del West End’, pues podía amputar una pierna en menos de treinta segundos en los días previos a la anestesia. Era un personaje colorido, pero no transformó el campo médico. Fue entonces cuando cerca de la casa donde me mudé encontré el cementerio donde estaba enterrado Joseph Lister, el cirujano cuáquero y el padre de la cirugía antiséptica”.
De ese encuentro nació De matasanos a cirujanos (Debate), un libro deslumbrante en el que esta historiadora de la medicina reivindica a un gigante olvidado y explora la intimidad de un cambio de paradigma, un momento en el que se transformó la forma en que entendemos el mundo.
—¿Por qué cree que la historia de Lister es importante incluso hoy en el siglo XXI?
—Nuestra comprensión del presente se filtra a través de nuestro conocimiento del pasado. Mi libro es una historia de amor entre la ciencia y la medicina. Narro la primera vez que se aplicó un principio científico (la teoría de los gérmenes) a la práctica médica. Además de cambiar para siempre el sangriento mundo de la medicina victoriana, lo que hizo Lister allanó el camino para el surgimiento de la medicina científica.
—¿A qué ideas instaladas tuvo que enfrentarse?
—Durante miles de años la amenaza de la infección había restringido la actividad del cirujano. Hasta mediados del siglo XIX, muchos creían que la enfermedad surgía de manera espontánea de la suciedad y se transmitía por el aire a través de vapores venenosos o miasmas. De ahí que el nombre de la malaria, que deriva de “mala” y “aria”, mal aire en italiano. Al resolver el mortal enigma de la causa de las infecciones, Lister cambió el curso de la historia de la medicina. Sus descubrimientos y técnicas siguen salvando vidas hoy. Es más, se podría decir que gracias a sus investigaciones y técnicas antisépticas este hombre ha salvado más vidas que ninguna otra persona que haya vivido en el mundo.
—¿Por qué no se produjeron estos avances antes?
—Los cirujanos veían el microscopio como algo superfluo para el estudio y la práctica de la medicina. A principios del siglo XIX, la mayoría de los microscopios se vendían como juguetes para caballeros. Muy pocos los adquirían con fines médicos y la mayoría desconfiaba de sus revelaciones. Para Lister, en cambio, fue una de sus principales armas. Por eso se enfrentó a una gran reacción en contra cuando comenzó a defender la teoría de los gérmenes en la comunidad médica.
—¿Por qué?
—Resultaba difícil para los cirujanos creer que las “pequeñas criaturas invisibles” estaban matando a sus pacientes y que ellos habían jugado un papel involuntario en esas muertes al no lavarse las manos o al no lavar apropiadamente sus instrumentos o sus salas de operaciones. El peligro estaba presente en el ambiente alrededor del paciente. Los científicos pueden tener una mentalidad cerrada, se necesita mucho para romper un paradigma. ¿Qué dirá la gente de nosotros dentro de 50 o 100 años? ¿Qué procedimientos médicos actuales se considerarán extremadamente peligrosos en el próximo siglo?
—¿Cómo fue el proceso de investigación para el libro?
—Me gusta decir que escribo palabra por palabra. Suena tonto pero es cierto. Cada oración es otra pieza del rompecabezas que me ayuda a contar una historia. Aunque tengo un doctorado en Historia de la Ciencia y la Medicina de la Universidad de Oxford, me considero más una narradora de historias que una académica. Mi trabajo consiste en lograr que el lector se conecte emocionalmente con un tema o personaje histórico.
—¿Como qué?
—Por ejemplo, ¿qué se sentía al estar atado a una mesa de operaciones en un anfiteatro lleno de espectadores? ¿A qué olían las salas de hospital antes del gran movimiento de higiene del siglo XIX? Mi pretensión es que mis lectores se vayan con una comprensión completa de cómo era vivir (y morir) en este momento de la historia.
—¿No cree que en el género biográfico a menudo se corre el riesgo de santificar a sus personajes?
—En el caso de Joseph Lister nadie había escrito una historia popular sobre su vida o trabajo, así que sentí que era importante llenar ese vacío. Es verdad que las biografías corren el riesgo de santificar a sus protagonistas. Aunque creo que eso no sucede en mi libro, en el que también incluí a figuras más marginales que Lister, como Ignaz Semmelweis, un médico austriaco que descubrió que si los médicos se lavaban las manos antes de examinar a los pacientes las tasas de infección bajaban en los hospitales. Semmelweis salvó muchas vidas, pero no pudo convencer a sus colegas. Frustrado, al final fue confinado en una institución mental. Lister fue fuertemente influenciado por una multitud de factores y no pudo haber resuelto este misterio médico por su cuenta.
—¿Qué aspectos de la vida de Lister le sorprendieron más?
—¡Ciertamente hubo sorpresas en el camino! Lister diseñó y patentó varios instrumentos quirúrgicos, como una aguja para coser heridas, un pequeño gancho para extraer objetos del oído, un torniquete para comprimir la aorta abdominal y pinzas sinusales. Me sorprendí también cuando descubrí que Lister realizó una mastectomía, es decir la extirpación de la glándula mamaria, en su propia hermana, que tenía cáncer de mama. Y lo hizo en la mesa de su comedor. Me sorprende pensar cómo debió haber sido eso para él.
“Con los años, Lister se volvió famoso hasta el punto de que en 1871 fue convocado para eliminar un enorme absceso en la axila de la reina Victoria. Lister debió sentir una tremenda inquietud al examinar a la monarca. Desinfectó sus instrumentos, sus manos y la zona afectada bajo el brazo de la reina con ácido carbólico y realizó una incisión profunda. ‘¡Caballeros, soy el único hombre que le ha clavado un cuchillo a la reina!’, bromeó luego con sus alumnos. El éxito de Lister con la reina Victoria reforzó la confianza en sus métodos antisépticos”.
—¿Por qué cree que atraen tanto estas historias antiguas de la medicina?
—En mi caso, me inclino por historias que involucran momentos de transformación en la medicina. Mi próximo libro se centrará en Harold Gillies, el cirujano pionero y excéntrico que primero unió el arte y la medicina para abordar las horribles heridas faciales que resultaron de la Primera Guerra Mundial. Fue un otorrinolaringólogo británico a quien se le considera el padre de la cirugía plástica. También realizó algunas de las primeras operaciones de reasignación de género en la década de 1950. ¡Espero que mis lectores disfruten este libro tanto como el primero! Estoy disfrutando mucho al escribirlo en este momento.
Fuente: Agencia SINC.